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el cristianismo hacia el Norte" con nuevas misiones, pero "no se habían hallado lugares donde plantarlas", con excepción de Calagnujuet, sitio descubierto por el padre Fernando Consag en las postrimerías de 1753, "mas la falta de agua potable parecía un grande obstáculo".13

      El historiador jesuita calculó que en enero de 1768, cuando sus correligionarios fueron expulsados, los pobladores de California sumaban alrededor de siete mil, algo así como "siete habitantes por legua cuadrada". Atribuía tan escasa densidad poblacional a la "vida salvaje" de sus habitantes, a las "continuas guerras" entre ellos y a "la escasez de víveres en aquel árido terreno", pero también a la proliferación de enfermedades "después de la introducción del cristianismo […] señaladamente en la parte austral". Por lo demás, en las siete décadas que estuvieron los jesuitas –y por mucho tiempo más– la conquista de la península distaba mucho de la de otros territorios. Sirva el siguiente párrafo como botón de muestra:

      El lugar principal de cada misión donde residía el misionero, era un pueblo en que a más de la iglesia, la habitación del misionero, el almacén la casa de los soldados y las escuelas para los niños de uno y otro sexo, había varias casas para los neófitos que vivían allí de pié. Los otros lugares, más o menos distantes del principal, en los cuales vivían los restantes neófitos pertenecientes a la misma misión, carecían regularmente de casas y sus habitantes vivían a campo raso, según su antigua costumbre. Los pueblos de la península eran unos veinte, todos edificados por los misioneros a grande costa.

      Foto 1. Morada del jesuita Ignacio Tirsch en la costa de California.

      En el aspecto financiero, pese a que −según Clavijero− el rey Felipe V dispuso "que los misioneros de la California se pagasen del real erario como los de las otras misiones", la orden "no se ejecutó". Su manutención provino entonces "de los fondos propios de las misiones" las cuales, por otra parte, tenían también a su cargo funciones administrativas. Así, había un procurador "que residía en México" y cuyas atribuciones consistían en "tratar con el virrey y con los oidores los negocios de las misiones", "sacar del real erario" los sueldos destinados a soldados y marineros, "proveer de nuevo buque a la California" cada vez que las circunstancias lo exigieran, así como "comprar y despachar todo lo necesario para los misioneros y sus iglesias, para los soldados y marineros, para los buques y aún para los indios".

      Otro procurador, en Loreto, además de misionero –es decir, encargado de "bautizar, predicar, confesar y otros semejantes"– era responsable de entenderse de "lo temporal": recibir el cargamento proveniente de los buques, abastecer a otros misioneros, pagar sueldos, cuidar el almacén general y hasta despachar "oportunamente los buques a los puertos de la Nueva España" con "los géneros que se enviaban de México". A éste lo auxiliaba "en el cuidado de las cosas temporales" un hermano coadjutor y había además un capitán al mando de los soldados, 60 por ese entonces, con funciones de gobernador, juez y "supremo comandante de aquellos mares". Ahora bien, al superior de las misiones le correspondía "nombrar al capitán y admitir y licenciar a los soldados", de modo que los jesuitas eran la máxima autoridad y la ejercieron a tal grado que evitaron a toda costa lo que entonces parecía el único negocio redituable en aquellos lares, la explotación de las perlas de los mares de California.

      Por órdenes del rey de España Felipe III se le encomendó a Vizcaíno en 1599 otra expedición, también fallida, pero esta vez en la costa occidental de la península. Dicha empresa que hubiera podido realizarse en un mes, tardó nueve, pues navegaron en contra del viento favorable del noroeste, dominante en aquellos mares, y se detenían a sondear puertos o a reconocer la costa. El mayor provecho de tan penosa travesía fue el de descubrir las propiedades de una fruta llamada xocohueztli o xocueistle para combatir el escorbuto. Vizcaíno no quitó sin embargo el dedo del renglón y gestionó el permiso para una nueva tentativa de exploración en la península, esta vez financiada por él mismo. Sus argumentos parecían sólidos: más allá de la pesca de perlas o de la explotación de los recursos minerales que, se daba por descontado, existían en aquel lugar, o de evitar que los piratas utilizaran la península para hostilizar "las costas y los navíos españoles", era necesario encontrar ahí un puerto en dónde abastecer a los barcos provenientes de Filipinas tras "tan larga y penosa navegación".

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