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tarde en Deer Lake parecía que estuviera aprendiendo muy poca cosa. Era alcanzado por golpes estúpidos que daban la impresión de pillarlo por sorpresa. No estaba lánguido, sino perezoso. Parecía aburrido. Ponía de manifiesto, al trabajar, todo el sombrío entusiasmo del marido que se obliga a sí mismo a hacerle el amor a su mujer en medio de la más densa indiferencia carnal.

      El primer sparring, Larry Holmes, un joven negro de tez clara con una marca profesional de nueve combates ganados y ninguno perdido, boxeó agresivamente por espacio de tres asaltos, alcanzando a Alí con mucha mayor frecuencia que este a él, lo cual no hubiera sido nada insólito —había veces en que Alí no lanzaba ni un solo golpe en todo un asalto—, pero aquella tarde parecía que Alí no supiera cómo utilizar a Holmes. Alí presentaba la misma expresión de enojo que solía observarse en Ray Sugar Robinson hacia el final de su carrera cuando le alcanzaban en la nariz; una mueca de desprecio hacia el oficio, como si a uno pudieran estropearle la jeta si no se andaba con cuidado. La tarde era calurosa y el gimnasio resultaba asfixiante. Estaba lleno de turistas —más de cien— que habían pagado un dólar para poder entrar… y se respiraba una especie como de apatía de finales de verano. De vez en cuando, Alí castigaba a Holmes por su atrevimiento, pero Holmes no estaba dispuesto a que se le aleccionara sin presentar batalla. Repelía los ataques con todo el entusiasmo de un joven profesional que ve abrirse ante él el futuro más grande. Como es lógico, Alí hubiera podido darle una lección, pero peleaba sumido en un denso mal humor. Parte de la fuerza de Alí en el cuadrilátero estribaba en la fidelidad a su estado de ánimo. Aunque, hablando con la prensa, se le escapara de vez en cuando un tono de voz desabrido o histérico con la misma facilidad con que otros hombres encienden un cigarrillo, en el ring jamás se mostraba frenético, por lo menos desde su pelea con Liston en Miami en 1964, en la que había ganado el campeonato de los pesos pesados. No, de la misma forma que Marlon Brando parecía encarnar un papel como si fuera una extensión natural de su estado de ánimo, de esta misma forma boxeaba Alí. Cuando estaba malhumorado, aparecía como sumido en un letargo y boxeaba como mostrando su desagrado por la pesadez de aquel trabajo. A menudo se entrenaba toda una tarde con este espíritu. La diferencia estribaba en que hoy estaba recibiendo golpes inesperados…, lo cual constituía para Alí el fin del mundo. Molesto, castigaba a Holmes apresándole la cabeza con el brazo. A lo largo de los años, Alí se había convertido en uno de los mejores púgiles del cuadrilátero. Si se hubiesen introducido en el boxeo llaves de karate, Alí hubiera sido también el mejor. Su credo era el de que nada del boxeo tenía que serle ajeno. Ahora, sin embargo, semejante virtuosismo se reducía a luchar con Holmes cuerpo a cuerpo. Cuando se separaban, Holmes lanzaba un nuevo ataque. A los tres asaltos, Alí empezó a propinarle golpes y Holmes se los devolvió.

      El siguiente sparring de Alí, Eddie «Bossman» Jones, un peso semipesado, era como una oscura versión recortada de George Foreman. No debía de medir más de un metro setenta y cinco de estatura y Alí lo utilizaba como un compañero de juegos. Sintiéndose con Jones (un boxeador parecido por su estilo a otros boxeadores que quedaban como paralizados y solían retroceder) absolutamente a sus anchas, Alí permanecía apoyado contra las cuerdas y encajaba los golpes de Bossman cuando le parecía bien y los bloqueaba cuando no. A juzgar por su comportamiento, Alí hubiera podido ser el inspector de una línea de montaje que aceptara y rechazara el producto. «Esta pieza pasa, esta no.» En la medida en que el boxeo es carnalidad, carne contra carne, Alí era un maestro a la hora de encajar y sabía extraer todo el jugo estético de los golpes que bloqueaba o esquivaba, más todo el libidinoso jugo de Bossman Jones aporreándole el estómago. Durante todo el asalto, Bossman se dedicó a machacar a Alí, y Alí siguió encerrado en sí mismo. En el segundo de sus dos asaltos, Alí se apartó de las cuerdas durante los dos últimos minutos y empezó, por primera vez en toda la tarde, a soltar golpes. Exhibió entonces todo su arsenal de golpes de maestro, golpes con el puño cerrado, golpes con el puño abierto, golpes con el puño girado a la derecha, golpes con el puño girado a la izquierda y después toda una serie de ataques de tanteo en forma de jabs, uppercuts y ganchos certeros en posición erguida, con gran rapidez en ambos puños. A cada golpe, el guante hacía algo distinto, como si el puño y la muñeca que albergaba en su interior también estuvieran hablando.

      Bundini, el entrenador de Alí, empezó ahora a animarse y a gritar desde el rincón. «¡Dale, dale, dale!», gritaba alegremente. Pero Alí no lanzaba ningún golpe fuerte; más bien aporreaba a Bossman Jones como con un pimentero, ¡ting, ting, bing, bap, bing, ting, bap!, y la cabeza de Bossman oscilaba hacia adelante y hacia atrás como una «pera» de entrenamiento. «¡Dale, dale, no pares!» Había algo de obsceno en la contemplación del espectáculo, como si la cabeza de aquel hombre se encontrara en la rueda de un alfarero y estuviera siendo moldeada en forma de «pera» o punching-ball. Aunque no había sido golpeado con fuerza, Jones (un tanto a favor del teorema de D’Amato) se tambaleaba cuando finalizó el asalto. Había sido bueno para el patrón. El rostro de Jones daba a entender bien a las claras que miles de golpes habían rebotado en su persona; poseía aquel brillo celestial del rudo trabajador cuya inteligencia ha ido mermando golpe a golpe.

      Los últimos tres asaltos se disputaron con Roy Williams, presentado al público como el campeón de los pesos pesados de Pennsylvania. Poseía la misma envergadura que Alí y era un amable negro de aspecto adormilado que boxeaba con tanto respeto hacia su patrón que parecía como si su mayor preocupación fuera el terror de estropear el carisma de Alí. Williams daba zarpazos al aire y Alí se dedicaba a luchar con él desde todos los ángulos. Parecía que ahora se concentrara más en luchar que en boxear, como si experimentara curiosidad por poner a prueba sus brazos contra la fuerza de Williams. Transcurrieron tres lentos asaltos con la cabeza del campeón de los pesos pesados de Pennsylvania apresada en el hueco del bíceps de Alí. Parecía la fase terminal de una pelea callejera en la que ya no queda más que respiración jadeante.

      Alí llevaba boxeando ocho asaltos, cinco de los cuales habían sido muy fáciles, demasiado fáciles para que pusiera de manifiesto tanto cansancio… El tono verdoso de su piel era indicio de un hígado en no muy buenas condiciones. Los turistas, una multitud integrada principalmente por obreros blancos del sector textil enfundados en floreadas camisas deportivas y salpicada aquí y allá por alguna que otra barba o melena, se mostraban más bien apáticos. Era necesario estar familiarizado con los métodos de Alí para tener alguna remota idea de lo que podía significar aquel entrenamiento. Hacia la mitad del último asalto empezó a escucharse de nuevo la voz de Bundini. Muy conocido entre los lectores de las páginas deportivas (por ser el inventor del «Flota como una mariposa y aguijonea como una abeja»), poseía en días normales una personalidad mucho más intensa por centímetro cúbico que el propio Alí y ahora estaba gritando con una voz que todos los espectadores iban a recordar, porque no es que fuera únicamente ronca o imprecatoria, sino que sugería, además, una capacidad de atravesar cualquier barrera atmosférica. Bundini estaba evocando a los espíritus. «¡Azótalo como una serpiente! ¡Pínchale! ¡Pínchale duro!», bramaba echando la cabeza hacia atrás y alanceando ogros ectoplasmáticos con sus ojos en blanco. Alí no reaccionaba. Él y Roy Williams seguían abrazándose, luchando y aporreándose de vez en cuando. Sin arte. Simplemente los pesados conatos de unos luchadores excesivamente cansados, tan parecidos al lento arrastrarse de los trabajadores de una empresa de mudanzas excesivamente cansados: «Dale —gritaba Bundini—, dale fuerte.» Los segundos iban transcurriendo despacio. Bundini aspiraba a una buena paliza, aspiraba a ella por aquello de la moral, para que Alí se quedara con la conciencia tranquila aquella noche, para que se confirmara la buena costumbre, para que se acabara de una vez aquel maldito mal humor, si no por otra cosa. «¡Dale fuerte! ¡Pínchale! Anda, nene. ¡Remata el espectáculo, rematemos el espectáculo! Atízale. ¡Acaba con él! ¡Acaba con él! ¡Acaba con él!», siguió vociferando Bundini hasta los últimos segundos de aquel octavo y último asalto, mientras Alí y Williams llegaban muy despacio al término de su jornada. Nada extraordinario. Ninguna paliza. El gong. No había sido un entrenamiento demasiado afortunado. Alí estaba agriado y congestionado.

      No se le vio tampoco muy contento que digamos una hora más tarde, cuando se dispuso a hacer frente a las entrevistas. Repantigado en un sillón de los vestuarios, se observaban en él trazas evidentes del esfuerzo realizado y daba la impresión de ser lerdo y, por una vez, hasta poco inteligente;

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