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      Thomas TAYLOR, A Vindication of the Rights of Brutes, 1792.

      Con la entrada en la Unión Europea, la legislación española empezó a cambiar en muchos campos. Los países nórdicos y los anglosajones hicieron un esfuerzo por crear directivas que regularan la situación de la cría y manejo de los animales. Como especialista en genética de conejos, fui llamado a un comité de la Agencia Europea para la Seguridad Alimentaria que tenía por objeto determinar las condiciones de las instalaciones y el manejo para los conejos de granja. El presidente del comité era el catedrático de Ética biomédica de la Universidad de Birmingham David Morton, y el secretario un conocido etólogo suizo, Markus Stauffacher. Durante dos años tuvimos muchas reuniones en las que los enfrentamientos fueron frecuentes, hasta que se produjo un documento que consideramos razonable. Para mí fue importante tener acceso a los argumentos de dos personas inteligentes, argumentos que no eran los de esta clase de personas excesivamente sensibles que yo creía que iba a encontrar. Dado que el profesor Morton daba un curso en la Universidad de Cambridge durante el mes de septiembre sobre ética para con los animales, decidí hacer ese curso para entender mejor los argumentos de los defensores de los animales. El curso lo impartían Donald Broom, un conocido investigador en bienestar animal, y David Morton junto a un conjunto de profesores de diverso origen: filósofos, biólogos evolucionistas o investigadores sobre bienestar animal. Los participantes eran gente también de ocupaciones muy diversas: desde un profesor de la Cornell University que no encontraba en Estados Unidos cursos de este tipo, a un director de zoológico; en general eran profesionales con diversos tipos de relación con los animales. El ambiente era favorable a considerar los argumentos en favor de los animales, siendo yo la notable excepción que motivaba las más prolijas discusiones sobre un amplio abanico de temas técnicos: ¿era dolor equivalente a sufrimiento?; ¿vamos a comparar el dolor de un insecto con el sufrimiento emocional?; ¿sufre realmente la langosta al ser hervida viva?; ¿es consciente el animal?; si lo es, ¿cómo lo podemos saber?; ¿cómo averiguamos los intereses de los animales?; ¿cómo evitamos el riesgo de que nuestra interpretación sea antropomórfica?

      Es difícil adscribirse a una escuela ética siguiendo rígidamente sus principios, y coincido con el filósofo de la ética George Moore en que es improbable que una acción determinada sea mejor que otra en todos los casos posibles (Moore, 1903), por lo que ante problemas éticos concretos me he visto obligado a adoptar posturas eclécticas, sin llevar hasta el final los modos de argumentar de una escuela u otra. De lo que sí me he dado cuenta es de que el problema de nuestras obligaciones para con los animales no es trivial, y no es un problema que no haya que tomarse en serio. En el siguiente capítulo examinaremos la naturaleza del problema, y posteriormente las soluciones que se proponen.

      Capítulo

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