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las alumnas que más se prepara para las pruebas. Estudia y pregunta incansablemente hasta que se aprende las materias, pero al rendir la prueba, la invade un bloqueo inquietante.También, le tiene miedo a la calle, al encierro, a la evaluación, al silencio. Le tiene miedo a "algo" que puede aparecer de repente, pero que nunca llega. Le teme a la incertidumbre propia del día a día. A los mil detalles infinitos y escurridizos. A las posibles desgracias o errores inmanejables. Camila se envuelve en las señales de su propio cuerpo y se aleja de la realidad circundante, para concentrarse en sus propios latidos y temblores.

       Durante el último paseo de curso, Camila parecía la encargada de los primeros auxilios. Llevaba parches curita, alcohol, remedios para la alergia, aspirina y bloqueador solar; objetos prescindibles si consideramos que hacían la visita a una exposición de arte. Su mamá y ella se potenciaban en una escalada de cuidados frente a las posibles adversidades que pudieran ocurrir en su entorno. El chaleco por si acaso, el paraguas, los remedios, el cuidado en las calles, en la micro y a la bajada del metro eran sólo algunos de los infaltables consejos maternales.

       Estar fuera de su casa y del cuidado materno se fue convirtiendo en un dilema. En una ocasión en que fueron al cine con Andrés, su pololo, debieron quedarse afuera, porque sus asientos estaban muy lejos de las puertas de escape. Ahí fue cuando él cayó en la cuenta de que la situación era preocupante, y no entendía bien qué le estaba pasando a Camila ni cómo poder ayudarla. En su familia había sido siempre la "regalona" y generalmente todos accedían a sus peticiones. Andrés se había acostumbrado a actuar con ella de una manera similar, quedándose en casa en vez de salir con sus amigos, dejándose sobreproteger y sobreprotegiéndola a ella. De algún modo, a él le acomodaba este vínculo tan cercano, teniendo una historia familiar bastante solitaria, con un padre ausente y una madre que trabajaba para mantenerlo a él y a sus cinco hermanos. Sin embargo, ya no podían disfrutar de las celebraciones o momentos de relajo. Siempre había algo... las aprensiones o los presentimientos de Camila eran más fuertes que las ganas de disfrutar juntos o con otros. Había veces en que era más intenso de lo habitual; Camila se aterraba y comenzaba a ahogarse. Presentía la muerte y todo se venía abajo. Entonces, ciega a la tranquilidad y contención de quienes estaban con ella, parecía que un temblor o una fuerza palpitante la invadía y alejaba del entorno, anunciándole la enfermedad y la muerte.

       Los profesores no comprendían qué le ocurría a Camila. Por qué se bloqueaba en las pruebas, si momentos antes era capaz de entender -e incluso explicar- los contenidos evaluados. Al ver a Camila, esta adolescente asustadiza y protegida, , recordaban a un niño que tuvieron hace años en el colegio, Rodrigo. Tan similares los síntomas, pero tan distintas sus historias. Él solía entregar pruebas en blanco, pero a diferencia de Camila, no estudiaba ni lograba contactarse con lo aprendido. Había sido uno de esos niños que se deben hacer adultos por mandato de la vida. Un padre alcoholizado y violento que lo sorprendía con sus estallidos. Una madre vulnerable que en vez de protegerlo, pedía auxilio… Con el tiempo, la vida de Rodrigo se había transformado en un salto constante. Un compañero que lo saludaba o un ruido sorpresivo se traducían en una ansiedad que demoraba buen rato en irse. Cada vez que alguien se acercaba a preguntarle si le pasaba algo, lo negaba y se iba rápido, pero luego, en silencio, el miedo lo invadía; le transpiraban las manos y el corazón se agitaba.

       Siendo muy distintos, Rodrigo y Camila tenían algo en común. A pesar de sus vidas tan diferentes, tan protegida una y tan amenazada la otra, finalmente sus reacciones eran similares. Como si la angustia frente a ese miedo difuso y agobiante la hubieran aprendido uno en vida y la otra, como herencia. La madre de Camila parecía vivir en un mundo tan sorpresivo y desprotegido como el de Rodrigo en su infancia. ¿Sería que una huella impresa le hubiera quedado marcada a través de generaciones? ¿Será que aprendieron a vivir en un ambiente de tensión y luego no han podido desaprender esa forma de respuesta? Ambos casos dejaban en los profesores una sensación de angustia, de no saber qué hacer, ni cómo llegar a ellos.

      Los profesores decidieron poner como contenido temático para la reflexión pedagógica el tema de los niños muy ansiosos. ¿Cómo ayudarlos?

      La ansiedad hace presente lo ausente y ausente lo presente.

       El miedo y el estrés constituyen el origen de la ansiedad.

      Todos hemos sentido miedo en algún momento de nuestra vida. Recordemos, por ejemplo, la sensación de alerta que sentimos ante un temblor fuerte, frente a una tormenta con truenos, o cuando un desconocido se nos acerca mientras caminamos solos de noche.

      El miedo es una emoción básica que está siempre "dirigida a algo", a una situación o a un objeto que es específico, concreto y está presente. Es una respuesta de nuestro sistema límbico (una función del sistema nervioso central encargado de mantener la alerta), que nos "pone en guardia" ante la presencia de algo que resulta amenazante (Damasio, 1996). A veces, los miedos son adquiridos; por ejemplo, los niños suelen incorporar los miedos de los padres. Pero existen algunos miedos que son "innatos", pues nuestro sistema humano cuenta con dispositivos que hacen "sonar la alarma" ante peligros que amenazan la supervivencia, tales como ciertos ruidos, olores a putrefacción, etc. Una de las primeras reacciones emocionales de los niños es el miedo (Le Doux, 1996).

      Sentir miedo es, entonces, un fenómeno normal, y surge en el devenir de la vida humana, especialmente durante las etapas de crecimiento, de cambio, de separación o de incertidumbre.

      El objeto de los miedos suele cambiar a medida que el niño crece (ver Tabla 1), pasando de temores inmediatos y tangibles, a temores que anticipan situaciones más abstractas o menos tangibles (Cía, 2002). Según Dulcan y Popper (1991), el número de temores de los niños suele disminuir con la edad.

Estadio evolutivo Situación temida
Nacimiento a 6 meses Pérdida de contacto físico con la madre. Ruidos intensos u objetos que se acercan rápidamente.
7 a 12 meses Personas extrañas.
1 a 5 años Ruidos intensos, tormentas, animales, oscuridad, separación de los padres.
3 a 5 años Monstruos, fantasmas y otros seres terroríficos.
6 a 12 años Daños físicos, asaltantes, ser castigado, al fracaso, a ser enviado a la dirección de la escuela.
12 a 18 años Pruebas o exámenes escolares, sentirse socialmente avergonzado o excluido.

      Tabla 1: Miedos comunes durante la infancia y adolescencia (Fuente: Dulcan & Popper, 1991).

      Semejante a la sensación de miedo es el estrés. Todos hemos sentido en algún momento, altos niveles de estrés. El estrés es una respuesta específica de nuestro organismo, ante las demandas del entorno. El resultado fisiológico de este proceso es un deseo de huir de la situación que lo provoca o bien de confrontarla. En esta reacción participan casi todos lo órganos y funciones del cuerpo.

      El endocrinólogo Hans Seyle en 1974, tras observar a estudiantes de medicina y sus ciclos de alta tensión y agotamiento, propuso que las personas presentamos un síndrome general de adaptación, o "stress", cada vez que nuestro ritmo cotidiano de vida se ve alterado y afecta a nuestro equilibrio interior. La palabra estrés indica el esfuerzo activo de adaptación y las medidas de protección del organismo para recuperar el equilibrio u homeostasis al que tiende por naturaleza. Al comprobar que la reacción de adaptación se daba tanto en estudiantes como en profesionales y dueñas de casa ante situaciones muy distintas y de diversa intensidad, Seyle propuso que el estrés es una reacción inespecífica del organismo a cualquier tipo de demanda, tanto agradable como desagradable.

      Cuando

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