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enseguida aclaró que en el ambiente tanguero lo llamaban «El Pibe de la Fraternal», por el barrio de donde había salido. «El Pibe», pues, se alineaba a la izquierda de Nina Mederos, seguido por sus tres músicos, que cerraban el círculo de las personas sentadas a la mesa. Capablanca, que no quiso aceptar nada de comer, no tuvo otra salida que dejar que le sirvieran una copa de vino, del cual no pensaba probar más que algún que otro sorbito. Había quedado al lado de Marina, pero enfrente de Nina Mederos, y lo primero que hizo fue dirigirse a los músicos para felicitarlos por su interpretación. Y puesto a hablar del tango, dijo sentirse sorprendido por el modo en que había evolucionado la música porteña desde su última visita al país, hacía de aquello trece o catorce años, no podía precisarlo bien. Que él recordara, no había visto ni oído nada semejante a lo que veía ahora. Gardel agradeció sus palabras y explicó que, desde hacía unos años, el tango había entrado en una nueva etapa de desarrollo, cada vez más conocida con el nombre de «tango – canción». Y explicó que los tangos de antaño eran estilos y tonadas criollas. Y poco más. Apenas se cantaban, o bien tenían letras muy rudimentarias. A partir de una canción titulada Mi noche triste, escrito por el gran Pascual Contursi con una letra totalmente innovadora y que él había grabado hacía diez o doce años con Odeón, las cosas comenzaron a cambiar. En la actualidad nacían a diario infinidad de tangos de ese tipo, y muchos de ellos con excelente letra. Había un gran número de poetas – como el propio Contursi – que escribían versos y trabajaban con los músicos en la creación de estas nuevas canciones. Y había músicos puros – y señaló hacia Fresedo – , que llegaban con ímpetu, inyectándole savia fresca a la música de aquella tierra que todos ellos amaban tanto. En este punto metió baza Razzano. Acallando con su voz la de Gardel, proclamó ante Capablanca que la primera figura que estaba dándole lustre y renovando el tango, era, precisamente, aquel morocho que estaba sentado allí a su lado, el Che Carlitos, – sos muy modesto, vos – le echó en cara desde su silla – ; pero acordáte que ya no sos el chico del Abasto. Sos Carlos Gardel, el primer cantor de tangos – . Aquí intervino Fresedo, que dirigiéndose también a Capablanca tomó el relevo de Razzano: no es que él sea modesto, dijo, es que se está haciendo. El tango es él, y él es el tango; y él lo sabe bien. Luego, y aprovechando que había cogido la palabra, la usó para decir que conocía algo de música cubana, y que le gustaba mucho. La había descubierto hacía unos años, durante un viaje a los Estados Unidos. Y, sin dar tiempo a nadie a reaccionar, mencionó nombres que Capablanca nunca habría pensado oír por esos predios. No lo esperaba, sencillamente. Y menos aún si algunos de esos nombres era los del Sexteto Habanero o Abelardo Barroso. Y Fresedo no se detuvo ahí, sino que mencionó también al dúo de María Teresa Vera y Rafael Zequeira, de quienes dijo apreciar sobre todo un disco que había comprado en Nueva York y que traía una deliciosa rumba titulada, si mal no recordaba, Papá Montero o algo así. Capablanca no salía de su asombro. Realmente, aquélla era la música popular que se estaba tocando y grabando en Cuba por entonces, y de la que él mismo no estaba siempre al día. Por eso lo oía aquella noche estupefacto, superado por la sorpresa de saber que aquel argentino, alguien tan lejano al acontecer diario de su patria, conocía semejantes detalles del panorama musical cubano. Gardel también lo miraba asombrado, y de soslayo miraba a Capablanca, como si no pudiera creerse que su compatriota supiera de veras lo que hablaba y lo quisiera contrastar con alguien del país. Con una sonrisa, Capablanca asintió a la mirada inquisitoria del cantor. Pero el hombre siguió. Retomando la palabra, declaró con gran autoridad que, si aquella música incorporara un instrumento con la gama de voces del bandoneón, podría conquistar rápidamente Europa, como estaba ocurriendo con el tango. De todos modos, sentenció, estoy seguro que Cuba tendrá mucho que decir en el futuro musical del mundo. Capablanca estaba anonadado por lo que había oído sobre la música de su tierra, algo de lo que ni siquiera él sabía demasiado. Y aprovechando un respiro del músico, lo felicitó por ello. Sin embargo, lejos de tranquilizarlo, el asombro del cubano aguijoneó la elocuencia del argentino, que siguió hablando de música cubana, citando ahora a Manuel Corona, quien era, dijo, su compositor favorito entre los de la Isla. Y para avalarlo, finalizó su conferencia entonando allí mismo el estribillo de la Loma de Belén, un son que Capablanca sí conocía bien, ya que en uno de sus últimos viajes a Cuba había comprado el disco grabado por el Sexteto Habanero con aquel sabroso tema.

      Digerida la disertación de Fresnedo, Capablanca volvió a traer a colación el tema de la música local. Se reconoció amante del tango, y reveló sentirse muy feliz de que su viaje a Buenos Aires coincidiera con un período en el que el tango estaba presente por doquier. En el centro de la ciudad no había cuadra donde no existiera confitería, cine, salón o café que no difundiera el tango o la milonga. Y en todos ellos actuaban músicos y cantantes de valor.

      – A mí antes me gustaba la música típica de este país – dijo aún el cubano, sinceramente conmovido – ; ahora la amo. Yo tengo algunos discos en mi casa; pero cuando parta de regreso, pienso llevarme una maleta llena.

      Al oírlo hablar de esa manera, todos los reunidos alrededor de la mesa lo miraron sin esconder su agrado. Gardel levantó la mano con el índice apuntando hacia arriba.

      – Cuente con los míos. Le regalaré la colección completa.

      – Y con algunos míos – dijo Fresnedo desde el otro lado de la mesa.

      – Y con los míos también. Es decir, si los quisiera.

      La última en hablar había sido Nina Mederos, que apenas lo había hecho antes. Entonces Capablanca se fijó en ella y le sonrió.

      – No faltaba más. Por cierto, me ha gustado mucho su estilo de cantar.

      – Gracias – dijo halagada la cantante, sonriendo con la mirada a Capablanca y, de paso, examinando brevemente a Marina Lemm. Ésta, por su parte, también sonrió, en consonancia con el ambiente de alegría general que reinaba en la mesa.

      En este punto apareció un individuo con cara de dueño del café y se acercó a Gardel. Después de saludar calurosamente al cantor, se volvió hacia Capablanca y le tendió la mano. Luego saludó a Nina Mederos y a los demás. Finalmente, fue a sentarse entre los músicos del cuarteto e intercambió algunas palabras con Osvaldo Fresnedo. Bien pronto, éste y sus hombres se pusieron de pie y se dirigieron al estrado para continuar con su actuación.

      – Bueno, señor Capablanca – comenzó a decir Marina, en un tono mucho más comedido y respetuoso de lo que él hubiera esperado – , ¿por qué no nos cuenta algo de su experiencia profesional? Dicen que su récord de victorias es impresionante. Es casi imbatible.

      – ¡Qué va, amiga! En este mundo nadie es imbatible – se defendió él – . Esos son cuentos de camino y la mejor prueba fue la partida del debut. El nivel de los maestros internacionales es bastante parejo. Tienes un mal día y caes ante cualquier rival.

      Gardel movió la cabeza, como si espantara una idea desagradable.

      – Ya lo ha dicho usted: «un mal día». Pero aquí todos conocemos algún que otro detalle de su historia profesional y sabemos que casi nunca pierde. Y le aseguro que Buenos Aires pasará a la historia como el lugar en que el gran José Raúl Capablanca defendió y mantuvo el título de campeón mundial de ajedrez. ¿No piensan ustedes lo mismo? – terminó diciendo, dirigiéndose al resto de la concurrencia.

      Los aludidos estuvieron ruidosamente de acuerdo. Y entonces Razzano propuso un brindis por la victoria del campeón. Así lo hicieron, y luego casi todos los presentes dijeron alguna palabra de apoyo a Capablanca. Algunos de ellos se deshicieron incluso en halagos hacia el cubano. De repente todos sabían algo de ajedrez, todos estaban al día del campeonato y hasta conocían detalles de su partida contra Alekhine. Y todos estuvieron convencidos de que Capablanca retendría el título de campeón por muchos años. Por su parte, Guillermo Barbieri afirmó que sabía jugar bastante bien, y que asistía con frecuencia a un club para aficionados que había cerca de su casa. Le gustaría, si en algún momento el señor Capablanca disponía de tiempo, probar suerte con él. Éste le respondió que lo tendría en cuenta, sobre todo si se lo encontraba en alguna de las simultáneas que pensaba dar en Buenos Aires. De todos modos, dijo con una alegre sonrisa, le recomendaba

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