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¿Creen que eso me va a preocupar a ? —preguntó lanzando en dirección al entrevistador golpes con la izquierda y con la derecha, que por escasos cinco centímetros no le llegaban a la retina—. Esta va a ser la mayor derrota de toda la historia del boxeo. —Al final, Alí se había animado—. Le gano en alcance por cuatro centímetros. Y eso es mucho. Un centímetro y medio ya puede considerarse una ventaja. Pero cuatro centímetros es mucho. Mucho.

      De sobra era sabido que un campo de entrenamiento se propone el objetivo de manufacturar un producto: el ego de un púgil. En el campo de Muhammad, sin embargo, no se encargaban de la manufactura ni el ausente representante ni los entrenadores ni los sparrings y ciertamente tampoco la sombría atmósfera que en él se respiraba. No, de todo el trabajo se encargaba el propio Alí. Él era el producto de su propia materia prima. Tal y como él planteaba el asunto, Foreman no tenía ninguna posibilidad. No obstante, perduraba el recuerdo del aniquilamiento de Ken Norton en dos asaltos por parte de Foreman. Aquella noche, hablando junto al ring poco después de finalizada la pelea, Alí lo había dicho con voz estridente. Al empezar a hablar con los entrevistadores de televisión, su primera observación —nada característica de Alí— fue: «Foreman puede pegar más fuerte que yo.» Si Alí se había disculpado consigo mismo por sus dos largos combates nulos con Norton, tales disculpas se habían borrado de su ego. Aquella noche en Caracas, directamente ante sus ojos, había visto a un asesino. Foreman se había mostrado en el cuadrilátero perverso como pocos. En el segundo asalto, mientras Norton empezaba a desplomarse por segunda vez, Foreman le alcanzó de lleno cinco veces con la misma rapidez instantánea con la que un león ataca a su presa. Tal vez Foreman no supiera pegar, pero sabía ejecutar. Aquel instante debió de remover las entrañas de Alí.

      Como es lógico, un gran boxeador no puede experimentar la misma inquietud que otros hombres. No puede pararse a pensar en el daño que tal vez le inflija otro boxeador. Porque en tal caso su imaginación no lo haría más creativo, sino menos… Al fin y al cabo, tiene a su disposición toda la inquietud que desee. Allí en Deer Lake la orden era la de enterrar cualquier temor; en su lugar, Alí se dedicaba a aspirar una perniciosa confianza en sí mismo, monótona en extremo. Una vez más, su encanto se perdió en la declamación de su propio valor y de la ineptitud de su adversario. No obstante, la alquimia daba resultado. En cierto modo, la inquietud enterrada se transformaba en ego. Diariamente acudían los entrevistadores y diariamente era informado del 21/2 a 1 de las apuestas y sometía a sus informadores al mismo discurso, leía los mismos poemas, se levantaba y les lanzaba golpes a cinco centímetros de la cara. Si los reporteros traían consigo magnetófonos en los que grabar sus palabras, podían acabar disponiendo de la misma entrevista, palabra por palabra, aunque sus visitas hubieran estado separadas por una semana de distancia. Toda una horrenda pesadilla —el exterminio de Norton por parte de Foreman— se convertía, periodista por periodista, poema por poema, mismo análisis tras mismo análisis —«¡Tiene un golpe agresivo pero no sabe pegar!»—, en la restauración del ego de Alí. El canguelo del terror estaba siendo emparedado tras ladrillos psíquicos. ¡Qué muro de ego no habrá erigido Alí a lo largo de los años!

      Antes de partir se efectúa un recorrido informal por el campo de entrenamiento. Deer Lake ya es famoso en los medios de comunicación por sus reproducciones de cabañas de esclavos en lo alto de la colina de Alí y por las grandes rocas en las que aparecen pintados los nombres de sus contrincantes. El nombre de Liston figura en la primera roca que se encuentra al enfilar la carretera de acceso. Cada regreso al campo tiene que recordarle a Alí estas rocas. Hubo un tiempo en que aquellos nombres eran púgiles que provocaban el pánico en medio del sueño y un escalofrío al despertar. Ahora no son más que nombres, y las cabañas constituyen un deleite para la vista, sobre todo la cabaña de Alí. Sus maderas presentan el oscuro tinte del viejo puente de ferrocarril del que proceden; su interior, para agradable sorpresa, se asemeja mucho al de una modesta cabaña de esclavos. El mobiliario es sencillo pero auténticamente antiguo. El agua se obtiene mediante una bomba de mano. La más lógica moradora de la cabaña de Alí sería una anciana con los modales propios de una reseca y honrada vida. Hasta la cama de cuatro pilares, con su colcha de labor de retazos, parece más adecuada para el tamaño de la anciana que para el de Alí. Fuera de la cabaña, sin embargo, el residuo filosófico de esta anciana queda obliterado por el estacionamiento cubierto. Es más espacioso que una cancha de baloncesto, y todos los edificios, grandes y pequeños, lindan con él. ¡Cuánta parte de Alí se respira aquí! El sutil gusto del Príncipe del Cielo, venido para conducir a su pueblo, entra en colisión con los estridentes rugidos del paraíso de los medios de comunicación de Muhammad, en el que el único firmamento es el asfalto y las estrellas despiden destellos en medio de las perturbaciones eléctricas.

      2. ¡Qué bajón!

      Observen ustedes el gusto de otro negro: son los dominios presidenciales del presidente Mobutu en Nsele, a orillas del río Congo, un recinto en cuyo interior se levantan varios edificios revestidos de blanco estuco, con calles que se extienden a lo largo y a lo ancho de quinientas hectáreas de terreno. En algún oculto lugar del mismo se encuentra un parque zoológico, así como una piscina olímpica. Hay una gran pagoda a la entrada, que empezó a construirse como regalo de los chinos nacionalistas y se terminó como regalo de los chinos comunistas. Nos encontramos en unos curiosos dominios: ¡Nsele! Se extienden desde la autopista hasta el Congo sobre campos de cultivo, a tres kilómetros hasta el Congo, ahora llamado el Zaire, enorme río que aquí resulta decepcionante dado que sus aguas son cenagosas y están congestionadas a causa de los arracimamientos de jacintos desprendidos de las riberas que flotan como reses muertas sobre la superficie, tan poco románticos como zurullos. Una embarcación fluvial de tres puentes, híbrido de yate y vapor de ruedas, se halla amarrada al muelle. La embarcación se llama Président Mobutu. A su lado y con una apariencia muy similar se encuentra un buque-hospital. Se llama Mama Mobutu. No es de extrañar. Los carteles que anuncian el combate dicen: «Un cadeau du Président Mobutu au peuple Zairois (un regalo del presidente Mobutu al pueblo zaireño) et un honneur pour l’homme noir» (y un honor para el hombre negro). Al igual que una serpiente enroscada a una vara, el nombre de Mobutu se entrelaza en el Zaire con el ideal revolucionario. «Una pelea entre dos negros en una nación negra, organizada por negros y presenciada por todo el mundo; eso es una victoria para el mobutismo.» Así reza uno de los letreros gubernamentales verdes y amarillos en la autopista que enlaza Nsele con la capital, Kinshasa. Un variado surtido de dichos letreros escritos en inglés y francés proporcionan al automovilista un curso acelerado de mobutismo. «Queremos ser libres. No queremos que se obstaculice nuestro avance hacia el progreso; aunque tengamos que abrirnos camino a través de la roca, nos lo abriremos a través de la roca.» Es mejor que los anuncios de la loción para el afeitado Burma Shave y sin duda un noble sentimiento para con la vegetación del Congo, pero el entrevistador está pensando que, tras haber realizado un viaje tan largo, ha llegado a un lugar sin demasiado encanto. Y, además, el entrevistador presenta un color verdoso. Ha contraído cierta afección viral en El Cairo antes de trasladarse al Zaire y solo lleva en este país tres desdichados días. Incluso emprenderá viaje a Nueva York esta misma tarde. La pelea ha sido aplazada. Foreman ha sufrido un corte durante los entrenamientos. Dado que la lesión está localizada justo sobre el ojo, el aplazamiento —aunque no pueda saberse con certeza— no podrá ser inferior a un mes. El día en que tomó tierra en el Zaire fue el día en que se enteró de la noticia. ¡Qué bajón! Como es lógico, habían hecho caso omiso de su reserva de habitación. No hay nada comparable a no encontrar una cama cuando se llega al amanecer a una capital africana. Perdió buena parte de la mañana antes de que le asignaran una habitación en el Memling, famoso por su historia revolucionaria. Hace una década, los corresponsales se albergaban en sus plantas superiores mientras los protagonistas eran ejecutados en el vestíbulo. La sangre había corrido por el suelo del vestíbulo. Pero ahora el Memling había vuelto a ser el mismo de siempre, un hotel mediocre de una ciudad tropical. El famoso suelo del vestíbulo igualaba más o menos en limpieza y buena impresión al suelo de la estación de autobuses Greyhound de Easton, Pennsylvania, y los nativos del mostrador hablaban el francés como hombres con laringes artificiales. A pesar de lo cual los aires de superioridad que mostraban hacia los extranjeros eran propios de parisienses. ¡Qué orgullo exhibían ante la incapacidad de comprender el acento de uno! ¡Menudo vestíbulo

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