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revoloteo de la abeja fecundadora (v. 1), sonrisa contemplativa ante el juego del niño (v. 2), búsqueda expectante de escenas (v. 3), de nuevo sorprendida admiración ante la escena de los jóvenes amantes (v. 4) que se prolonga en emocionado gesto entre atónito y libidinoso (v. 5), carcajada ante los apuros de los cónyuges con sus niños (v. 6), contemplación pasiva del empleado (v. 7), tierna admiración ante la amistosa relación del anciano con el perro (v. 8), hasta que… otra expectante búsqueda (v. 9), sorprendida mirada hacia atrás, a la carroza fúnebre, despertar a otra semiosis, esto es, a otro estado de cosas que va con otro estado de ánimo (v. 10), entre triste y asustada disposición (v. 11) y violenta transformación pasional del no sujeto en sujeto con estallido emocional moralizador (v. 12).

      En la segunda y en la sétima viñeta, se da la presencia de un actante en el horizonte próximo (en cuanto actores, el niño y el llamado «empleado»); en la primera, cuarta y octava viñeta, se da la presencia de dos actantes (la abeja y la flor, la pareja, el anciano y el perro). En la sexta viñeta, se da la presencia de cuatro actantes, colectivamente identificados como «familia». Mientras tanto, la quinta viñeta, como vimos, parece referirse anafóricamente a la cuarta. Por último, la ausencia de actantes en horizonte en la tercera y novena viñeta, a la vez que reduce los horizontes figurativos a su mínima expresión, parece intensificar la mira puesta en horizontes inciertos, indeterminados. El actante se queda con los blancos en blanco, pero, por eso mismo, concentra más aún la intensidad afectiva. En la décima viñeta, de nuevo, la carroza vale como un solo actante. Pero en la decimoprimera viñeta ya no está en la mira, la cual está embargada y embragada por el desconcierto de una mirada perdida en el horizonte. En la última viñeta, deconstructivamente, la mira está puesta en «ustedes», autores de la historieta, en quienes el actante descarga su cólera.

      Estamos ante lo que, en términos de interacción, se denomina ajuste, cuyo efecto es el contagio: las acciones, sentimientos y emociones de los actores informadores hacen actuar, sentir y emocionarse al protagonista observador. En ese ámbito de competencias estésicas, los actores que aparecen y desaparecen en horizonte son, también, no sujetos, realizados en acto como cuerpos. Cuando aparecen, concentran alta intensidad y baja extensidad. En suma, devienen fuentes de intensidad que generan impresiones fuertes en el protagonista. Como es obvio, al desaparecer, dejan la posta de la intensidad afectiva a los que vienen.

      Como hemos visto, el signo fórico de la intensidad sufre un repentino cambio, en el que, sin duda, reside el efecto humorístico de la historieta. Por praxis enunciativa, sabemos de situaciones potenciales en las que se increpa y reprocha a quien osa contarnos una película que no hemos visto y queremos ver, ya que nos quita el sabor de la intriga. La desmesurada reacción del actante que culpa a un /ustedes/ de lo que ha sido su propio exceso de curiosidad resulta, pues, cómica desde la perspectiva del espectador: el humor ha hecho chispa al chocar las ilusorias previsiones de una historia no terminada, complacientemente imperfecta (que presenta a un sujeto casi pasivo, apacible, feliz), contra la brutal realidad, presentida ante la carroza fúnebre, de lo que termina y es perfecto, cierto, indubitable e inevitable, lo que transforma a ese personaje de ánimo manso en poco más o menos que una bestia. En el cambio estarían, pues, los resortes del humor, al menos en este caso.

      Desde la primera a la octava viñeta, la difusa captación de una serie de escenas complacientes, con sus intersticios de búsqueda (v. 3) y celebración (v. 5), eleva la intensidad eufórica. La novena viñeta es un punto de paso, de transición. En la decimoprimera viñeta, la intensidad del susto, del desagrado, de la tristeza ha «secuestrado» al no sujeto: se eleva la intensidad de modo exponencial, pero esta vez disfórica, hasta llegar a la cúspide de intensidad en la última viñeta, en la que, de modo «catastrófico», el no sujeto se transforma en sujeto que evalúa y juzga, con desmedida violencia, lo ocurrido. En conjunto, el relato ofrece, pues, el perfil de un esquema ascendente.

      El recorrido del actante central, básicamente somático y gestual, es, hasta la novena viñeta, el de un espectador complacido ante las escenas previsibles, programadas, de una agradable «película» en la que los actores cumplen con sus roles temáticos estereotipados, fijos, cerrados. Los actores, en la pertinencia estésica, aparecían como no sujetos. Ahora, en la pertinencia modal, que los inviste de roles estereotipados, que los programa, devienen autómatas unimodalizados con el poder. La cultura, como forma de vida, produce esos estereotipos: el juego y la inocencia en la etapa de la niñez, el enamoramiento en la adolescencia, la vida en familia y la paternidad en la etapa del matrimonio pleno, la responsabilidad y el estrés a la hora de trabajar, y la tranquila placidez de la vejez. Por último, la carroza negra con la cruz para aludir y representar, por metonimia, a la muerte. Precisamente cuando la carroza fúnebre aparece en el horizonte, el estado de ánimo del espectador de una película agradable se altera: la frustración, el desconcierto, la desesperanza, hacen su aparición concentradas en un elocuente gesto (v. 11); luego, la agresiva actitud de molestia, enojo y cólera (v. 12) culmina el recorrido de un actor que, en conjunto, ha tenido la libertad de construir su propia identidad a través de cambios de actitud de índole marcadamente emocional, pues se trata de un cuerpo sensible, voluble, fuertemente afectado por las escenas, en especial por la de la muerte. Si bien el rol es el de un espectador, por el acento puesto en sus cambios de actitud, resulta que su recorrido, al tender al cambio, se siente abierto. Después de todo, se trata del único personaje que tiene libertad para construir su identidad.

      En la isotopía de la historia, que se desplegaba hasta la octava viñeta, el protagonista quiere que «la ilusión de la vida» se prolongue indefinidamente para disfrutar de la imperfección del no saber, para regodearse en el placer de una creciente intriga. Pero, frente a la isotopía –eufórica– de la historia, se impone la isotopía –disfórica– del acontecimiento. En efecto, el ciclo vital está cerrado y, en realidad, se sabe que ya no hay nada más que contar. El protagonista se entera, sin querer, del final del relato de la vida. Sobreviene la decepción, el desengaño ante la dura certeza de la muerte. La reacción de nuestro héroe al no poder evitar la imagen del final no es otra cosa que una «pataleta» ante lo inevitable. En el fondo, él ya sabía cuál era el final, pues lo reconoce como tal, pero no quería verlo.

      Se trata, según Pániker (2001), de la muerte como tabú. Está prohibido mencionarla; es un tema obsceno, como la defecación. Se muere asépticamente en los hospitales. Nada debe enturbiar el diseño de banal felicidad basado en el consumo y en la permisividad (que alcanza al sexo, pero que, en contrapartida, reprime severamente a la muerte, la cual ha reemplazado al sexo como tabú fundamental) (Pániker, 2001, p. 80). Nuestro protagonista, con su actitud, condensa una forma de vida.

      Retomando el esquema pasional, al que aludimos brevemente, podemos constatar que, desde el comienzo de la historia, estamos ante un observador que, en cuanto cuerpo sensible, está ya despierto afectivamente. En cada escena es sacudido por un nuevo estímulo que lo emociona. Hasta en aquellas en las que, supuestamente, no tiene nada al frente, lleva impreso el síndrome de ese despertar.

      Queda, pues, implícita, en sus reacciones gestuales, la disposición al placer, a la complacencia, a la ilusión ante la vida; está fijado, entonces, el género de la pasión. Precisamente por eso, el pivote pasional se entiende a partir de una sorpresa (v. 10) y de una indisposición (v. 11) ante la presencia de una carroza fúnebre. Antes de la transformación pasional, queda, pues, explícita la mencionada indisposición.

      La última viñeta concentra y condensa las tres últimas fases del esquema. Aunque, por los gestos del protagonista, ha sido evidente la ubicuidad de la emoción a lo largo del relato, la fuerza que adquiere en esta escena final llega al umbral del exceso: el paso de la postura sentada a la parada, la cabeza inclinada hacia arriba, la boca desmesuradamente abierta, los brazos extendidos, los puños cerrados, el paso del silencio a la voz alta y estridente… son signos observables de frustración, descontento y agresividad. Esperaba, en términos fiduciarios, que «ustedes» no le cuenten el final, esto es, que no lo conjunten con la indeseada información. Creía tener derecho a no saber. Pero los creadores de la historieta lo decepcionaron. Hicieron lo justo para que la fruición de lo bello dé paso a la bestia.

      En el plano enuncivo, la moralización

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