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todos modos, se sintió emocionado por algo que bien podía reflejar la repercusión que estaba teniendo en Buenos Aires la competición por el título de campeón mundial de ajedrez. Por lo pronto, ninguno de los allí presentes lo había reconocido, y esto le daba la posibilidad de entretenerse observando el juego de los contendientes. Como suele casi siempre ocurrir, entre los observadores había un individuo cuya conducta lo señalaba como el experto de la comunidad. Sobresalía además por llevarle un pie de estatura a sus compañeros de tertulia, y por el saco que llevaba puesto, un poco largo y deslucido. Pese a ello, de él se desprendía un cierto aire de superioridad. En aquel momento el hombre comentaba las últimas jugadas ejecutadas sobre el tablero. Hablaba en voz baja, aunque perfectamente audible en un metro a la redonda. Capablanca se acercó y lo estuvo oyendo unos instantes. El tipo mezclaba ideas sensatas con disparates que daban ganas de reír. De todos modos, Capablanca se cuidó muy bien de expresar cualquier sentimiento que pudiera ser interpretado como una aprobación o censura suya ante los comentarios del sujeto.

      Entonces desvió la vista a un lado y vio que en otra mesa, en el extremo opuesto del salón, jugaban también al ajedrez. Vaya, se dijo, mientras regresaba a su puesto junto a la barra, esto es casi un club. Mientras se sentaba de nuevo en su banqueta, descubrió que el hombre que había tenido por acompañante de la mujer de la derecha se había marchado, y que ahora la dama se volvía hacia él. Hola, dijo ella, al verlo aparecer. Capablanca respondió al saludo y la sonrisa de la desconocida. Entonces la observó mejor. Parecía hija, o a lo sumo nieta, de inmigrantes de algún país de Europa del este. En cualquier caso, algo en ella le recordaba a las muchachas que había conocido en Rusia. Eran los ojos, los mismos ojos de gacela que Martí había descrito al ver los cuadros de algún pintor de ese país. Tenía el pelo claro, y lo llevaba peinado a la moda. Era, además, dueña de un rostro armónico y de un cuerpo esbelto y bien formado. ¿Le gusta el ajedrez?, preguntó la mujer, que había resistido en calma el escrutinio. Sí, un poco, sonrió Capablanca. Ella dejó ver un breve mohín de burla. Sí, ya vi que antes de mirar a nadie, se fue a ver jugar a aquellos zánganos. Claro, dijo él, como usted estaba tan entretenida con el caballero de al lado… Ella volvió a sonreír. Usted no es de aquí, aventuró. Pues no, dijo Capablanca, pero me parece que va a costarle trabajo adivinar de dónde… ¿A mí?, dijo la desconocida, y su fina mano se introdujo en la cartera y sacó una cajetilla de cigarros; enseguida cogió uno para sí y mostró el resto a Capablanca, que declinó la invitación. La mujer encendió y, tras exhalar el humo por sobre la barra, se volvió de nuevo y dijo, sin más prolegómenos: Si le dijera que sé quién es, ¿me lo creería? No creo que hable en serio, replicó él, ciertamente confundido por la posibilidad. Ella sonrió enigmática. ¿Sí? Pues dígame una cosa, ¿no es usted cubano? Capablanca comenzó a inquietarse, aunque, no obstante, movió la cabeza en un gesto de afirmación. ¿Ve cómo puedo adivinar algunas cosas?, dijo la muchacha, que parecía estar pasándosela en grande con la confusión de su interlocutor. Podría decirle incluso a qué se dedica. Él se sorprendió más aún, pero ella, aferrada a su juego, no parecía dispuesta a dejar de incordiar, al ajedrez, amigo mío, usted se dedica al ajedrez; ¿o no? En este punto, Capablanca se dijo para sí que aquello no era del todo ilógico. Había entrado al café y casi al instante se había ido a ver el juego que disputaban dos extraños en un rincón de la sala, lo cual lo delataba como alguien cercano al mundo del ajedrez. Por otra parte, lo del acento cubano tampoco era tan difícil de adivinar. Aunque en Buenos Aires no vivían seguramente tantos cubanos, no era descabellado suponer que los marineros que habían traído la habanera hasta el Río de la Plata se dejaran caer por los bares y cantinas de la ciudad. Y como aquella argentina se le parecía cada vez más a una de esas mujeres que en cualquier plaza portuaria atienden siempre a las delegaciones de ultramar… No, amigo, no; ése no es el camino, sonó alto en sus oídos la voz de la muchacha. ¿Cómo…? Sí, sé lo que está pensando, y se equivoca. Es más, para que no me interprete mal, voy a decirle que yo también soy, de cierto modo, una aficionada al ajedrez. Por eso lo conozco bien, señor Capablanca, José Raúl Capablanca y Graupera, ¿no era ése su segundo apellido? Capablanca recibió aquella declaración como si hubiera sido la caída de un trueno. Miró de frente, seriamente, a la muchacha, y vio que ella se estaba divirtiendo lo suyo. Veo que disfruta mucho con su propio chiste, le dijo, sin poder evitar el tono sarcástico. Puede ser, concedió ella, pero eso es para que vea que siempre se puede aprender algo, y no sólo en ajedrez. Bueno, disculpe, dijo él, de vuelta ya hacia el dominio de sus emociones, de verdad que no he querido ofenderla en nada… No, lo interrumpió ella, si no lo ha hecho. Yo lo único que quería decirle es que, cuando se sentó a mi lado, lo reconocí inmediatamente. Si pensaba que podía pasearse de incógnito por Buenos Aires, debo decirle que no siempre podrá hacerlo. Yo, por ejemplo, estuve ayer en el Club Argentino de Ajedrez… entre el público, naturalmente. Por eso no me extrañó cuando lo vi salir como una bala para allá – y señaló la mesa donde jugaban al ajedrez. Entonces la muchacha extendió su mano a la altura de su pecho, Marina Lemm, para servirle, porteña de buena familia, que se sepa, y aficionada a los grandes maestros de ajedrez. Al oírla hablar de aquel modo, Capablanca sintió cierta confusión, y ella se apresuró a sonreír. Era una broma, hombre, ¿o es que los cubanos no tienen sentido del humor? Sí, claro, dijo él, estrechando la mano de la mujer, mucho gusto. ¿Y el señor…? Fue al baño, explicó ella, pero regresa enseguida. Es mi marido. ¡Ah!, dijo Capablanca, y la muchacha continuó: No se preocupe, no pasa nada. Y algo muy importante: quisiera expresarle mi admiración y brindarle todo mi apoyo, aunque no lo va a necesitar; sé que ganará las partidas restantes. Gracias, pero ¿de verdad es aficionada al ajedrez? Un poco, dijo Marina, bueno, un poco menos que poco. En realidad soy periodista; trabajo en una revista de la ciudad. Y usted, claro, es un personaje famoso que nos visita en el marco de un evento muy importante para Buenos Aires. En fin, que el colega que debía escribir sobre esto se puso enfermo de repente y me encomendaran a mí cubrir la inauguración. Escribí la nota, que tampoco se recrea demasiado en los detalles del juego, y creo que ahí termina mi participación. La próxima vez será mi compañero quien se encargará de ustedes. ¡Qué interesante!, dijo Capablanca, sinceramente sorprendido por la coincidencia.

      – Buenas noches – dijeron de repente a sus espaldas – . La mujer se volvió sonriente, y Capablanca vio, de pie a su lado, al hombre que la había acompañado antes en aquel sitio, es decir, al marido.

      – Buenas noches – respondió, sonriendo también.

      Entonces pensó que la muchacha haría las presentaciones pertinentes; pero ella, en lugar de hacerlo, retomó la charla con el marido, que se había vuelto a encaramar en la banqueta y libaba de nuevo de su vaso. Contrariamente a lo que Capablanca esperaba, la mujer no habló casi nada más con él. Sólo de vez en cuando se volvía y le guiñaba un ojo o le dedicaba una media sonrisa. Así las cosas, estuvo un buen rato tratando inútilmente de desentrañar el misterio que rodeaba a la muchacha. De repente, los integrantes de la pareja se pusieron de pie y, despidiéndose ambos con un «buenas noches», se alejaron en dirección a la puerta. Bueno, mejor así, se dijo Capablanca, al diablo. Sin embargo, aún no había salido de su perplejidad, cuando la vio detenerse junto a la puerta de salida y dedicarle una fugaz mirada. Y enseguida, tras susurrar algo al oído del marido, se encaminó hacia el sitio donde había estado sentada. Entretanto, el hombre había salido del café. Al llegar junto a Capablanca, la mujer mostró una nueva sonrisa, esta vez sí esplendorosa, y dijo:

      – ¿Pensaba que iba a dejarlo así no más, plantado? Pues no. Me gustaría volver a verlo. Mire – y extendiéndole una pequeña tarjeta, agregó – . Es el número de mi teléfono. Llámeme si puede, mejor durante el día. Adiós, señor Capablanca.

      – Adiós, Marina – respondió él, aún sin dar crédito a la extraña aventura que había acabado de vivir. ¿O no sería mejor decir: que acababa de empezar a vivir?

      CAPÍTULO 4

      La mañana siguiente Capablanca se levantó cerca del mediodía y, tras tomar una ducha fría y afeitarse cuidadosamente, se puso un traje fresco y bajó a desayunar a la cafetería del hotel. Luego pasó por la recepción para enviar un telegrama a Cuba. Quería dar a su mujer la dirección y demás datos de su hospedaje y decirle que se encontraba

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