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Índice

      Antes de abandonarte, ciudad maravillosa,

       que ungiste de alegrías mi peregrinación,

       quiero dejar prendida en tu escudo una rosa,

       que yo he santificado ante el altar de Otón.

       La nave lleva al bardo. Pero en la silenciosa

       lágrima que yo vierto, queda mi corazón;

       y el noble ilongo amigo, como la ilonga hermosa,

       vivirán por los siglos dentro de mi canción.

       Más alto que el kanuyos cerniéndose en los montes mi alma tenderá el vuelo a extraños horizontes, cantando de los pueblos el himno redentor; Pero, así bramen vientos y se refosquen cielos, hacia estas islas sacras retornará sus vuelos, ¡como el ave que vuelve a su nidal de amor!

      Abril, 1920.

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      Mujer, ¿te acuerdas? Con la sien caída,

       en tu palor marmóreo de azucena,

       tú desleías, como un alma buena,

       todo el rosal de una ilusión perdida.

       Aquella tarde fué. No sé si herida

       en la raíz de tu virtud serena,

       mi audacia fácil añadió otra pena

       al calvario de penas de tu vida.

       Llorabas y reías. De tu boca,

       rojo nidal de sierpes del deseo,

       fluían en suspiros mil encantos...

       --¡Qué loco eres!--dijiste. Y yo, ¡qué loca!--

       Pero en medio de tanto devaneo,

       --¿lo recuerdas aún?--fuimos dos santos.

      Julio, 1920.

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      La dulce Hija, postrándose de hinojos,

       dice a la Madre, a tiempo que sus ojos

       leve cendal de lágrimas empaña:--

       --«Dios ha dispuesto el término del plazo

       y ya es la hora de romper el lazo

       que nos unió tres siglos, ¡Madre España!

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      ¡Madre, sí, madre! Sobre mi haz tendido

       va fermentando el anhelar dormido

       y, el germen abonado se agiganta,

       la gratitud es flor del alma mía,

       y no muere la clásica hidalguía

       donde se irgue tu cruz, tres reces santa.

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      Puede venir el águila altanera

       y hundir el corvo pico en la bandera

       de gualda y oro, que nos da alegría;

       podrán poner a mi garganta un nudo,

       que cuando ¡el labio se retuerza mudo,

       irá a gritar el alma: ¡Madre mía!

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      ¡Dichoso instante aquel que vió a las olas

       dialogar con las naves españolas,

       llevando a Limasawa a Magallanes!

       De entonces a hoy, portentos mil se han visto,

       y es que el poder de España arraiga en Cristo,

       manso y sin hiel, multiplicando panes.

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      Soberbio es tu ideal, como tu gloria,

       largos siglos ataste a la victoria

       al carro de tu funesta monarquía.

       ¿Cómo no amar tu gesta no igualada,

       si en las fronteras que humilló tu espada,

       el gran disco del sol no se ponía?

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      Mas, ¡no es la espada omnipotente sólo

       la que al brillar del uno al otro polo,

       obró cien maravillas en el llano;

       es la esencia vital de las Españas,

       que al invadir palacios y cabañas,

       prestó eficacia al ideal cristiano.

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      Quién empuñó con varonil denuedo,

       en los tiempos de Lope y de Quevedo,

       «el cetro de oro y el blasón divino»;

       quién sembró de fé en la individual conciencia

       decoro en la mujer, que es otra herencia,

       luz en las mentes y oro en el camino.

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      La que duerme arrullada por el cántico

       de las ingentes olas del Atlántico;

       la que empujó a Colón hasta la entraña

       del mundo nuevo, que copió su hechura;

       la que llevó a las pueblos fé y cultura

       y áuras de libertad... Esa es España.

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      España, la invencible soñadora,

       que monta rocinantes a deshora,

       los toros lidia, viste

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