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conjunto que se había convertido en el atuendo oficial burocrático revolucionario. Dado que algunos de dichos funcionarios hasta hablaban inglés (con acentos más torturados que el de los japoneses, catapultando las palabras desde el estómago, al tiempo que los ojos parecían salírseles de las órbitas), la irritación coloreaba todos los diálogos. La opinión de la prensa era que los zaireños debían ser el pueblo más mal educado de todo África. Las relaciones entre los zaireños y los blancos visitantes se convertían rápidamente en mutuo aborrecimiento. Para obtener lo que uno deseaba —tanto si se trataba de una bebida como de una habitación o de un billete de avión—, era obligado el tono autoritario propio de un belga. Si, por ejemplo, colgabas el teléfono tras haberte pasado veinte minutos esperando respuesta, podías estar seguro de que el telefonista te llamaría a su vez para pegarte un rapapolvo por haberle molestado. Tenía uno que adoptar la actitud de un cultivateur de Belgique que les cantara las cuarenta a los braceros de las plantaciones. «La connection était im… par… faite!» Los modales se habían vuelto tan malos que los negros norteamericanos increpaban a los negros africanos. ¡Menudo país de viejos y nuevos embrollos!

      Peor todavía. Encontrarse en el Congo por vez primera y saber que su nombre había cambiado. Esta contribución a la anomía resultaba más debilitante que el canibalismo. ¡Llegar al borde del «Corazón de las tinieblas», allí en la vieja capital del horror de Joseph Conrad, esta Kinshasa, la antigua y malvada Leopoldville, centro de la trata de esclavos y del comercio del marfil, y verlo a través de los ojos biliosos de un torturado intestino! ¿Formaría parte del genio de Hemingway el hecho de que este viajara con las tripas sanas? ¿Quién habría deseado jamás con mayor vehemencia encontrarse de regreso en Nueva York? Si había algún hechizo en Kinshasa, ¿dónde buscarlo? El centro de la ciudad presentaba todo el aire de una localidad del interior de Florida de unos setenta u ochenta mil habitantes que, de alguna manera, no hubieran conocido los tiempos de vacas gordas. Unos pocos edificios de gran tamaño dominaban a muchos otros muy pequeños. Pero Kinshasa no tenía ochenta mil habitantes. Tenía un millón y se extendía a lo largo de más de sesenta kilómetros alrededor de un meandro del Congo, ahora el Zaire, sí. No resultaba más agradable que recorrer sesenta kilómetros de tránsito de camiones y suburbios atestados de vehículos por los alrededores de Camden o Biloxi. Si en el interior había una ciudad llena de miseria y color llamada La Cité en la que los nativos vivían en una interminable pobreza de riachuelos, serpenteantes caminos sin asfaltar, clubes nocturnos, tenderetes y cobertizos, nuestro viajero se sentía demasiado mareado a causa del desarreglo interno de su vida como para efectuar una visita a la misma y solo pensaba en regresar a casa. Como es lógico, en tales circunstancias, las emociones productoras de bilis resultaron de lo más satisfactorias. ¡Qué placer comprobar que aquel estado revolucionario negro de un solo partido había logrado combinar algunos de los más opresivos aspectos del comunismo con lo más reprobable del capitalismo! El presidente Mobutu, el séptimo (según se dice) hombre más rico del mundo, había decretado que el único término adecuado para un zaireño cuando se dirigía a otro era el de «citoyen». Con unos ingresos promedio per cápita de 70 dólares anuales, incluso un zaireño, cualquier zaireño, podía llamar «ciudadano» al séptimo hombre más rico del mundo. No es de extrañar, por tanto, que al entrevistador le resultaran detestables los dominios presidenciales. Aquellos pequeños hotelitos blancos (reservados a la prensa) y el gran Palacio de Congresos (reservado para los entrenamientos de los boxeadores) constituían un Levittown-del-Zaire. Los edificios de estuco pintados de color aspirina se encontraban situados detrás de unos decorativos muros modulares a cielo abierto que recordaban lo peor de Edward Durrell Stone, lo cual constituye una crítica muy severa, dado que hasta lo mejor de Edward Durrell Stone es análogo a tomarse una pastilla para el cáncer… No, aquel ostentoso Nsele, con sus calzadas de tres kilómetros y sus hordas de demacrados braceros trabajando en los campos de melones (se podía cruzar uno con mil negros por la carretera antes de vislumbrar a un hombre con el más leve asomo de tripa), era una realización tecnológica análoga a la NASA o a Vacaville, una prisión de mínima seguridad para los funcionarios de los medios de comunicación y los burócratas de paso de todo el mundo. Una alta torre blanca y cromada con las iniciales del partido —MPR— se erguía como un pilar rebosante de rectitud fálica. Quedaban muy lejos Joseph Conrad y el viejo horror. Tal vez hiciera falta una mentalidad tan radical como la suya para estar dispuesto a argüir que las exquisiteces plásticas de Edward Durrell Stone eran igual de odiosas que el Congo Belga de 1880:

       No eran enemigos, no eran criminales, no eran ahora nada terrenal… No eran más que unas negras sombras de enfermedad y hambre yaciendo confusamente en la verdosa oscuridad. Traídos desde todos los rincones de la costa, con toda la legalidad de los contratos temporales, perdidos en un ambiente incompatible, alimentados con comida extraña, enfermaban, resultaban ineptos y entonces se les permitía alejarse a rastras y descansar. Aquellas sombras moribundas eran tan libres como el aire… y casi tan livianas como este. Empecé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, al bajar la mirada, vi un rostro cerca de mi mano. Los huesos negros se hallaban recostados con un solo hombro contra el árbol y lentamente los párpados se abrieron y los hundidos ojos me miraron, enormes y vacíos, con una especie de ciego y blanco destello en la profundidad de las órbitas, extinguiéndose lentamente. El hombre parecía joven —casi un niño—, aunque en su caso resulta difícil saberlo. No pude hacer otra cosa más que ofrecerle una de las excelentes galletas suecas que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente y la apresaron…, no hubo ningún otro movimiento y ninguna otra mirada.

      En Nsele, Alí se alojaba en una villa situada en una calle que bordeaba las márgenes del Zaire. El interior de la vivienda había sido amueblado por el gobierno según el estilo que era de esperar. Las habitaciones, el doble de grandes que las de un motel, eran idénticamente deprimentes. Los grandes sofás y los sillones estaban tapizados en pana verde, el suelo eran unas grises baldosas de plástico, los almohadones de color anaranjado, la mesa de color marrón oscuro… Nos encontrábamos ante ese omnipresente mobiliario de hotel que en el comercio al por mayor se conoce con la denominación de High Schlock.

      Eran las nueve de la mañana. Alí había dormido. Aunque ofrecía mejor aspecto que en Deer Lake, todavía seguían adivinándose en él ciertas deficiencias de salud. En realidad, se habían divulgado noticias en el sentido de que su índice de azúcar en la sangre era bajo, de que le faltaba energía y de que había sido sometido a un nuevo régimen. Sin embargo, su aspecto no había mejorado gran cosa.

      Aquella mañana se encontraba doblemente deprimido a causa del corte de Foreman. Faltaba escasamente una semana para la pelea. Un corresponsal de la televisión llamado Bill Brannigan, que habló con Alí poco después de haberse enterado este de la noticia, comentó: «Es la primera vez que veo a Alí reaccionar sinceramente.» Qué contrariado estaba. «En el peor de todos los momentos —dijo Alí—, y lo peor que podía ocurrir. Me siento como si acabara de morirse alguien muy cercano a mí.» ¿Era posible que lo que efectivamente acabara de morir fuese la creciente determinación de su cuerpo, su difícil aproximación a la buena condición física? Sin embargo, hablar de buena condición física equivale a abordar el principal misterio del boxeo. Se trata de un insólito estado del cuerpo y de la mente que permite a un peso pesado poder moverse a alta velocidad por espacio de quince asaltos. Lo cual no puede lograrse por un simple acto de voluntad. Pero Alí lo había estado intentando. Se había estado entrenando durante meses.

      Y lo más curioso era que había habido un tiempo en que siempre se encontraba en buena forma. Antes de su segundo combate con Liston, se le podía sorprender en mitad de cualquier sesión de gimnasio y estaba soberbio. Su cuerpo no le podía traicionar. Se podía definir la felicidad en función de cómo valorara su propia condición física. Pero de eso hacía diez años. En el transcurso de los tres años que siguieron a su desposesión del título por haberse negado a cumplir el servicio militar —«Ningún miembro del Vietcong me ha llamado jamás ‘negrito’»— llevó toda clase de vidas menos la propia de un boxeador: dio conferencias, actuó en un teatro de Nueva York, viajó y holgazaneó. Se lo pasó bien. Desde entonces entrenaba siempre con un ojo puesto en las diversiones de que iba a gozar tan pronto como finalizaran los entrenamientos del día. La víspera de su primera pelea con Norton, con las manos doloridas a causa de la artritis y con una

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