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grado al deprimente suplicio de intentar alcanzar la mejor condición física. ¡Cuántos meses había trabajado con denuedo en Deer Lake! Hasta comía pescado por la artritis y evitaba la carne. Las manos se le curaron. Podía volver a pegar duro. Pero su energía había menguado. Tras aquella larga temporada de entrenamientos, ¡su energía seguía menguando! Algo de las cósmicas leyes de la violencia debe ser carnal y le ordena a uno comer carne. Desistió de comer pescado, volvió a alimentarse con carne de animales, comió postres y volvió a recuperar el nivel de azúcar en la sangre. Tal vez ya estuviera dispuesto finalmente a hacer frente al combate que pondría a prueba la lógica de toda su vida. Ahora el aplazamiento debió antojársele algo así como una amputación. ¡Menudo peligro! Todas las células de su cuerpo estaban dispuestas a amotinarse.

      Sin embargo, aquella mañana, 48 horas más tarde, se mostró filosófico:

      —Una auténtica decepción —dijo—, una auténtica decepción. Pero Alá me ha revelado que debo considerarlo una lección particular de decepción. Es mi oportunidad de aprender a transformar la peor de las decepciones en la mayor de las fuerzas. Porque la semilla del triunfo puede encerrarse en la miseria de la decepción. Alá me ha concedido poder considerar este aplazamiento como una bendición. La mayor sorpresa —añadió extendiendo un dedo— siempre se encuentra en el propio corazón.

      Solo Alí podía pronunciar aquel discurso a las nueve de la mañana e inducirle a uno a creer que él se lo creía.

      —A pesar de todo —añadió Alí—, es duro. Estoy cansado de entrenar. Siento deseos de comerme todos los dulces de manzana y toda la crema azucarada que me apetezca.

      Después —¿sería acaso porque habían permanecido de pie escuchando todo el discurso?— el entrevistador fue oficialmente presentado a los acompañantes negros de Alí como «un gran escritor. No’min es un sabio», dijo Alí. Grave obstáculo para la entrevista. Porque, tras semejante presentación, ¿cómo podría Alí no desear leer sus poemas? Y, a su vez, es posible que el sabio desee ser valiente pero que, obligado a enfrentarse con tales versos, se adhiera al culto de la cobardía. ¡Cómo esquiva No’min el deseo de Alí de que someta a crítica sus poemas! Mientras Alí recita, se derrumban todos los principios literarios… Lo cual es análogo, en pecado estético, a aplaudir el urbanismo de Nsele.

      Una vez más, sin embargo, la poesía no es un simple ripio, sino que deriva de las misteriosas fuentes de Alí. En cosa de unas cien páginas, cada una de ellas ocupada por la gran caligrafía de Alí, de tal forma que no contiene más de cincuenta palabras, Alí se refiere al corazón. Se trata de un curioso poema. Una vez más, resulta difícil averiguar qué proporción del lenguaje le pertenece, pero es ciertamente un poema acerca de la naturaleza del corazón. Lo recita como un sermón, y Alí se parece a un inteligente muchacho de trece años, admirado por su capacidad de permanecer en el altar y hablar como un adulto. El poema explora las categorías del corazón. Está el corazón de hierro, que hay que acercar al fuego para poder introducir en él algún cambio, y el corazón de oro, que refleja la gloria del sol. Mientras la atención de uno empieza a disminuir, uno escucha de pasada los comentarios relativos a los corazones de plata y cobre y piedra y al corazón de cera del cobarde, que se derrite ante el calor (si bien una intención superior puede conferirle cualquier tipo de forma útil). Después Alí se refiere al «corazón de papel, que vuela como una cometa al viento. Se puede dirigir al corazón de papel siempre y cuando la cuerda sea lo suficientemente fuerte como para sujetarlo. Pero, cuando no hay viento, se cae».

      Se ensaya una variación. Se da a entender que Alí debe poseer un corazón de hierro. Alí se muestra sorprendido porque se ve a sí mismo con un corazón de oro. A la lectura sigue después el silencio.

      —Son unos sermones muy bonitos —dice Norman—. Cuando emprenda la carrera de pastor, serán muy adecuados para lo que vaya a hacer.

      Sus intestinos le castigan inmediatamente por su hipocresía. Además, esta ausencia de comentario directo no contribuye a mejorar el estado de ánimo de Alí. Está resultando una mañana desenfocada. Puesto que más tarde no va a haber entrenamiento, Alí se muestra inquieto.

      —Tal vez me entrene un poco —dice—. A esta gente de África le gusta verme y el aplazamiento los ha desalentado. Tal vez se tranquilicen un poco si ven que me sigo entrenando.

      —¿Se quedará aquí hasta el día de la pelea?

      —No tengo la menor intención de moverme. Mi sitio está aquí, con mi pueblo.

      Habían corrido rumores en el sentido de que ni a Alí ni a Foreman se les iba a permitir abandonar el Zaire. Lo cierto era, de todos modos, que la villa de Foreman se hallaba custodiada por soldados. En la hora que siguió al corte sufrido por el campeón, el hombre de Mobutu en Nsele, Bula Mandungu, procuró que no se divulgara la noticia, pero descubrió que esta ya se había transmitido a Norteamérica a través del único teletipo que sus colaboradores habían negligentemente olvidado destruir. Bula, en cuyos ojillos brillaba la no agradable bienvenida del hombre que ha llevado una pistolera al cinto durante veinte años, reprendió ahora a la prensa:

      —No deben publicarlo —dijo—. Sería erróneamente interpretado en su país. Les aconsejo que se olviden de esta historia. El corte no es nada. Vayan a nadar un poco. Seguramente Foreman podrá retomar el entrenamiento mañana —opinó Bula, que había vivido tres años en la Alemania Oriental y cuatro en Moscú, circunstancias a las que tal vez cupiera atribuir el estilo de sus palabras—. Los norteamericanos son unos histéricos —concluyó—. Siempre dramatizan las cosas.

      Un valiente funcionario del Departamento de Estado les prestó ahora su automóvil negro de la embajada norteamericana a unos cuantos periodistas con el fin de que estos pudieran trasladarse a la villa de Foreman, a seis kilómetros. Pero, cuando llegaron, no se les permitió descender del vehículo. Desde el porche, el entrenador de Foreman, Dick Sadler, les hacía señas con la mano indicándoles que subieran, pero el funcionario de seguridad que había mandado detener el automóvil dijo rápidamente:

      —Están ustedes molestando al campeón.

      —No es cierto. ¿Acaso no ve usted que el entrenador nos está haciendo señas para que nos acerquemos? —dijo John Vinocur, de la Associated Press.

      —Me están molestando a —dijo el funcionario de seguridad llamando a los guardias, que se acercaron inmediatamente con sus metralletas Uzi, producto de un viejo devaneo con los israelíes. Dado que Mobutu es también conocido por su pagoda chino-nacionalista y chino-comunista, por sus residencias privadas en Bélgica, París y Lausana, por sus bancos suizos, por su actual flirteo con los árabes y por los extraordinarios buenos oficios de la CIA en Kinshasa, que habían desencadenado, según se decía, el golpe que lo había elevado al poder, justo era considerar al presidente del Zaire como un ecléctico. (La verdad: ¡era el colmo del eclecticismo!) Los periodistas rindieron tributo a semejante virtuosismo alejándose con el automóvil oficial norteamericano y su bandera norteamericana de las Uzis israelíes que empuñaban las negras manos de los guardias de seguridad de Mobutu. Ahora, en las mesas de la prensa, se comentaba jocosamente que los Marines tendrían que invadir el Congo para liberar a Alí.

      Sin embargo, el tiempo transcurría sin incidencias en la habitación amueblada al estilo High Schlock. La gente entraba y salía de la villa. Alí tomaba asiento en uno de las sillas tapizadas de pana verde y concedía una entrevista tras otra. Analizaba el corte de Foreman y el efecto que en este produciría. «Jamás había sufrido ningún corte. Creía que era invencible. Eso le habrá perjudicado.» Al finalizar su análisis, Alí concedió una entrevista a un reportero africano y se refirió a su intención de recorrer todo el país del Zaire después de la pelea. Habló luego de su amor hacia los zaireños. «Es un pueblo dulce y trabajador, humilde y bueno.»

      Había llegado la hora de partir. Si pretendía uno no perder el avión, había llegado la hora de despedirse de Alí. Se sentó a su lado, esperó un minuto y pronunció unas cuantas palabras de despedida. La idea de la partida de alguien fue tal vez la causa de su inesperada respuesta. Lo cierto es que Alí murmuró con toda claridad:

      —Tengo que largarme

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