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vez más, de tumbas pertenecientes a los personajes más destacados de esa sociedad. La población de Huelva estaría muy vinculada a la explotación minero-metalúrgica desde el Bronce Final, por lo que no responde a los cánones socioeconómicos y culturales que hemos visto en otras zonas más vinculadas con la economía agropecuaria; además, su posición estratégica como uno de los focos del comercio atlántico, habría permitido a sus jefaturas negociar con los comerciantes fenicios sobre bases muy diferentes. Esto explicaría la temprana llegada de los comerciantes fenicios a la zona, como también manifestaría la ausencia de una colonia en esta área. Por ello, las necrópolis de Huelva, y especialmente la de la Joya, ofrecen una mayor presencia de expresiones indígenas en sus tumbas, mientras que no se ha detectado ni un solo enterramiento genuinamente fenicio. A pesar de todo ello, la necrópolis de la Joya, de gran originalidad y riqueza, difiere en poco del resto de necrópolis tartésicas en cuanto al ritual y al ajuar recuperado; así, dominan las cremaciones sobre las inhumaciones; las urnas pertenecen en su mayor parte al tipo «Cruz del Negro»; hay una gran variedad de platos y vasos fenicios; o aparecen asociados los jarros y braserillos de bronce. Sin embargo, los ajuares están compuestos por un gran número de materiales indígenas que prevalecen sobre los productos exógenos. Destaca entre otras la tumba 17, una fosa de más de 10 m2 en la que se empleó leña y cal para acelerar el proceso de cremación del cadáver de un personaje especialmente destacado que se rodeó de un magnífico ajuar compuesto por el conjunto de jarro y braserillo de bronce, un espejo, un quemaperfumes, un cinturón y diferentes objetos de uso personal, pero entre los que destaca especialmente un carro y los atalajes de los caballos del tiro; así mismo, el difunto se rodeó de elementos de clara tradición fenicia como las ánforas tipo R-1, los platos de barniz rojo, los vasos de alabastro, etc., pero junto a otros vasos cerámicos indígenas hechos a mano. Las tumbas de la Joya, denominadas «principescas» por la riqueza de sus ajuares, no sobrepasan el siglo VII a.C., por lo que son algo más modernas que las procedentes del valle del Guadalquivir o Cádiz, lo que demostraría que la sociedad de Huelva, al no ser colonizada, tardó más tiempo en asimilar los rituales fenicios, reservados en todo caso a las jefaturas de la zona (fig. 28).

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      Fig. 28. 1. Tumba 9 de la Joya, Huelva (según Garrido, 1970); 2. Tumba 17 de la Joya (según Garrido y Orta, 1978).

      Sin embargo, y a pesar de la riqueza de estas tumbas, seguimos sin poder resolver la cuestión del control de la sociedad por parte de estas jefaturas. En efecto –y sigue siendo uno de los puntos aún sin aclarar de la arqueología tartésica–, apenas se han podido recuperar algunas armas en las tumbas más destacadas de Huelva, mientras que son prácticamente inexistentes en el resto de necrópolis tartésicas, así como en poblados o santuarios. Esta circunstancia choca con la representación de los guerreros de las estelas del Bronce Final que, sin embargo, a medida que se adentran en época tartésica, abandonan paulatinamente las armas que los acompañan en favor de los objetos de prestigio llegados del Mediterráneo. Por lo tanto, parece que el control de la sociedad debió estar bien asegurado a través de un potente poder político y económico que dejaría el control militar en manos de grupos relacionados con el parentesco de estas jefaturas y cuyas tumbas no se han encontrado por el momento.

      El ritual tartésico terminó por extenderse por toda su periferia geográfica, dejándonos ejemplos muy significativos en los valles del Guadiana y del Tajo. Entre las necrópolis destaca especialmente la de Medellín (Badajoz), que comienza a funcionar, como mucho, a principios del siglo VII a.C., y donde sólo se han documentado cremaciones acompañados por rituales muy similares a los del núcleo de Tarteso, si bien, y como es lógico, la influencia indígena aporta algunas novedades reseñables como las estructuras de guijarros que cubren algunas de sus tumbas. Una tumba de especial importancia por la riqueza de su material y por hallarse en la zona más septentrional hasta ahora localizada es la de Belvís de la Jara (Toledo), con materiales que conectan directamente con el área nuclear de Tarteso.

      A partir del siglo VII a.C., los ajuares de las tumbas comienzan a incorporar de forma generalizada objetos ya realizados en la península, aunque de fuerte influencia orientalizante; se trataría de talleres, bien abiertos por los fenicios en las colonias y en los que participarían activamente los indígenas, o bien de talleres indígenas, duchos en la elaboración de algunos productos de orfebrería y metalistería desde el Bronce Final, que incorporarían las nuevas técnicas de elaboración mediterránea. Es a partir de este momento, sino antes, cuando podemos hablar con propiedad de necrópolis tartésicas, donde las tumbas contrastan con la austeridad del ritual fenicio y donde se acentúa la jerarquización de los espacios, una derivación de la estructura social indígena que se debió respetar en Tarteso hasta la desaparición de su cultura. Además, vemos cómo a partir de ese momento hay una profusión de elementos indígenas como los vasos à chardon, las cerámicas a mano bruñidas, las urnas bicónicas, las fíbulas de doble resorte o los típicos broches de cinturón; pero también se siguen depositando elementos de clara filiación fenicia como los platos y cuencos de barniz rojo, las lucernas de pico, las cáscaras decoradas de huevos de avestruz, los escarabeos, los marfiles decorados, etc.; mientras que ya están ausentes otros elementos típicos de las necrópolis fenicias más antiguas como los jarros de boca de seta o trilobulada.

      VIII. Religión fenicia y santuarios tartésicos

      Quizá la religión sea una de las principales características culturales de una sociedad, por lo que su adaptación o transformación a nuevas creencias y a los ritos que la representan tienen un desarrollo lento y complejo, máxime cuando no existe un escenario propicio que imponga dicha transformación. Así, lejos aún de conocer la organización social de Tarteso, la información aportada por las fuentes clásicas, la composición de sus necrópolis y la existencia de un buen número de edificios singulares que destacan en el paisaje o aparecen insertos en la estructura urbana, podemos esbozar algunos retazos de su compleja estructura, donde la religión juega un papel muy destacado.

      Lamentablemente, partimos de un conocimiento muy parcial de la religiosidad fenicia, a lo que se suma el total desconocimiento acerca del culto indígena antes de la formación de la cultura tartésica, probablemente relacionado con un culto a la naturaleza con expresiones anicónicas. A ello se suman las escasas evidencias que poseemos para caracterizar los espacios de culto indígenas. Ciertamente, con el paso del tiempo se fue imponiendo, paulatinamente, el estilo oriental, representado en la erección de grandes edificios de marcada personalidad con respecto a otros santuarios conocidos en el resto del Mediterráneo, quizá como consecuencia de la hibridación religiosa entre los rituales y tradiciones fenicias e indígenas. Así, de las evidencias existentes únicamente podemos discernir acerca de la construcción de edificios de gran tamaño y de planta ovalada destinados al culto, aprovechados primero por los fenicios y, posteriormente, por los tartesios, para levantar santuarios cuadrangulares, como se documenta en ejemplos como Montemolín.

      Debemos tener en cuenta que cuando hablamos de religión tartésica estamos haciendo referencia a los cultos y creencias de origen mediterráneo introducidos por los fenicios a su llegada en la península Ibérica tras la colonización, pero que se fueron transformando debido a las aportaciones indígenas existentes. Esta circunstancia es el resultado de un proceso de sincretismo religioso original que diferenciaría a la religión de Tarteso de otras desarrolladas por otras culturas de su entorno.

      La sólida organización social y política de los fenicios peninsulares, avalada por el excelente funcionamiento de su sistema comercial, debió favorecer la rápida asimilación de sus creencias religiosas por parte de los indígenas, pues no debemos olvidar que eran los dioses los encargados de velar por la buena práctica de las transacciones comerciales, razón por la cual sabemos que en las fundaciones comerciales los fenicios erigían un templo o santuario dedicado a la divinidad de la ciudad de origen, actividad que no sólo pretendía convertirse en una muestra de la identidad ciudadana de los primeros comerciantes, sino también en un mecanismo de control de esas nuevas fundaciones por parte del poder estatal fenicio.

      A pesar de que la religión, del mismo modo que ocurre con los ritos funerarios, constituye uno de los rasgos más representativos de las sociedades, parece lógico pensar que fueran las propias jefaturas quienes

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