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llama Michel Foucault; y la idea y la tradición del otro diferente en el sentido positivo: el que se aísla, el que niega los valores del conjunto, el que se separa de la masa estereotipada. El concepto de la mala vida es esencial porque es una alternativa a la serialización anónima, la condena a la vida buena, es decir, a la trivialidad y la costumbre. Carlo Ginzburg criticó la exaltación del marginal y lo llamó populismo negro. Onetti no llega a ese límite, pero anda cerca.

      A menudo este sujeto extremo aparece como interlocutor del sujeto normalizado. En los relatos es bastante común, por ejemplo, en Sherlock Holmes. La figura de Watson como un representante de estructura media y la figura del extravagante y extraordinario Sherlock Holmes establecen un pacto. Alguien habla en nombre de la normalidad sobre cómo es el personaje excepcional que se ocupa, por otro lado, de identificar a otros personajes excepcionales. Esa estructura se puede ver con bastante claridad, por ejemplo, en dos novelas: El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, donde Nick, el personaje que narra, está puesto en el interior de una situación de normalidad, y Gatsby aparece como un sujeto extraordinario, no solo porque es un gánster, sino porque dedica su vida a la pasión imposible por Daisy, entonces el narrador mira al otro como personaje excepcional; el segundo ejemplo es El corazón en las tinieblas, de Joseph Conrad, donde el narrador Charles Marlow va hacia Kurtz, el sujeto demoniaco.

      Entonces este sistema de relaciones entre el sujeto normal y el otro, en el caso de Onetti, aparece concentrado en el mismo personaje, podría decirse. Por un lado, el sujeto vive en una realidad compartida y, por otro, tiene esa vida secreta de sueños y fantasías, que lo asimilan a la figura de excepción que él quiere ser. Ese vaivén entre el sujeto normalizado y el excéntrico, el que está fuera de lugar, persiste en Onetti; narra el pasaje de un lugar a otro, pero lo interesante es que las dos figuras conviven en sus personajes, se llamen Larsen, Eladio Linacero o Jorge Malabia.

      En Onetti esta figura está cargada con una cualidad asocial, que es algo que nosotros deberíamos tener presente para ver hasta dónde el sujeto se opone en bloque a la sociedad y a lo que podríamos llamar el pensamiento positivo o el pensamiento progresista, que está encarnado aquí en la figura del militante comunista. Hay un matiz antisemita en el narrador: “Pensá un poquito en todos los judíos que forma la burocracia stalineana”, le dice a Lázaro. Y hay una visión más o menos fascinada por la figura de Hitler (recordemos que es un texto de 1939): “Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea”. En este sentido no es casual que el comunista Lázaro sea judío y le reclame los catorce pesos que el narrador le debe. Es la gravitación de Louis-Ferdinand Céline cuya prosa decide los tonos de El pozo. En la obra de Onetti hay que tomar estos elementos como indicios de la postulación de un lugar antagónico con la sociedad o con ciertos valores establecidos, y ver hasta dónde estos personajes avanzan en esa zona de negatividad pura.

      Encontramos aquí una serie de puntos ciegos que han obstaculizado la lectura de Onetti, y me parece que no podría existir un texto como el de Onetti si no estuviese colocado en esa posición de ruptura y de corte; es todo este universo, el otro, el marginado, el que se retira, el que organiza su posición negativa.

      Entonces, esto que en el personaje de El pozo se ve como un asunto relativamente extravagante, digamos, empieza a aparecer como un procedimiento de construcción de la imagen personal, podría pensarse. Y como digo, en el libro de Oliver Sacks El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, hay un caso que se llama “Una cuestión de identidad”, donde Sacks analiza la historia de un hombre que no hace más que confabular e inventar historias, porque en cierta medida ha perdido su propia historia. El caso trata de analizar el modo en que se pasa de una historia a otra sin que haya un eje que las ordene. Algo de eso hay en El pozo: Eladio se construye una identidad a partir de las fantasías y sueños diurnos que se suceden sin otro eje que un punto ciego.

      También en el caso del psicoanálisis, en el ensayo “Construcciones en análisis”, Freud establece que la construcción no es igual que la interpretación en la relación con un sujeto, sino que la narración es una reconstrucción de un capítulo anterior o perdido de una historia personal que el sujeto no recuerda. En este caso se trataría de un tipo particular de historia perdida. A mí no me interesa tanto si el psicoanálisis tiene o no razón en este sentido; lo que me interesa es la idea de que es necesario tener en cuenta no solo un nivel de interpretación en la relación con el texto, sino también la existencia de una historia que se ha perdido y que es preciso reconstruir. Esa es la función del secreto en la nouvelle, por eso hay que volver a contar, no hay interpretación, como dijimos, entender es volver a contar.

      La idea de que existe una historia privada es algo de lo que la literatura se ha ocupado desde el principio. Esta noción de que el sujeto construye su identidad a partir de una narración imaginaria que establece una cronología que le da sentido a su vida es un tema básico de la novela desde su origen. Este es un eje importante en la dinámica de los relatos de Onetti. ¿Qué características tendría esta narración? El hecho de que se hace notar cuando falta, cuando el sujeto ha perdido su historia por una forma de alteración o crisis. Esta escena está a menudo en el origen de sus relatos, la historia del individuo que se despierta en otra realidad, es una historia contada muchas veces en la literatura. Un ejemplo clásico es El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. Aparece un doble que realiza todos los deseos y trasgrede todas las leyes, que de pronto encuentra un espacio real. El doble se materializa más alla de la voluntad del protagonista. Hay un momento en el relato de Stevenson donde se ve cómo este movimiento funciona para el sujeto como una verdadera metamorfosis:

      Volvía a caer en una grata modorra matinal. En un instante de mayor claridad mental me fijé en mis manos. Las de Henry Jekyll, como usted pudo observar con frecuencia, eran por su tamaño y por su conformación propias de un hombre de su profesión: amplias, firmes, blancas y distinguidas. Pero las que veía yo ahora con bastante claridad a la luz amarillenta de una media mañana londinense, entreabiertas y descansando en las ropas de la cama, eran delgadas, sarmentosas, nudosas, de una fea palidez y espesamente sombreadas por un tupido vello negro. Eran las manos de Edward Hyde. Debí quedarme mirándolas fijamente medio minuto, porque estaba hundido en la estupefacción de mi asombro; pero, de pronto, estalló dentro de mí el terror con sobresalto estrepitoso de platillos de orquesta; salté de la cama y corrí al espejo. Ante la imagen que vieron mis ojos, se me heló la sangre en las venas. Sí, me había dormido Henry Jekyll y me despertaba como Edward Hyde.

      Como vemos, esa doble vida se materializa en el mismo sujeto, que en un momento descubre esa transformación; un elemento extraño que cambia la realidad. En el caso de Onetti esta metamorfosis es paulatina y es incierta. La construcción de esa historia que el sujeto no sabe, o que se le ha perdido, me parece que nos llevaría a sacar dos conclusiones. La primera es la idea de que es posible percibir el motivo de la transformación allí donde falta porque el motivo del cambio es el secreto, o mejor, es secreto. A menudo esta narración funciona en un registro que casi podríamos considerar de un lenguaje privado, es decir, un tipo de narración que el sujeto se cuenta a sí mismo y cuya forma podría estar definida por el jeroglífico; el sujeto da por sentada una serie de elementos y no le cuenta a nadie esa historia, por lo tanto esa historia tiene un tipo de organización sintáctica y un tipo de referencia que la encierra en una especie de ideolecto propio. La segunda conclusión abre un debate que está presente en El pozo, sobre si es posible o no transmitir esa narración que cada uno construye sobre quién es; este relato sobre la propia vida es a menudo ficcional e intransferible. El sujeto se pone en una posición en la que todas las fantasías y los deseos se realizan imaginariamente, de ese modo se abre la posibilidad de una vida más intensa. Para que esto suceda hace falta que lo real sea modificado.

      Este juego está muy presente en El pozo, donde por un lado hay una cuestión de quién entiende ese relato que él cuenta y, por otro lado, el relato está fijo en la distorsión deliberada de lo vivido. Se trata de un relato compensatorio en el que es la función de lo imaginario mismo la que se realiza, es una especie de Don Quijote microscópico; al protagonista no le interesa cómo está la realidad, y no tolera que la historia con esa muchacha Ana María se haya cortado, y entonces se imagina que ella vuelve y

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