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había cambiado a una silla más próxima y sonreía todo el tiempo, satisfecho de contar esa noche con invitados de tanto nivel. Capablanca, por su parte, dudaba para sus adentros. Le parecía poco probable que alguno de los allí presentes supiera en realidad en qué consistían sus méritos como jugador de ajedrez. Pero igualmente se sentía feliz de percibir tanto cariño y calor humano por parte de personas a quienes veía por primera vez. Si exceptuaba a Gardel, a quien tampoco conocía personalmente, no había visto nunca aquellas caras que ahora lo miraban con una sincera admiración. Entonces el cantor, que oficiaba de patriarca de aquella cofradía, puso la mano sobre el brazo de Capablanca y le dijo sonriente:

      – No se preocupe por Guillermo, que lo suyo es tocar la guitarra. Eso sí, muy bien. Pero no creo que se atreva con las piezas del ajedrez. Y usted, ¿por qué mejor no nos dice cómo se siente en Buenos Aires? Ya se habrá dado cuenta de que los argentinos son gente muy cariñosa, ¿no?

      Entonces reparó en que Nina Mederos lo estaba observando de un modo raro, quizás incluso provocador. Y se detuvo un breve instante en ella. No era una mujer hermosa, pero tenía ojos profundos y labios gruesos y sensuales. En aquel momento, precisamente, los distendía en una sonrisa que él no lograba descifrar. Cuando iba a responderle a Gardel, José Ricardo tomó la palabra y dijo divertido:

      – Che Carlitos, no digás pavadas, que podés ponerlo al señor Capablanca en un aprieto.

      – ¿Por qué? – dijo Nina Mederos, replicando a Ricardo, pero mirando de reojo a Marina Lemm – . ¿Acaso no es verdad que somos gente cariñosa?

      – No, José – dijo Capablanca, dirigiéndose al guitarrista – no se preocupe. No son pavadas, como usted dice. Es cierto que siento mucho cariño aquí en la Argentina – y volviéndose hacia la Mederos – : Pero ustedes no son los únicos. Los cubanos también son muy cariñosos.

      – Sí – respondió la aludida – , eso ya lo sabía yo. Todo el mundo lo dice – y, haciendo una pausa se levantó – . Y ahora les pido disculpas; tengo que irme a cantar.

      Capablanca consideró que había llegado el momento de darle un vuelco a la conversación y dijo, para todos los que seguían allí:

      – ¿Ninguno de ustedes ha estado en Cuba?

      Gardel elevó la voz para decir:

      – Todavía no; pero iré sin falta. Quizás incluso pronto. La verdad es que me gustaría mucho conocer a esa gente de su isla.

      – Se la recomiendo. Le va gustar. Además, allí se le conoce y se le quiere mucho. Verá qué bien lo tratan.

      – Sí – dijo Gardel. Su voz sonaba ufana – . Seguro que iré; pero será más adelante. Por ahora hay que seguir luchando por conquistar Europa. ¿Verdad, José?

      Razzano levantó la copa y brindó por Cuba. Los demás lo imitaron. Luego Capablanca preguntó, de nuevo a Gardel:

      – ¿Ha estado en España?

      – Varias veces, en Madrid y en Barcelona; aunque también actuamos en Vitoria.

      – Madrid es fabuloso – dijo Barbieri, que no había hablado mucho hasta ese instante, sobre todo La Gran Vía. ¡Qué de minas en la Gran Vía!

      José Ricardo lo interrumpió burlón.

      – ¿Querés que haga el cuento de la percanta que te encontraste en la Gran Vía?

      Gardel fingió que les peleaba.

      – Dejen eso para otro día. ¿No ven que hay una dama presente? Discúlpelos, señora. – Aquí hubo unos instantes de silencio y confusión, y Gardel volvió a dirigirse a Capablanca – . La última vez fue el año pasado. Grabamos en Barcelona y luego pasamos a Madrid y actuamos en el teatro Romea. Y el mes que viene, es decir, dentro de unos días, partiremos de nuevo.

      – El primer viaje a España fue apoteósico – insistió Ricardo, que ya experimentaba los efectos del vino y seguía varado en sus recuerdos – . Cuando actuamos en el Apolo, la reina y las infantas no salían del teatro. La infanta Isabel iba casi todas las noches a vernos.

      Carlos Gardel no lo desmintió. Volvió a dirigirse a Capablanca y dijo sonriente:

      – Es verdad; pero eso ya pasó. Ahora hay que conquistar París – y aclaró que, al igual que la vez anterior, sería primero España. En Barcelona pensaban grabar algunos tangos, entre ellos ése que le gustaba tanto a él y que le habían dedicado hoy.

      – Muchas gracias de nuevo – dijo Capablanca y, aprovechando la pausa que abrieron sus palabras, preguntó a Gardel por qué cantaba tangos – , quiero decir, por qué precisamente tangos.

      El cantor pareció sentirse sorprendido por la pregunta, como si nunca antes se la hubiera formulado a sí mismo.

      – Al principio de mi carrera Razzano y yo interpretábamos temas camperos. Pero luego me fui decantando por el tango. Creo que a la gente le gustaba mucho más. ¿Y sabe por qué? Porque el tango nació aquí, con esta gente; nacieron mezclados y crecieron juntos, el tango y los porteños. Esta música es parte de nuestra conciencia, del alma nacional. Y yo soy muy criollo, ¿sabe? Soy parte muy firme de este pueblo. Creo que yo no sólo canto el tango; yo lo vivo. Sí, el tango es mi vida. Yo soy él y él es yo; yo soy el tango, amigo Capablanca.

      – ¿Podría cantar otros géneros?

      – Claro que podría; pero en ese caso sería un cantor de tangos que se ha prestado para cantar, eventualmente, otra cosa. No más que eso. Por cierto, usted me lo pregunta porque no sabe lo que es el tango. Ya le dije que es un sentimiento colectivo, el sentimiento del porteño. Por eso, cualquiera con una buena voz puede cantarlo; pero no todo el mundo puede hacerlo bien. ¿Y sabe por qué? Para cantarlo bien, hay que sentirlo. Para entonar un tango no basta con tener la voz más melodiosa del mundo. No. Hay que sentirlo; y yo lo siento.

      – ¿Y en otros idiomas? ¿No ha pensado en cantar algo en inglés? En los Estados Unidos hay un público enormemente extenso y rico.

      – ¡Qué dice usted, mi amigo! Yo no podría cantar en otro idioma. Lo mío es el español. Y es más, no sólo el español, sino el porteño. No podría siquiera decirle a una mujer “¿me quieres?». No lo sentiría. Yo tengo que decir “¿me querés?», como decimos en porteño. Para nosotros el «vos» es tan importante como el aire. Si nos lo quitaran un día de repente, nos quedaríamos mudos de viaje. Y ya le dije que el tango es puro sentimiento. Sin sentimiento no hay tango, como no hay lluvia sin nubes o marejada sin oleaje.

      – Entiendo – dijo Capablanca – . Sentimiento y pasión. Siempre me ha parecido que los rioplatenses le ponen mucha pasión a todo lo que hacen.

      – Y le parece bien – respondió Gardel – . Eso es exactamente así. Por eso el tango existe, porque es pasión. Todo ese mundo donde nació el tango está lleno de pasión. Mujeres que aman y son capaces de cualquier cosa por su hombre; hombres que se baten con el cuchillo por mantener limpio su honor. No sé si sabe que el tango surgió en el arrabal, en los cafetines de mala muerte y en las casas de mala reputación. Allí la gente es pobre y tiene poca cosa que perder; por eso tratan de conservar lo único que tienen, cosas que no se compran con dinero, como el amor, la amistad y, claro, el honor. De eso tratan las letras de los tangos, por cierto. ¿Y sabe por qué gusta tanto? Porque está hecho con alma. Sale del alma del compositor, pasa por el alma del intérprete y va directo al alma de quien lo escucha. Directo, como un puñal o una bala. No sé si me entiende.

      En el silencio que sobrevino cada cual parecía estar formulándose su propia idea del tango. Nadie, sin embargo, se atrevía a agregar nada a las palabras de Gardel. Éste, que se sentía en la obligación de mantener alegre a su invitado, le preguntó de repente si no le gustaban las carreras de caballos. Al oír la frase, Capablanca se alegró sinceramente.

      – Yo soy un competidor nato, amigo Carlos – respondió enseguida – . Me gustan los retos y me gusta ganar.

      – En eso nos parecemos, pues. Pero no me ha respondido.

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