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ayúdame!” Fue aterrador pasar eso. No tenía miedo del día siguiente; me aterrorizaban los siguientes cinco minutos y la tortura que los espasmos traerían.

      Grité durante treinta y seis horas, y mientras gritaba, no podía entender por qué alguien en el hospital no me ayudaba. No podía entender por qué no hacían algo para aliviar mi dolor. Una enfermera me dijo que no dejara que mi cuerpo se tensara cuando llegaran los espasmos porque eso los hacia peores. Ella bien podría haberme dicho que saltara sobre la luna. Cuando llegaban los espasmos, perdía toda capacidad de controlar mis respuestas físicas. Después de un espasmo particularmente horrible y más largo de lo normal, con lágrimas, miré a Luella y le dije que me quería morir. Solo quería que la tortura se detuviera, y parecía imposible que alguien no pudiera hacer algo para ayudarme con mi dolor.

      Para agravar mi dolor había confusión. No tenía idea de que me estaba pasando. No tenía idea de cómo había salido de un relajante chai con Luella en Starbucks esa tarde a esta horrible escena. No tenía idea de lo que estaba pasando en mi cuerpo que de alguna manera hiciera sentido de todo esto. Y no tenía idea de qué estaban haciendo los doctores entre bastidores para lidiar con lo que fuera que estaba pasando dentro de mí. Lo repentino y lo irracional de todo simplemente hacia más difícil lo que estaba experimentando. Yo quería que todo parara, y no me importaba cómo.

      En uno de esos momentos en los que gritaba, preguntándome por qué nadie estaba haciendo nada para aliviar mi dolor, mi hijo Ethan dijo: “Papá, ahora no están preocupados por tu dolor; están preocupados por salvar tu vida. Cuando estés estable te darán algo para tu dolor”. Esas palabras fueron enormemente útiles. Y llegó un momento en que me dieron algo para aliviar el dolor de esos espasmos.

      Lo que pensé que sería un chequeo se convirtió en una estancia en el hospital de diez días. Y durante los primeros días no sabía con lo que estaba lidiando. Sabía que algo estaba terriblemente mal, y así Steve, quien maneja mi vida ministerial, comenzó a cancelar los próximos eventos ministeriales. Yacía en la cama, agotado y desanimado y en constante incomodidad. Habían insertado un catéter, y sangré por el catéter durante los diez días enteros, a veces dolorosamente pasando coágulos de sangre bastante grandes.

      ¿Cómo me había enfermado tan rápido? ¿Que estaba mal, y cómo se arreglaría? ¿Estaba en las manos médicas adecuadas? ¿Cuánto tiempo estaría en el hospital? ¿Cómo podría todo esto alterar mi vida? ¿Qué impacto tendría en mi ministerio? ¿Qué significaría para Luella y mis hijos? ¿Qué era lo que Dios estaba obrando? Estas eran algunas de las preguntas que resonaban en mi cerebro mientras yacía en esa cama sangrando en una bolsa.

      Aproximadamente al tercer día, el médico nefrólogo que había sido asignado a mi caso entró y me informó que mis riñones habían sido dañados significativamente. Me enteraría más tarde que cuando llegué al hospital, tenía una insuficiencia renal aguda. Si hubiera esperado de siete a diez días más, mis riñones habrían muerto, y yo no estaría aquí escribiendo este libro. Fue impactante e irreal escucharlo. Había entrado en el hospital con la identidad de un hombre sano. Había hecho mi rutina de ejercicio esa semana. No me había sentido mal. Pero yo era un hombre muy enfermo con un diagnóstico muy serio que cambiaría mi vida para siempre.

      En formas que nunca antes había experimentado, me sentía vulnerable y pequeño. Estaba obsesionado con la idea de que podría haber otras cosas sucediendo en mi cuerpo y que no conocía. No había pensado en la muerte hasta ahora, pero ese pensamiento estaba ahora conmigo todo el tiempo. Nunca había pensado en vivir con una enfermedad a largo plazo o los efectos de un daño significativo a un sistema de gran importancia en mi cuerpo. Me preguntaba si podría continuar haciendo a lo que Dios me había llamado a hacer, y, si no podía, ¿qué haríamos? ¿cómo viviríamos? Clamé por la ayuda de Dios, con esas palabras exactas, porque estaba demasiado conmocionado y confundido para saber por qué orar. Tomé sus promesas. Intenté predicarme a mí mismo de Su presencia, pero fue difícil. En el medio de la noche era difícil cuando la enfermera venía a cambiar mi bolsa, mientras permanecía despierto en la oscuridad para controlar mis pensamientos. Luella dormía en la silla a mi lado, y yo le tomaba la mano y lloraba. Ni siquiera sabía por qué estaba llorando; las lágrimas simplemente salían.

      Cuando finalmente me dieron de alta del hospital, todavía era un hombre muy enfermo. Salí del hospital con un catéter y una bolsa sujeta a mi pierna. El aparato me hacía sentir incómodo al sentarme, dormir, o caminar. No estaba acostumbrado al aparato, así que hice repugnantes líos. Todo era mortificante y un poco deshumanizante. Pero creo que Dios es bueno, e hice todo lo que pude para correr hacia Su bondad y no alejarme de ella. Al irme poniendo más fuerte viajé a conferencias para hablar con la bolsa sujetada a mi pierna y el miedo cada vez de que no tendría la fuerza para atravesar todo el fin de semana.

      Durante la primera cita posterior al alta hospitalaria con mi médico, me informaron de la gravedad de mi daño renal y me dirigieron con el nefrólogo que se encargaría de mi seguimiento médico. Cuando vi a mi médico especialista en riñones me dijo que había perdido 65 por ciento de mi función renal y que el daño no podría ser revertido. Salí de esa cita agobiado por la larga lista de efectos transformadores del daño renal. Poco sabía que no estaba al final de mi aflicción física, sino al comienzo.

      Poco después, me informaron que necesitaba una cirugía mayor. Viniendo a los pocos meses de haber salido del hospital, fue un golpe. Acababa de empezar a escalar mi camino de vuelta físicamente y en mi vida de ministerio, y estaba a punto de ser derribado físicamente otra vez y tener mi vida de ministerio interrumpida otra vez. No puedes pasar por cosas como esta sin preguntarte qué es lo que está haciendo Dios y sin al menos ser tentado a dudar de Su sabiduría, bondad y amor. Enfrenté esas tentaciones, pero no dejaría que mi corazón fuera allí. Me aferré a las promesas de Dios incluso en medio de la decepción y la confusión. Pero fue muy desalentador. Lidié con la aparente irracionalidad de todo eso; ¿Cómo tenía sentido que, en este momento de mi mayor influencia en el ministerio, me debilitaría mas de lo que nunca había estado?

      Después de la cirugía, una vez más pensé que estaba en el camino hacia la recuperación de mi vida normal, pero la recuperación no era el plan. Aproximadamente tres meses después de mi cirugía y segunda hospitalización, me informaron que necesitaría otra cirugía. Se había desarrollado tejido cicatrizal que ponía en riesgo mis riñones, y como no quedaba mucho riñón, la cirugía era esencial. El día de mi segunda cirugía me despertaron a las cuatro y media de la mañana para dirigirnos al hospital para ser preparado. Estaba ansioso por la cirugía, pero desanimado ante las perspectivas de sus efectos. Yo sabía que sería un revés físicamente y tendría que comenzar el proceso de recuperación de nuevo. Sabía que mi vida y mi ministerio serían puestos en espera de nuevo. Y sabía que no tenía poder en lo absoluto para evitar que todo eso sucediera.

      El sufrimiento físico expone el engaño de la autonomía personal y la autosuficiencia. Si tú y yo tuviéramos el tipo de control que creemos tener, ninguno de nosotros pasaría a través de alguna situación difícil. Ninguno de nosotros elegiría estar enfermo. Ninguno de nosotros elegiría experimentar el dolor físico. A ninguno de nosotros le gusta la perspectiva de estar físicamente débil y deshabilitado. A ninguno de nosotros le gusta que nuestras vidas se pongan en pausa. El sufrimiento físico te obliga a enfrentar la realidad de que tu vida está en manos de otro. Te recuerda que eres pequeño y dependiente, que cualquier pequeña parte de poder y control que tienes puedes ser quitada en un instante. La independencia es un engaño que es rápidamente expuesto por el sufrimiento.

      Descubrí que lo que estaba pasando no solo era desalentador en muchos sentidos, sino también profundamente humillante. Mi debilidad me habilitó para ver y admitir cosas a las que nunca antes me había enfrentado. Mi enfermedad redefinió quién yo pensaba que era y lo qué pensaba de mi caminar con Dios. Permíteme explicar. Durante estos meses me enfrenté a la realidad de que gran parte de lo que pensaba

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