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búsqueda de tierra y mejores condiciones de vida, o bien escapando de la expansión del latifundio, los proyectos de infraestructura y la violencia, aspecto que ha marcado la vida de los colonos. Hombres y mujeres llegaron con fuerza de trabajo para «tumbar montaña» y sembrar, pero sin perder los vínculos culturales con sus lugares de procedencia y labores, lo que, unido a la rápida adaptación a los nuevos lugares, les permitió apropiarse del paisaje y construir poco a poco una identidad con el territorio, en medio de las adversidades y el conflicto.

      La expansión de los ganaderos desde la década de los setenta explica la llegada de colonos desde Puerto Berrío (Antioquía) y La Dorada (Caldas). Por un lado, un número reducido de propietarios con capital controlaban la compra y venta de ganado; por otro, se comenzó a valorizar y ampliar las tierras con pasto. Finalmente, estos ganaderos organizaron a hombres armados que tenían a su cargo la seguridad privada de los hacendados y terratenientes; y así se fueron ampliando los linderos sobre tierras habitadas por familias de colonos que vivían de cultivar maíz, arroz, ajonjolí, plátano, cacao y de la cría de cerdos. Estos primeros grupos armados, según los testimonios, fueron creados para proteger la propiedad privada y los intereses de los ganaderos:

      Se juntaban cuatro o cinco grandes ganaderos terratenientes; entonces ellos pagaban, un ejemplo, cinco por cada hacienda: cinco haciendas igual a veinticinco personas que eran contratados única y exclusivamente para revisar los linderos, es decir, las colindancias con las demás regiones, buen caballo, con pistolas, o escopetas de cinco tiros, las famosas «changones» [...] y un radio, un radio pequeño de comunicación con la hacienda [...] entonces tenía dos funciones: una que era permanecer vigilante a la cantidad de animales que se tenía o la cantidad de bienes que tenía la hacienda, estar siempre pendiente de lo que llamamos los linderos con las demás personas que ya no eran hacendados, mantener vigilancia, porque hay que recordar que en ese entonces la mayoría de dueños de las haciendas vivían en las haciendas (Páez, 2015, p. 272).

      Los terratenientes en Puerto Berrío actuaron de manera violenta contra los campesinos desde finales de la década de los setenta. Los intereses de ampliar el territorio, de aumentar el número de cabezas de ganado, el acceder a tierras ya descubiertas, llevaron a un ambiente de inseguridad colectiva, lo que provocó incertidumbre, desconfianza y amenazas contra los colonos que ya se habían alejado de Puerto Berrío. Este fenómeno ocasionó una ruptura del tejido social y cultural que se había construido durante más de treinta años, expulsando a la gente en dirección hacia el río Ité, Tamar y San Bartolomé, abajo hasta el Cimitarra y el Magdalena, para ubicarse en sitios como Puerto Nuevo Ité, Jabonal, entre otros.

      Para los colonos, la recolonización fue la «semilla» que creció con los acumulados de experiencias anteriores y generó elementos políticos, económicos y sociales que se integraron en la construcción de un nuevo territorio. Antes de ser desplazados, los colonos que vivían por los lados de Ciénega Barbacoas, límites entre Yondó y Puerto Berrío, recuerdan que el proceso de colonización que estaban viviendo en ese lugar fue acorde con las necesidades del campesino, es decir, debido al fácil acceso a recursos naturales: buena tierra, caza y pesca. Fue una colonización que se guiaba por el «ánimo de tener un patrimonio en el ámbito del núcleo familiar, con una solidaridad normal y la hospitalidad del campesino», pero con la particularidad de no contar con la suficientemente organización para resistir. Como recuerda uno de los campesinos, a modo de aprendizaje: «Creo que esa parte de no haber concebido un contexto económico y político de la defensa del territorio nos jodió y nos puso a reflexionar [...] perdimos y aprendimos» (León, D. Entrevista 4 con líder de la ACVC. 5 de septiembre, 2017).

      A comienzos de la década de los ochenta, los terratenientes «amparados» en el apoyo del batallón Calibío de Puerto Berrío entraron en esa zona «masacrando y aplicando la política de tierra arrasada». Unos se quedaron, otros se desplazaron para la ciudad y otros continuaron hacia el río Cimitarra, un territorio que no conocían, dejando atrás tierras, animales, cultivos y una historia para muchos de más de 15 años:

      … entonces llegar al río Ité sobre la altura de un punto que llama la Troja y ahí nos quedamos. Nos quedamos, digo: decidimos descansar. No conocíamos tampoco muy bien el terreno. Decidimos descansar sobre ese río, que había mucho pescado y se encontraba tal vez por esas épocas antes que decían que antes de la violencia había habido unas explotaciones de caoba y que habían quedado algunos espacios de campamento de aserradores. Recuerdo que en esas primeras partes de salidas había unos rastrojos grandes que no eran montañas, que se veía que habían sido talados, pero había, por ejemplo, popochos, había plátano, que le llamamos manzano, y entonces había forma de tener de ahí y ajustar con pescado y comer. Eso ya era un alivio inmenso, porque sobre ese río, tal vez porque era río, ya una ribera, porque tal vez habían bajado mucha madera, en eso antes de la violencia, por el río como una vía y madera embalsada, y tal vez entonces habían dejado esos espacios. Ya luego nos dimos cuenta que más abajo había gente colonizada y entonces empezamos ahí con los pocos colonos. Creo que eran tres no más que vivían muy solos, que subían desde Barranca y entraban por el río Cimitarra; pero no había mucha tronquera, el transporte era a palo, a pura canoa de remo y palo, y duraban tres días para subir las cosas desde donde lograban mercar y nos echaban todos esos cuentos; entonces decidimos recolonizarnos ahí, y ese es como el nuevo momento que parte la historia hoy (Páez, 2016, p. 219).

      Adicionalmente, otros focos de colonización se formaron por la entrada de gente río arriba. Un caso en este proceso está representado por la vereda Concepción o la Concha, que a comienzos de los años de 1980 mantuvo una junta de acción comunal con familias que venían del sur de Bolívar, San Pablo, Simití, Caldas y algunas familias del Chocó. Desde Barrancabermeja salían canoas hasta La Rompida, por donde se podía entrar al río Cimitarra, y de ahí, a un día de camino, se llegaba a los sitios conocidos como Bagre y la Concha. Se trabajó en tierras productivas «tumbando» montaña, sembrando maíz y arroz en medio de abundante pesca y cacería. Era, como decía una de las colonas, «un paisaje hermosísimo, eso había especies de todo, tanto de aves como de animales, abundaba la danta, el venado, toda una suficiencia de alimentos, por eso la gente fue acabando con las mismas especies porque con eso se sostenían» (León, D. Entrevista 35 con lideresa de la ACVC. 23 de abril, 2018).

      De esta forma, a orillas del río se fueron dando nombres a lo recién descubierto. Muchos colonos atraídos por la biodiversidad bautizaron las veredas con nombres de especies nativas como El Bagre, Coroncoro, La Raya, Nutrias, La Poza, San Miguel del Tigre, Los Mangos, Cagüí, Guamo y Bijao. Otros reivindicaban un sentimiento religioso que se ligaba indudablemente a fiestas o santos patronos propios del imaginario rural: San Francisco, Concepción, Santa Clara, San Luis Gonzaga, San Lorenzo y Santo Domingo. Tras los nombres de las veredas también aparecen, en parte, las historias de personas y procesos surgidos en el territorio, referentes en la memoria que ayudan a contar los aciertos, esperanzas, apuestas políticas y dificultades vividas por las familias en busca de mejores condiciones y participación: Puerto Nuevo Ité, Puerto Matilde, La Cooperativa, La Y de los Abuelos, No te Pases, Jabonal, Lejanías, La Congoja y Vietnam. Estos nombres retienen y congelan múltiples aventuras, sensaciones y experiencias.

      El empuje de la colonización (con ritmos diferenciados en términos de poblamiento y configuración territorial) permitió que los esfuerzos de los colonos encontraran intereses y desafíos comunes ante las contradicciones que se venían presentando. A diferencia de las experiencias anteriores, esta forma de combinar la «solidaridad» tenía un «criterio», es decir, un objetivo común que trascendía el bienestar de la familia y el patrimonio y se dirigía hacia la lucha por el territorio. Los comienzos de la década de 1980 marcan una nueva fase en ese sentido, en el ámbito local se fortalecieron los comités de tierra, las juntas de acción comunal y una cooperativa desde donde se definían acuerdos y se hacían esfuerzos para la «distribución cualitativa de la tierra», la comercialización y el suministro de alimentos. Se compartieron alimentos, semillas, herramientas y la cría de animales domésticos, así como el trabajo para levantar los primeros ranchos de madera y palma. En palabras de los colonos, «todo eso era casi que un compromiso de los colonos, que ya existíamos con el colono que llegaba, y el que llegaba y ya al año tenía esa garantía, entonces se comprometían también [...] esa solidaridad surgió en la recolonización, por la necesidad

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