Скачать книгу

Alí le gustaba hablar después de un entrenamiento, como si el esfuerzo físico sirviera para aguijonear sus energías y estimularlo en su mayor pasión, que era la de hablar. Hoy, sin embargo, permanecía reclinado en el sillón y dejaba que los demás hablaran por él. Se hallaban presentes en la estancia varios negros que se acercaban uno a uno como cortesanos, murmurándole a Muhammad algo al oído, y después se retiraban. Un entrevistador de una cadena negra extendió el micrófono por si Alí deseaba contestar, pero en esta ocasión no lo hizo.

      Parecía como si el entrenamiento lo hubiera agotado en exceso. Se respiraba en el aire una ausencia de estímulo tan pesada como la tristeza. Desde luego, no es nada insólito que los campos de entrenamiento de los púgiles resulten sombríos. Cuando se hallan sometidos a un intenso entrenamiento, los boxeadores viven en unas dimensiones de aburrimiento que otras personas apenas alcanzan a imaginar. En el caso de los boxeadores, así tiene que ser. El aburrimiento provoca impaciencia con la propia vida y violento deseo de mejorarla. El aburrimiento crea aversión hacia la posibilidad de perder. De ahí que el mobiliario presente invariablemente todos los matices del gris apagado y del marrón apagado; que los sparrings golpeados casi hasta la insensibilidad se muestren abatidos cuando no malhumorados, y que el silencio parezca destinado a preparar al púgil para la tortura de la noche de la pelea. Los campos de entrenamiento de Alí, sin embargo, solían rebosar de vitalidad, si no por parte de los demás sí por la suya. Era como si Alí insistiera en pasarlo bien mientras se entrenaba. Pero hoy no. Aquello se parecía al campo de entrenamiento de cualquier otro boxeador. Unos sentimientos no expresados de derrota impregnaban la estancia lúgubremente amueblada.

      De la misma forma que un hombre que cumple una larga condena en prisión empieza a desesperarse en el momento en que se percata de que el esfuerzo por conservar la cordura va a acabar convirtiéndolo en menos hombre, un boxeador sigue más o menos el mismo razonamiento. El preso y el púgil tienen que ceder una parte de lo que en ellos es mejor (dado que lo que es mejor para cualquier ser humano está tan poco adaptado a la cárcel —o al entrenamiento— como un animal salvaje al parque zoológico). Más tarde o más temprano, el boxeador se da cuenta de que algo de su psique está pagando demasiado caro el entrenamiento. El aburrimiento no solo le embota la personalidad, sino que le asesina el alma. No es de extrañar, por tanto, que Alí se hubiera pasado la mitad de su carrera rebelándose contra el entrenamiento.

      —¿Qué piensa usted de las apuestas? —le preguntó alguien, y la pregunta, lanzada sin previo aviso, dejó a Alí como desconcertado.

      —No sé nada de apuestas —repuso; alguien le explicó que las apuestas estaban contra él a razón de 21/2 a 1—. ¿Y eso es mucho? —preguntó, casi sorprendido—. ¡Entonces es que piensan en serio que Foreman va a ganar! —Por primera vez en aquel día se le vio algo menos deprimido—. Con unas apuestas así podrían ganar mucho dinero, señores. —La idea del combate, sin embargo, pareció alegrarlo un poco, como el reo que piensa en la hora en que finalizará su condena (aunque pudiera haber un asesino aguardándole en la calle)—. ¿Les gustaría —preguntó algo más animado— escuchar mi último poema?

      Nadie se atrevió a decirle que no. Alí le hizo un gesto a un lacayo, el cual trajo una cartera, de la que el púgil extrajo unas manoseadas páginas, manejando esta literatura con la misma concentración en los dedos con la que un pobre hombre cuenta un fajo de billetes. Después empezó a leer. Los negros lo escuchaban compadecidos, manteniendo los ojos apartados y pensando en otras cosas.

      Tengo —recitó Alí— un golpe uno-dos magnífico. El uno pega mucho, pero el dos es terrorífico.

      Todo el mundo se rió estúpidamente. La composición proseguía afirmando que Alí era afilado como una navaja y que tal vez Foreman sufriera algún corte.

      Con solo mirarlo te pondrás malo, porque le verás el rostro todo cortado.

      Al final, Alí apartó a un lado las páginas. Agitó la mano agradeciendo el forzado regocijo de los oyentes. El poema tenía una extensión de tres páginas.

      —¿Cuánto tardó en escribirlo? —le preguntaron.

      —Cinco horas —repuso Alí, que podía hablar a razón de trescientas nuevas palabras por minuto.

      Dado que se respetaba al hombre, al hombre en su totalidad con inclusión de su talento literario (de la misma forma que uno hubiera estado dispuesto a respetar los chirridos que Balzac pudiera arrancarle a una flauta si ello fuese indicio del valor de Balzac… y aun así, menudo valor), la imagen de Alí era apreciada también lápiz en mano, componiendo, en la más profunda reverencia negra hacia la rima…, los misteriosos eslabones del universo del sonido: ¡no hay rima que no posea una razón oculta! ¿Contribuían las rimas de Alí a configurar la disposición del futuro o se limitaba Alí simplemente a sentarse, una vez finalizado un entrenamiento, ensartando lentamente versos de escasa inspiración?

      Los poderes psíquicos de Alí jamás se mantenían largo rato apartados de cualquier situación crítica.

      —Eso —dijo— es para divertirme. Me estoy dedicando también a la poesía seria.

      Por primera vez en aquel día pareció mostrar interés por lo que estaba haciendo. Ahora empezó a recitar de memoria en tono grave:

      Las palabras de la verdad son conmovedoras, la voz de la verdad es profunda, la ley de la verdad es sencilla. En tu alma cosecharás los frutos.

      El poema se prolongaba a lo largo de un considerable número de versos y al final terminaba con el verso «El alma de la verdad es Dios», sentimiento indiscutible tanto para un judío como para un cristiano o un musulmán; en realidad, indiscutible para cualquiera menos para un maniqueo como nuestro entrevistador. Pero es que el entrevistador ya se estaba adentrando por otra vereda estética. No era posible que el poema fuera original. Tal vez fuera la traducción de algún pío fragmento sufí que sus preceptores musulmanes le hubieran leído, tras lo cual Alí se hubiera limitado a modificar algunas de las palabras. Perduraba, sin embargo, un determinado verso: «En tu alma cosecharás los frutos.» ¿Lo había escuchado uno realmente? ¿Era posible que lo hubiera escrito él? En todos los doce años de proféticas coplas pugilísticas por parte de Alí —el poema tan pésimo como exacta la predicción: «Archie Moore / el suelo duro / besará seguro / cuando termine el cuarto», y cosas por el estilo—, aquel verso debía ser el primer ejemplo, en el voluminoso catálogo de Alí, de una idea no resueltamente antipoética. Que Alí fuera capaz de componer algunas palabras de verdadera poesía sería análogo al caso de un intelectual capaz de soltar un buen golpe. Era necesario efectuar averiguaciones. Alí, sin embargo, no lograba recordar el verso fuera de su contexto. Tenía que recordar el poema entero. Pero le estaba fallando la memoria. Ahora podía comprenderse el efecto de los golpes que había recibido aquella tarde. Verso a verso, su voz buscaba las olvidadas palabras. Tardó cinco minutos en conseguirlo. En aquellos momentos, todo ello se convirtió en otro tipo de esfuerzo, como si el acto de recordar pudiera restablecer la conexión de los circuitos del cerebro que se habían estropeado aquel día. Con todo el alborozo de un niño de ocho años que hace gala de su buena memoria en clase, Alí lo consiguió al final. Su paciencia fue recompensada.

      —La ley de la verdad es sencilla. / Lo que siembres cosecharás.

      ¡Lo que siembres cosecharás! La marca de Alí se había conservado intacta. Aún le faltaba por escribir su primer verso de poesía.

      El ejercicio sirvió, sin embargo, para despertarlo. Empezó a hablar de Foreman con gran fruición.

      —¿Piensan que va a derrotarme? —preguntó Alí a gritos, como si hubieran cometido una ofensa contra su sentido del universo—. Foreman —añadió, encolerizado— no es más que un tipo agresivo. ¡No sabe pegar! Jamás ha dejado fuera de combate a ningún hombre. Derribó a Frazier seis veces pero no pudo noquearlo. ¡Derribó cuatro veces a José Román, que es un don nadie, pero no pudo noquearlo! ¡Y a Norton lo derribó cuatro veces! Eso no es un pegador. Foreman se limita a empujar a la gente al suelo. ¡No puede causarme ningún quebradero de cabeza porque no tiene gancho de izquierda! Los ganchos de izquierda me preocupan. Sonny Bates me abatió

Скачать книгу