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provoque risa

      verme tirao a tus pies!

      Tras lo cual, el cuarteto ejecutó el cierre y terminó su versión, que fue despedida con un tupido aplauso del público asistente. Marina lo observaba desde su asiento. Entonces, acercando todo lo que podía su rostro, dijo con voz ligeramente temerosa:

      – ¿Qué te pasa que tenés los ojos húmedos? No me digas que esa mujer te ha emocionado tanto.

      – No es la mujer – replicó él, saliendo ya del trance – , es la canción; pero no sé si podrías entenderme si te explico.

      – Quizás. Probá a ver.

      – Es que el arreglo que hizo ese cuarteto me ha recordado mucho algunos ritmos de mi tierra.

      – Comprendo, claro que te comprendo – y cambiando radicalmente el tono, agregó – : Misión cumplida. He hablado con Gardel. Y, por supuesto, él quiere conocerte.

      Capablanca sonrió, agradecido y feliz a la vez.

      – Muchas gracias, Marina. Eres un encanto.

      – Gardel también me agradeció por acordarme de él, en este caso.

      – Bueno – dijo entonces Capablanca – , ¿cómo haremos? ¿Vamos para allá o qué?

      – Él estaba cenando en compañía de algunos de sus músicos. Me dijo que me daría una señal.

      Capablanca volvió a expresar su agradecimiento a la muchacha y desvió la vista hacia el estrado. Entonces reparó en que el cuarteto había dejado de tocar. Supuso que los músicos habían cogido un tiempo de pausa. Sin embargo, aún no había tenido tiempo de retomar el diálogo con Marina, cuando vio que tres hombres ascendían los peldaños del estrado y se acercaban al micrófono. Uno de ellos era Carlos Gardel; los otros, evidentemente, eran los guitarristas que lo acompañaban por entonces, un mulato alto y delgado y un individuo de apariencia rubicunda. Cada uno de ellos llevaba una guitarra en las manos. Cuando quería preguntarle a su compañera de qué iba la cosa ahora, Gardel se acercó al micrófono y dijo:

      – Queridos amigos, respetable público. Esta noche se encuentra entre nosotros una persona a quien quiero dedicar esta canción que vamos a interpretar ahora. Este hombre es un cubano y, por naturaleza, un hermano de sangre y de cultura – aquí todos los presentes volvieron la cabeza, tratando de encontrar a alguien que pareciera cubano. Pronto dieron con él, quizás por el rubor que debía de estar enrojeciendo su rostro. Mientras, Gardel seguía hablando – . Pero este hombre no es cualquier cubano. Él es también una gloria de nuestros pueblos hispanoamericanos, un orgullo para todos nosotros. Se encuentra ahora en nuestra patria porque aquí en Buenos Aires se está celebrando – como quizás muchos de ustedes sepan – el campeonato mundial de ajedrez. Ese hombre es, señoras y señores, el gran José Raúl Capablanca, el campeón mundial del juego ciencia. Y para él quiero cantar esta canción. Espero que le guste.

      Capablanca sentía que la piel del rostro le ardía, que no podía contener la emoción. Tenía los ojos húmedos, aunque por suerte estaba todavía lejos de dejar escapar la menor lágrima. Mientras buscaba protección en el rostro de Marina, que lo miraba llena de orgullo y regocijo, Capablanca vio, o más bien escuchó, cómo los tres hombres comenzaban a rasgar las cuerdas de sus guitarras. La melodía que salía de ellas era nada menos que la del tango que tanto lo había emocionado en la cena con Rolando Illa, es decir la de La Cumparsita. Sólo que aquí, en esta versión, tocada con guitarras, la canción se le aparecía en su forma original, tal como él imaginaba que la había compuesto el autor uruguayo. Parecía una canción campera. En cualquier caso, los tres hombres descendieron del estrado y, sin dejar de tocar, echaron a andar hacia él, hacia la mesa que ocupaba con Marina. Cuando llegaron junto a ellos, la vibrante voz de Carlos Gardel se elevó sobre la concurrencia, que parecía haber entrado en trance y guardaba un silencio absoluto. Y cantó:

      Si supieras,

      que aún dentro de mi alma,

      conservo aquel cariño

      que tuve para ti…

      Quién sabe si supieras

      que nunca te he olvidado,

      volviendo a tu pasado

      te acordarás de mí…

      Y ahora sí, los ojos de Capablanca se llenaron de lágrimas, al punto que debió sacar el pañuelo y secárselos. Marina lo miraba también llena de emoción. Mientras tanto, Gardel seguía entonando los versos de aquel hermoso tango. Pero ya él apenas era capaz de distinguir una palabra de otra. Pese a ser una persona acostumbrada a los homenajes y las grandes puestas en escena, el detalle de aquellos argentinos – amigos, conocidos, de todos, en fin – había llegado a emocionarlo tanto que sintió que el pecho se le apretaba y que, aunque hubiera querido, no habría podido siquiera articular una palabra. Durante un tiempo imposible de determinar, Carlos Gardel y sus acompañantes estuvieron tocando la guitarra, cantando allí para él, que recibía además la caricia de los ojos de Marina. Y aquello era mucho más de lo que él había esperado del pueblo de Buenos Aires, de la Argentina toda. Qué importancia tenía el ajedrez, el campeonato del mundo, la partida perdida, comparados con aquella muestra de cariño y simpatía hacia su persona.

      Cuando los músicos terminaron su interpretación, Capablanca se puso de pie y se abrazó con ellos, primero con Gardel y luego con los otros dos. Para entonces, todos los asistentes al Café de los Angelitos se habían puesto también de pie y aplaudían, no se sabía si la interpretación de su ídolo, o el gesto de éste hacia Capablanca o – él no pudo evitar la idea – a él como persona. E independientemente de su voluntad, esta última idea fue la que se asentó con más fuerza en su cerebro. Y le pareció que nunca antes había sido tan feliz como esa noche, ni siquiera en su primera gran victoria internacional, en San Sebastián, hacía ya muchos años.

      – Muchas gracias, amigo. Es usted muy generoso.

      – Gracias a usted, señor Capablanca. Todos los argentinos estamos muy reconocidos y orgullosos de usted. Reciba mi humilde canción como un homenaje, mucho más pequeño que el que se merece. Además, sé muy bien que le gusta mucho ese tango.

      – Gracias – dijo él, dudando un instante si debía devolverle el trato en forma de señor Gardel. Por fin, decidió omitir cualquier forma y siguió – : Sí, es un tango muy hermoso, sobre todo cantado por usted – y cambiando el tono, agregó – : ¿No quiere sentarse?

      Gardel le puso familiarmente la mano en el hombro y, con una amable sonrisa, contestó:

      – Usted sabe, nosotros allá – y señaló hacia el fondo – aún no habíamos terminado de cenar. Sólo que no pude resistirme a la idea de cantarle su tango preferido. Pero me gustaría invitarlo a que se llegue por nuestra mesa para charlar un rato conmigo y con mis amigos.

      Capablanca miró en dirección a Marina; pero Gardel no le dio tiempo a responder. Para ese momento ya estaba diciendo que lo esperaba sin falta allá, y que para él sería un placer enorme compartir un rato y hablar de tangos y, por supuesto, ajedrez. Y de muchos otros temas, seguramente. Y dicho esto, le dio un apretón de mano y se alejó de nuevo por donde había venido.

      CAPÍTULO 7

      Habían juntado varias mesas en el ángulo más apartado del café, y Gardel y sus amigos comían y disfrutaban allí de lo que parecía ser una alegre tertulia tras la cena. A la derecha del cantor se ubicaba un hombre que Capablanca no había visto antes; y más allá, los guitarritas que acompañaban a Gardel. La banda de la izquierda estaba ocupada por Nina Mederos y los músicos del cuarteto. Al verlos aparecer, el cantante se puso de pie y los invitó a sentarse y compartir con ellos. Las tres personas que estaban a su derecha también se levantaron y cedieron el puesto a los recién llegados, desplazándose dos lugares más allá. Tras los primeros saludos y sonrisas, ya todos sentados, vinieron las presentaciones. El personaje que había estado a la derecha de Gardel resultó ser José Razzano, su gran amigo y antiguo compañero de dúo, ahora apoderado del artista. Los guitarristas se llamaban

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