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un campo de presencias. Los planos de la semiosis, a grandes rasgos, aluden, exteroceptivamente, a comportamientos gestuales y somáticos de un conjunto de actantes; e, interoceptivamente, a los estados de ánimo de uno de ellos, protagonista puesto, por desembrague, en el centro de referencia del campo posicional del discurso.

      Desde la primera a la penúltima viñeta, la enunciación opera en clave icónica, esto es, gracias al reconocimiento de los comportamientos de «cuerpos vivientes» que aparecen como figuras icónicas en acción. Esa enunciación icónica, somática, gestual, soporta, pues, casi todo el relato. Para eso, es suficiente con el desembrague a los cuerpos, envolturas en interacción, y con el correlativo embrague a sus respectivos observadores. Aunque hay que enfatizar que todo el relato se basa en el punto de vista del personaje central: sentado en una banca, desde la que percibe su entorno, concentra casi toda la atención, orienta el discurso. En consecuencia, dicho actante, repetido en todas las viñetas, concentra la mayor intensidad de contenido y, obvio, la menor extensidad, pues aparece como unidad constante, frente a la diversidad variable de los actantes que aparecen y desaparecen en los horizontes de campo. Estos últimos, focos de atención secundaria trabajados por valencias inversas a la del protagonista, van delimitando el dominio de presencia y proyectando el dominio de ausencia.

      Así, recapitulando, en la primera viñeta, es desembragado en el centro del campo posicional, un «hombre-sentado-en-una-butaca». Este actor, en la mencionada postura, va a ser una constante reiterada desde la primera a la penúltima viñeta. Su repetición, viñeta a viñeta, asegura la memoria figurativa del discurso. Recién en la última viñeta, va a haber un significativo cambio de postura. El rol patémico-cognitivo de ese actor: un emocionado observador asistente a una suerte de «película» que despliega sus sucesivas escenas frente a él (de ahí que prefiera usar, en la descripción, el término butaca a los de banca, silla u otros). A este observador asistente, enuncivo, desembragado, puesto en discurso (al que llamaremos, «a secas», protagonista), se opone el observador espectador, enunciativo, presupuesto por el discurso y obtenido por embrague. Así, en cuanto enunciatarios espectadores, observamos su observación, miramos su mirada, lo vemos ver. Participamos, pues, con él, del mismo espectáculo.

      El cuerpo propio posicionado en la instancia de discurso, sede fenomenológica de la enunciación semiótica, es el actante fuente de la orientación discursiva. El ícono corporal del protagonista es el actante blanco. Y el observador espectador, obtenido por embrague, lugar que tendrá que ocupar necesariamente cualquier enunciatario, es el actante de control. Este es un primer diagrama posicional.

      Hacia dentro del enunciado se despliega un segundo diagrama posicional, manteniéndose al espectador como actante de control, el protagonista se constituye en fuente de la orientación discursiva; y, sucesivamente, la abeja revoloteando en torno a la flor (v. 1), el niño pateando una pelota (v. 2), los enamorados abrazados besándose (v. 4), las escenas anteriores (v. 5), los cónyuges en la lucha por controlar a sus excitados retoños (v. 6), el empleado que camina apurado observando su reloj (v. 7), el anciano que acaricia a un perro contento (v. 8) y la carroza fúnebre (v. 10) se constituyen en blancos. En las viñetas 3 y 9 los blancos quedan en blanco, al menos figurativamente, lo que contribuye a elevar la tensión de la espera, con su correlato de ansiedad. En la viñeta 12, súbitamente, se invierte el diagrama: el protagonista se ha levantado de su asiento, el que ha quedado tras su vientre. Afectado por una súbita deformación de su cuerpo-envoltura acentuada en su rostro, ha alzado los brazos y empuñado las manos, ha inclinado la cabeza hacia atrás mirando a lo alto, ha abierto la boca desmesuradamente dejando ver una negra cavidad bordeada de afilados dientes desde cuyo fondo vibra una «voz» agitada profiriendo un enunciado exclamativo de desagrado contra /ustedes/2. Se ha convertido, pues, en blanco de /ustedes/, fuente de una intensidad disfórica, a quienes culpa de revelar el final de la película (esta repentina inversión genera un tercer diagrama en el que la carroza fúnebre ocupa la posición de actante de control).

      Desde las escenas de la «carroza fúnebre» (v. 10 y v. 11), aparecen, en retrospectiva, la escena del anciano, la del empleado apurado, la de la familia en apuros, la de los enamorados, la del niño y la de la abeja fecundando la flor (metáfora de la concepción de la vida), como horizontes temporales que han ido siendo abiertos (en prospectiva) por sucesivos desembragues y dan cuenta de la memoria del discurso. Finalmente, en el enunciado exclamativo del protagonista (v. 12), el embrague («contarme») establece una profundidad regresiva. La presencia de/ustedes/ es percibida como intencional, entonces, el actante centro del discurso pierde la iniciativa de la mira; él mismo es puesto en la mira por la intensidad que siente («desagrado frente a la aparición de la muerte»); una alteridad intencional toma forma en su propio campo. Se suscita una profundidad regresiva, emocional. A esa «regresividad» se opondrá, reactivamente, la agresividad.

      La profundidad espacial, mientras tanto, no ofrece mayor complejidad. Se basa en el recorrido de observación que se dirige desde el protagonista (centro) hacia los otros actantes (horizontes). Los horizontes se despliegan, pues, ante el protagonista central, incluso se fijan cerca de él, salvo en el caso de la carroza, la cual aparece por detrás de la butaca dejando tras sí las huellas deícticas de su desplazamiento (v. 10) y alejándose progresivamente (v. 11) hasta quedar casi imperceptible en un horizonte de fondo, lo que debilita las mencionadas huellas reducidas a puntitos (v. 12). Ese desplazamiento produce, no obstante, un efecto de ampliación de la profundidad espacial, limitada solo a la representación del «escenario». Sin duda hay aquí un difícil nudo de sentidos. Por lo pronto, se establece un semisimbolismo:

       escenas de la vida : delante :: escenas de la muerte : detrás

      Cabe notar que, al hacerse presente la muerte por detrás, se le aparece al observador actor rompiendo el eje de su mirada. Este ve lo que hay detrás, pero ve también lo que hay más allá; y ya sabemos lo que hay en el más allá…la muerte.

      Se va perfilando una confrontación de interpretaciones. Resulta que el espectáculo es lo que se pone delante de los ojos, no lo que se pone detrás. La muerte no formaba parte del espectáculo. Más bien, en su curioso afán de «capturar escenas», nuestro protagonista ha mirado hacia atrás (como Orfeo y como la mujer de Lot) y se ha encontrado con la imagen de la muerte. Otra reminiscencia: la muerte «sorprende por detrás»; no se la espera, pero se la encuentra. En consecuencia, nuestro protagonista, en su impulso por mirar, ha descubierto él mismo a la muerte. Nadie le ha contado el final, que no era parte del espectáculo, él se lo ha encontrado mirando hacia atrás. Él se ha contado a sí mismo el final. Su desagrado es tal que, en su explosión de cólera, crea (y cree en) la figura de un antidestinador («ustedes»).

      He aquí, pues, una lectura, una interpretación que construye su propia coherencia. Otra interpretación, que entra en conflicto con la anterior, asumiría, por ejemplo, un escenario circular, en torno al centro, y mantendría la separación entre /yo/ (el protagonista) y /ustedes/ (los que «cuentan la historia»). Las dos interpretaciones serían válidas. Llevada a su límite, esta confrontación de interpretaciones puede incluso otorgar a las escenas contempladas el carácter de remembranzas. En efecto, la ambivalencia entra a tallar, al extremo de ser posible una lectura alegórica apoyada en un sincretismo reflexivo del observador con el informador («Él, a modo de remembranza, contempla lo que ha sido su propia vida»).

      El temple de humor del protagonista va a dar un salto fórico de un polo a otro. En lo que respecta a las operaciones de mira y de captación, el observador asistente pone sucesivas presencias en la mira para reconocerlas como fuentes de diferentes grados de intensidad afectiva. De viñeta a viñeta hay transformaciones de las presencias –con dos viñetas de tensa y expectante espera– que desencadenan sucesivas emociones en él. Eso presupone su disposición frente a esos escenarios consecutivos de evolución de la vida: está, pues, despierto a la vida, ilusionado con ella. Ese despertar no está manifestado, sino supuesto, deducido. La presencia de la muerte, sin embargo, va a desencadenar, al final, una violenta transformación.

      Decíamos que el protagonista, observador asistente, es la fuente de la mira; pero también el blanco de la intensidad afectiva. En ese sentido, es un no sujeto, simple centro pasivo de percepción que

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