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lo aprendemos, es dónde nos emocionamos cada uno de nosotros. Me explico. Félix, cuando tú tienes miedo, rabia o alegría del 7, en tu cerebro pasa lo mismo que cuando cualquier otro ser humano del siglo V tenía miedo, rabia o alegría del 7. Ahora bien, lo que es distinto y depende del momento histórico es la cultura en la que nos encontramos y el perfil de la persona, para que unos tengamos miedo, rabia o alegría del 7 ante unas situaciones y otros en otras.

      – Y qué es eso del 7 –exclamó Félix.

      – Bueno, no es solo importante la emoción que tenemos en cada momento, también es importante su intensidad, si colocamos niveles de intensidad del 0 a 10, no es lo mismo un miedo del 3 que del 8.

      – Entonces, ¿qué ocurre cuando sentimos felicidad en nuestro cerebro? –insistió Félix.

      – Cuando sentimos alegría o felicidad tenemos un chute de dopamina en el circuito de gratificación de recompensa –continuó Ismael–. De hecho, si no existe este torrente de dopamina no nos sentimos alegres o felices. Por ello podemos decir que siempre que este circuito se activa es cuando nos sentimos felices. Ahora bien, si lo que lo activa es una acción adictiva, aunque el sujeto que lo siente tenga bienestar, la alegría ha mutado y se ha convertido en euforia, excitabilidad, exaltación, disociación, locura… No depende tanto del nivel de dopamina, sino de lo que hacemos para que esto se produzca. Por esto es peligroso poner como meta la felicidad en las personas, ya que muchas veces si la felicidad es la meta, es el objetivo, para conseguir este sentimiento podemos coger atajos, como todos los que te he estado mencionando. Imagínate que alguien es feliz porque su equipo de fútbol gana una copa. Para sentir esta sensación de felicidad puede comprar al árbitro o si queremos aprobar un examen, copiamos del compañero. Cuando la meta es lo importante y los medios para alcanzarlo no, se pierde el valor ético, pero la sensación de bienestar sigue estando vigente. Quien toma una raya de coca se siente bien, igual que aquel que aprueba un examen por su esfuerzo, pero lo que ocurra en sus vidas después va a ser muy distinto en uno que en otro.

      – Guau, alucinando me tienes, Ismael, comprendo muchas cosas, incluso muchas cosas personales, no sabes lo que me está gustando tu explicación –hablaba Félix como si estuviera viviendo una película en su cabeza mientras decía lo que decía.

      Ismael volvió a beber un poco de agua y le indicó a Félix que ahora respondería a su pregunta anterior sobre si la felicidad no era siempre buena.

      – Hasta hace poco, más o menos finales del siglo XIX, desde el punto de vista científico, la única manera de sentir placer era por la pérdida del dolor. En la historia de la Humanidad el placer directo estaba determinado por el juego y la realización de las necesidades básicas tales como comer, beber, tener relaciones sexuales, dormir y poco más. Es posible que a lo largo de la historia los jefes de las tribus, reyes o parte del plano social elitista, pudieran encontrar placer en el vivir diario, pero la mayoría de la población vivía luchando contra enfermedades, miserias, injusticias sociales o trabajos aberrantes. Poder sentir placer sin dolor previo es una idea que se universaliza recientemente, teniendo su máximo esplendor al emerger las sociedades democráticas que tienen en el consumo y el libre mercado su base económica y financiera, aunque tengo mis dudas –expresó Ismael, poniendo su mano en el mentón– si gracias a la universalización de la felicidad aparecieron las democracias actuales o viceversa.

      La idea social de que todos podemos ser felices y, por ello, vivir en el placer, se instala como un derecho de toda la Humanidad y no como una posibilidad de unos pocos. Así, en los años sesenta se extiende en la población la posibilidad de conducir un auto, tener vacaciones, viajar, comprar una casa y para que esto sea posible se universaliza la posibilidad de recibir préstamos. Comienza una nueva visión de la vida y es que todos podemos ahorrar, disponer y gastar como un sinónimo de felicidad, de libertad y también de poder. Los derechos surgen y aunque siempre ha habido desajustes sociales y desequilibrios llenos de injusticias, la relación derecho-deberes comienza a tener su equilibrio en estos años de florecimiento industrial. Esta sociedad del bienestar confirmó que el circuito de gratificación de recompensa existía, pero pronto nos enseñó que la existencia de este circuito nunca significó que dejara de existir el circuito del dolor, del miedo y de la evitación. La vinculación de la sociedad del bienestar, donde todos podemos ser felices, con el consumo y el libre mercado, hizo que pronto nos diéramos cuenta de que este tipo de motor social se mueve por oleadas económicas, es decir, hay períodos de “vacas gordas” donde se mantiene y es posible la universalización de los recursos que logran vivir en bienestar y otros períodos de “vacas flacas” o de “crisis” donde es evidente la dependencia que hay entre la felicidad y la economía. Al igual que en la sociedad del bienestar el eslogan es que todos podemos y debemos ser felices, en los momentos de crisis la realidad nos dice que la tristeza y el miedo son las dos emociones más sentidas.

      Es por ello que hay que poner una vez más en perspectiva la historia, para darnos cuenta que la felicidad no es un sentimiento que engloba todas las necesidades del ser humano; colocarla como meta en la vida, puede producir mucha incapacidad para poder vivir en momentos de crisis, frustración o dificultad. Indicar a la población que tiene el derecho de ser feliz, sin darle herramientas para saber gestionar los avatares de la vida, crea tanta agonía y penuria, como esconder la posibilidad de sentir placer y trasmitir a la sociedad que solo podemos sentirlo cuando nos quitamos el dolor. La felicidad debe ser vivida, pero a la vez debemos saber vivir la tristeza, la rabia, la culpa, el asco, la sorpresa, el miedo, la curiosidad, la admiración o la seguridad. Todas estas emociones son pertinentes dependiendo del momento que vivimos y, por ello, enseñar a la sociedad a vivir solo con la zanahoria, puede traer tantas tragedias como cuando vivíamos solo con el palo.

      La mutación que ha tenido la sociedad del bienestar es parecida a todo lo que rodea al circuito de gratificación de recompensa. La sociedad del bienestar ha terminado en una sociedad consumista que cifra la felicidad en lo que se tiene. No debemos olvidar que la naturaleza creó este circuito para que pudiéramos dirigirnos a todo aquello que nos hiciera posible la supervivencia, aunque cabe señalar que el placer y, por lo tanto, el refuerzo no se “encuentra” en los objetos. Somos capaces de experimentar placer porque nuestro sistema nervioso está preparado para ello, gracias a la existencia del circuito de gratificación de recompensa y de sus núcleos de placer. Como todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. En este caso, el poder de sentir placer o el poder de conseguir una sociedad del bienestar necesita de la responsabilidad de no activar el circuito del placer ante una sustancia euforizante o del momento económico y, por ello, de lo material de la relación con la vida. Cuando el aumento dopaminérgico que implican algunas drogas activa el núcleo accumbens y sus circuitos de refuerzo y placer, la repetición de esta activación consumiendo esa sustancia es una aberración que culmina en una adicción. Ocurre igual cuando somos felices porque la sociedad nos da la subvención o el subsidio y podemos seguir viviendo en el consumo, cayendo en la dependencia de quien nos subvenciona o nos hipotecamos para el resto de nuestra vida, creyendo que así estamos dentro de los cánones de lo que nos hace feliz. La parte de la sociedad que tiene que educar debe decirnos que la felicidad no debe ser nuestra meta. Si la colocamos como tal solemos coger atajos, ya que conseguir la felicidad se convierte en el motivo de vida y no nos damos cuenta de que lo que vivimos es lo que nos tiene que hacer felices. Si el objetivo es ser feliz, con activar el circuito de placer es suficiente, lo podemos hacer consumiendo, luego da igual que lo que consumamos sea una sustancia, una compra compulsiva, la televisión que nos dice cómo tenemos que vivir o ideales sobre cómo debe ser nuestro cuerpo.

      La felicidad no debería ser la meta, ya que hoy sabemos que somos más felices cuando imaginamos la meta que cuando la alcanzamos. Tenemos más chute de dopamina en la anticipación o cuando nos imaginamos el hecho que cuando obtenemos y hemos alcanzado realmente el objetivo. Mi perro es más feliz cuando le digo que le voy a dar la comida, que cuando está comiendo. Messi o Ronaldo son más felices cuando meten un gol que cuando termina el partido, por ello, cuando la felicidad se coloca como un fin es fácil terminar siendo un adicto, ya que con activar el circuito es suficiente. Pero si la felicidad la sentimos por el proceso que estamos haciendo o creando, se convierte en el refuerzo y aquí ya no hay atajos, ni trampas, ni adicciones. Sucede que crecemos y nos valoramos; tienes poder, ya que sabes que puedes

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