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éticos fuera de lugar; dicho de otra forma, no habría manera de progresar.

      En la actualidad el problema está complicado por la existencia de grupos radicales que defienden la causa de los animales por métodos poco ortodoxos, que van desde la protesta callejera y la desobediencia civil al acoso, la intimidación y el terrorismo. Cuando me disponía en 1989 a incorporarme por un periodo sabático en lo que hoy se conoce como Roslin Institute –el famoso instituto que generó la oveja clónica Dolly–, tuve que ser realojado, porque unas semanas antes el ala del laboratorio que me iba a acoger había sido volada por un grupo de liberación animal y los animales dispersados por los alrededores. El agradable instituto en el que yo había trabajado a mediados de los ochenta, con una sola puerta de cristal con llave –puesto que ni las puertas de los despachos, ni las de los laboratorios ni la de la biblioteca tenían cerradura– se había convertido en una especie de centro de vigilancia penitenciaria, con puertas con cerraduras de combinación para pasar a cada ala de los edificios y con identificadores personales inteligentes que avisaban automáticamente a los servicios de seguridad si adoptabas una posición horizontal –por posible caída producida por una agresión–. Mis amigos de la Facultad de Veterinaria llevaban un bastón con un espejito en un extremo para examinar los bajos del coche, ante la posibilidad de que les hubieran colocado artefactos explosivos, y otros colegas de otros centros de investigación se habían visto sometidos a acosos de diversa índole, incluyendo una profanación de una tumba familiar. Los defensores de la desobediencia civil, como el Frente de Liberación Animal, y el principal referente del mismo, Peter Singer, han desaprobado expresamente estas actuaciones (Singer, 1993, p. 311), lo que no impide a los grupos más radicales seguir cometiéndolas empujados, como todo grupo radical, por una «buena causa» que merece cualquier sacrificio.

      Hay un paralelismo evidente entre la actuación de estas organizaciones con los movimientos de liberación nacionales, o si se quiere –descontando los actos terroristas– con los grupos feministas extremistas de principios del siglo XX que tanto hicieron para concienciar al gran público acerca de los derechos de las mujeres. Es posible que estos grupos resulten útiles en este sentido –dejando aparte la discusión sobre los límites admisibles de las protestas– y que, una vez llamada la atención sobre el problema, los legisladores puedan dedicarse de forma más reposada a estudiarlo con el detalle y la profundidad que se requiere. Tenemos ejemplos de grupos que fueron considerados extremistas en su día –el movimiento verde, por ejemplo– y que hoy están perfectamente integrados en la política cotidiana. El movimiento verde tiene en su haber, más que sus decisiones como partido en el Gobierno –que en el mundo han sido escasas–, el hecho de que han obligado a todos los partidos políticos a ser más «verdes» y preocuparse más por la protección de la naturaleza. Desde este punto de vista poco habría que discutir con los grupos radicales, como no fuera sobre los límites legales de sus acciones. Sin embargo se ha producido un fenómeno particular en el caso de los defensores de los animales; estos grupos han contado –y cuentan– con el apoyo de filósofos morales, profesores de Ética y otros profesionales involucrados, que han estructurado los fundamentos éticos de sus proposiciones más extremas, lo que ha dado lugar a dos consecuencias importantes: la primera es que les han dado respetabilidad y la segunda, que les han dotado de una capacidad de polémica de la que antes carecían. Porque una cosa es aproximarse al sufrimiento animal a través de la sensibilidad y otra disponer de un trabado aparato retórico, como el del Proyecto Gran Simio –una asociación que pretende que se reconozcan derechos a los simios superiores– que puede conducir a consecuencias sobre la legislación nacional e internacional bastante problemáticas. Se esté de acuerdo o no con la actuación de los grupos activistas, ésta forma parte indiscutible de la maraña.

      Finalmente, es interesante constatar que el grupo de personas preocupadas por el bienestar animal suele estar correlacionado –no al 100 por 100, por supuesto– con otro tipo de activistas; por ejemplo, activistas por la naturaleza, por la comida orgánica, el protocolo de Kioto, etc. Los intereses de estos grupos no son siempre coincidentes, y en ocasiones colisionan, perteneciendo el mismo activista a varios de los grupos cuyos intereses se enfrentan. Así, la ganadería intensiva produce por unidad de producto menos CO2 y en general menos contaminantes que la extensiva, como veremos más adelante. Esto hace que las contradicciones que se generan en la persona a la que repugna la ganadería intensiva pero que está a favor de disminuir las emisiones de CO2 acabe por desorientarla, y no encuentre otra solución que simplemente la de promover el vegetarianismo. Las buenas intenciones múltiples no siempre tienen una recompensa universalmente satisfactoria.

      Hacia dónde vamos

      El coste conjunto de los edificios y las instalaciones en jaulas en batería representa sólo el 8 por 100 del coste de producción de huevos, y esto en el caso de las instalaciones más sofisticadas; instalaciones más simples representan menos del 8 por 100 del coste de la producción avícola. Se puede llegar a cifras comparables para el resto de las producciones animales… Mano de obra y alojamientos son ítems menores en los costes de producción y no hay argumentos sobre viabilidad económica que justifiquen la poco razonable aglomeración de animales en las granjas.

      Ruth HARRISON, Animal Machines, 1964.

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