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género particular de vida16.

      El primer sujeto es, así, un hábil «congelador» gráfico de la pantomima17. La coloca en un sintagma discontinuo de encuadres pautado por la elipsis, excedente de valor que reclama del segundo sujeto la correlativa catálisis encargada de dar «continuidad imaginaria» desde los intersticios del mencionado sintagma. De ese modo, el segundo sujeto se convierte en un colaborador encargado de «completar» la contraseña que el primer sujeto pone a su disposición. Ese prurito de facilidad intersubjetiva permite definir graficar como señalamiento iconográfico a algo dirigido por alguien a alguien. A algo que es significante figurativo sobre algo que es significado temático-narrativo, a algo que es figura sobre algo que es fondo, o a algo que es un evento sobre algo que es un estado, o a algo que aparece como una discontinuidad sobre algo que sugiere una continuidad. Cuando ese arte de señalar, de hacer notar, de resaltar, de superponer, se convierte en medio para hacer reír –sea esa risa dulce, ácida, ácima o amarga–, entonces, graficar equivale a gratificar. Algo de gratuidad y de gracia emerge de la pesantez de la existencia.

      Aporte breve, bueno

      Del saque sabemos que la historieta no tiene la seriedad ni el linaje cognitivo «objetivo» propio de la historia. Incluso el sufijo -eta puede parecer peyorativo por comparación. Pero no nos confundamos. La democrática práctica de leer historietas recuerda el aforismo 105 de Baltazar Gracián: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo»18. En efecto, la historieta, por su sencillez y economía expresiva, parece estar al alcance de una inmensa población mínimamente «letrada» (y a veces ni siquiera «letrada»). De su brevedad nace su eficacia. Por lo pronto, aquí la consideramos como un cuerpo-objeto que, en contacto con el cuerpo sensible del lector, irradia sentidos que afectan sus sentidos y con los cuales articula significaciones atentas más al juego de valores que al protocolo para establecer «hechos» Si la pertinencia de este estudio reside en la escueta articulación de las direcciones del sentido, entonces, el cuerpo propio que nos ocupa, inscrito en la praxis enunciativa de la historieta en cuanto cuerpo-sujeto, no viene al mundo desde un exterior, sino que es del mundo en cuanto semiosis. Y el mundo en cuanto semiosis es siempre, de una manera u otra, lenguaje, acto de significar19. En este caso: acto breve, concentrado, terapéutico. De ahí su bondad.

      «La búsqueda de nuevos medios de expresión filosófica fue inaugurada por Nietzsche, y debe ser proseguida hoy relacionándola con la renovación de algunas otras artes como el teatro o el cine» (Deleuze, 2002, p. 18). Este libro quiere probar que la historieta tiene un lugar ganado con todo derecho en ese elenco de artes.

      Huellas/Operaciones/Figuras

      Llama la atención, en la vivencia «común» de interpretar historietas, la conjugación de huellas figurativas, de operaciones semióticas, de figuras del movimiento y de figuras del cuerpo20. La instancia de discurso, en mérito a su intencionalidad, coloca huellas deícticas a lo largo de su curso; operación semiótica de (co)locaciones/seriaciones, pistas entre encuadres (o en encuadres) en las cuales los cuerpos figuran como puntos y los movimientos como desplazamientos (en una misma viñeta o en el paso de una a otra): tenemos así diversos itinerarios deícticos de cohesión (→, ←, ↔, ↓, ↑). Ahora bien, quizá lo más inmediato ante nuestros ojos son las huellas de superficie, redes de inscripciones sobre la página en blanco (su «pantalla»); operación semiótica de ciframientos/desciframientos en la que los cuerpos figuran como envolturas y los movimientos como deformaciones. Así, la graciosa exageración de inscripciones revela contorsiones y distorsiones más o menos constantes, sobre todo a través de los rostros. Esos personajes anónimos adquieren diversidad de fisonomías: cabezas redondas como pelotas, alargadas como sandías, onduladas como habas; en suma, desplegadas imaginariamente en diversas figuralidades.

      En el corpus que analizaremos, por ejemplo, los personajes suelen ser narigones, lo que imprime en ellos una mueca característica del estilo iconográfico del humorista. En la experiencia presupuesta por el dibujo como puesta en discurso, ampliando o reduciendo, jugando con la elasticidad, el caricaturista imita, forma y deforma rasgos, cristalizando en ellos su mecánica, su uniformidad; extrayendo su parte de automatismo y haciéndolos cómicos (Bergson, 2011, p. 26). En ese sentido, la topología del «agujero», o del «hueco», remite al «teatro» de las huellas diegéticas en cuya virtud la enunciación opera semióticamente con presentaciones/representaciones de escenas, esto es, de flujos temático-narrativos y de eventos que los transforman. Los cuerpos figuran ahí como cavidades, como espacios de resonancia, y los movimientos como agitaciones (los globos de pensamiento y de pronunciación son, a este respecto, bastante reveladores: abren y cierran una cavidad imaginaria, que será convertida en superficie real de inscripción). El dibujo sugiere también huellas motrices, en función de las cuales la enunciación opera semióticamente con hundimientos/deshundimientos de estructuras materiales representadas. Los cuerpos figuran, entonces, como carnes y los movimientos como mociones íntimas. Los relatos, mediante una gama de recursos cinéticos, aluden a haces sensorio-motores que pueden ser interpretados como contracciones y dilataciones, como golpes en superficies blandas o resistentes, etc.

      Sintagmática de rostros

      En medio del desplazamiento de puntos, de la deformación de envolturas, de la agitación de cavidades y de la moción de carnes, la práctica central del humorista gráfico consiste en inscribir rostros concretos sobre una pantalla blanca y, a la vez, en desplazar, deformar, agitar y mover esos rostros en unos virtuales «agujeros negros de sentido» para narrar una historia. Las situaciones y disposiciones espacio-temporales, así como las transformaciones actanciales y anímicas de los personajes, se entraman con rasgos significantes y constituyen enunciados que se ajustan ante todo a los rostros concretos de los actores conectados entre sí. Pantallas privilegiadas en las que rebotan los relatos. Agamben (2010) llama «tragicomedia de la apariencia al hecho de que el rostro solo descubre en la medida en que oculta y oculta en la medida misma en que descubre» (p. 81). Basado en la raíz indoeuropea que significa «uno»21, puntualiza además lo siguiente:

      El rostro no es simulacro, en el sentido de algo que disimula y encubre la verdad: es simultas, el estar-juntas las múltiples caras que lo constituyen, sin que ninguna de ellas sea más verdadera que las demás. Captar la verdad del rostro significa aprehender no la semejanza, sino la simultaneidad de las caras, la inquieta potencia que las mantiene juntas y las une. (p. 85)

      Esa simultaneidad, en términos semióticos, configura «juegos de caras» en los rostros. Sintagmáticas en ellos y entre ellos.

      No nos equivocamos si aseveramos que la historieta es un discurso determinado en gran medida por una compleja sintagmática de rostros. Las cabezas están incluidas en los cuerpos, pero el rostro, en cuanto mapa, no.

      El rostro solo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional –cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está decodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro–. Dicho de otro modo, la cabeza, todos los elementos volumen-cavidad de la cabeza, deben ser rostrificados. Y lo serán por la pantalla agujereada, por la pared blanca-agujero negro, la máquina abstracta que va a producir rostro. Pero la operación no acaba ahí: la cabeza y sus elementos no serán rostrificados sin que la totalidad del cuerpo no pueda serlo, no se vea obligado a serlo, en un proceso inevitable. (Deleuze y Guattari, 2015, p. 176)

      Estamos viendo que, para Deleuze y Guattari (2015), esos rostros no son algo ya construido, nacen más bien de una máquina abstracta de rostridad, «que va a producirlos al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca y a la subjetividad su agujero negro» (p. 174). Previamente han postulado

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