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continuación de la presente y carnal existencia.24

      José Luis L. Aranguren, un lúcido filósofo español del siglo veinte, que se especializó en el estudio de la Ética, señaló lo mismo al estudiar el tema de la moral y la sociedad en la vida española del siglo diecinueve. Describió lo que él llamaba la disociación entre la religiosidad pública exigida por la presión social de guardar las apariencias, y por otro lado el escepticismo interior, y señala que varios factores «hicieron imposible que la religión informara de verdad, la existencia entera». Las contradicciones de conducta resultaban escandalosas:

      Estudiosos de la religiosidad española con mentalidad crítica como la de Unamuno en la primera parte del siglo veinte o Aranguren en la segunda, han escrito abundantemente sobre las contradicciones de la vida religiosa y moral de la península ibérica, que nosotros vemos reflejadas en América Latina. Ello demuestra que el análisis de Mackay había sido acertado, y que no se trataba únicamente de los prejuicios de un misionero protestante venido del mundo de habla inglesa. En la base misma de la disociación entre la religiosidad y la ética está una cristología defectuosa que Mackay resumía así:

      El análisis católico pos-conciliar

      Algunos estudios de la religiosidad popular emprendidos por especialistas católicos en el marco de reformas y autocrítica del Concilio Vaticano II, coinciden con las observaciones de Mackay. En el período previo o inmediatamente posterior a la Conferencia de los obispos católicos en Medellín (1968), la religiosidad popular fue objeto de investigación y enjuiciamiento, desde la perspectiva de un anhelo de renovación de la fe que quería ir a las fuentes mismas como la Escritura. Lo que decía Segundo Galilea en un estudio de 1969 constituye una observación global muy elocuente:

      Dentro del marco de una preocupación pastoral atenta al contenido de la fe del pueblo y la relación con la conducta, Galilea señalaba también la falta de dimensión ética de la religiosidad popular y la ausencia de un concepto del discipulado.

      Galilea pasa de la observación del ritualismo y el hagiocentrismo, a los defectos profundos de la Cristología de la religiosidad popular. La importancia de su estudio radica en que se ha basado en investigaciones socioestadísticas además de su propia experiencia pastoral.

      En otro trabajo del mismo libro Aldo Buntig investiga en forma especial las dimensiones éticas de la religiosidad popular dentro de su aspecto ritualista. Buntig usa el término «amoral» para referirse al carácter de la religión sustentada por motivaciones cosmológicas, en las cuales se busca utilizar el poder de la divinidad en provecho propio. Su análisis repite varias de las observaciones que ya habíamos visto en el análisis de Mackay.

      Pese a lo que pueda criticarse en las observaciones de Mackay, la investigación católica realizada en el espíritu del Vaticano II iba a coincidir en varios puntos con ellas, en lo referente a la cristología predominante en el mundo iberoamericano. Vale la pena reconocer el valor pionero de esta contribución evangélica al esclarecimiento de la dimensión espiritual de nuestra cultura. En el espíritu del Concilio Vaticano II, la conferencia de obispos de Medellín en 1968 asumió algunas de las líneas del análisis evangélico al evaluar la religiosidad popular. Aun los teólogos de la liberación se habían dado cuenta de lo que significaba tomar en serio los resultados de este análisis. Se hacía necesario cambiar de métodos pastorales para que los católicos asumiesen un cristianismo en el cual se conociese mejor al Cristo de la Biblia.

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