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para conseguir entender la funcionalidad de estos edificios, y donde Cancho Roano ‘C’, su primera construcción, guarda una gran semejanza tanto en su planta como en su concepción arquitectónica, con los santuarios más antiguos del valle del Guadalquivir.

      La mayor parte de estos santuarios fueron construidos sobre cabañas de planta oval pertenecientes al Bronce Final, la etapa precedente a la colonización, lo que confirma la estrategia de los fenicios por mantener lugares sacralizados con anterioridad, mecanismo para fomentar el sincretismo entre las diferentes comunidades. Estos edificios originales reproducen sencillas plantas cuadrangulares de innegable influencia fenicia, aunque con el paso del tiempo se irán haciendo más complejas hasta convertirse en auténticos centros de culto con una funcionalidad más diversificada. Habitualmente se localizan en pequeños promontorios desde donde controlaban la ciudad a la que estaban vinculados, aunque existen ejemplos, como Cancho Roano, aislado en el paisaje, que ejercerían de hitos fronterizos donde las diferentes comunidades acudirían a realizar transacciones comerciales. Esto dota al santuario de un protagonismo como lugar neutral donde se garantizaría la equidad en las acciones comerciales que se llevarían a cabo en su entorno. Su mantenimiento debía proceder del diezmo que obtendrían por la intermediación en las transacciones comerciales, algo que podemos deducir al observar cómo los santuarios van ganando espacio o enriqueciéndose a medida que transcurre el tiempo, prueba de la rentabilidad que conseguirían. Por último, su control vendría refrendado por el poder político, pero no serían ajenos al estamento religioso, pues no debemos olvidar que la separación entre ambos, en el mundo oriental, es muy sutil.

      Los santuarios tartésicos presentan unas similitudes arquitectónicas y simbólicas que facilitan su análisis funcional. En su planta cuadrangular se integran elementos como los altares circulares de adobe y, especialmente, los que ofrecen una forma de piel de toro extendida, habitualmente localizados en el centro de las estancias. En los laterales suelen localizarse bancos corridos, construidos también en adobe y en ocasiones decorados. Dichas construcciones tienden a presentar también un marcado hermetismo, por lo que el acceso se realiza a través de una única entrada que suele caracterizarse por la presencia de pavimentos de piedras foráneas o conchas, mientras que los suelos del interior suelen ser de arcilla roja apisonada. Por último, cabe destacar el hecho de que todas estas construcciones están orientadas a la salida del sol, característica que se ha puesto en relación con el culto a Baal.

      Aunque el templo más conocido sea el de Melkart en Gadir, no podemos olvidar la aparición, en la ciudad de Huelva, de los restos de un posible santuario anterior incluso al de Cádiz si nos atenemos a los recientes hallazgos cerámicos que se han producido en el solar de la calle Méndez Núñez-Plaza de las Monjas; sin embargo, los restos son escasos y no nos permiten sacar conclusiones acerca de la estructura y entidad de la construcción, aunque sí debemos tener en cuenta, como ya hemos hecho alusión en otro apartado, que Huelva no parece que fuera colonizada, por lo que el santuario cobra una espacial importancia al suponer un ejemplo claro de la convivencia de ambos cultos desde fechas muy tempranas.

      Especial interés despiertan dos sitios indígenas localizados fuera del núcleo de Tarteso pero coetáneos a la fase de colonización fenicia e influidos por ella. El primero de esos sitios es el castro de Ratinhos (Moura, Portugal), junto a la margen izquierda del río Guadiana. Se trata de un asentamiento del Bronce Final caracterizado por la existencia de cabañas de planta oval, donde hacia finales del siglo VIII a.C. se construyó un edificio cuadrangular de planta y técnicas mediterráneas que certifica la temprana influencia de los fenicios en el interior peninsular. El segundo de los edificios es Alcorrín (Manilva, Málaga), el cual, al igual que Ratinhos, está rodeado por una potente muralla y un foso, ubicado sobre un promontorio muy próximo a la costa mediterránea, cuya fundación parece coincidir con la llegada de los fenicios a la península Ibérica en el siglo IX a.C. Actualmente conocemos dos edificios, A y B, de clara raigambre mediterránea, como así lo deja intuir la aparición de conchas marinas adheridas con barro al suelo del porche del edificio, a modo de temenos y con una misión apotropaica bien conocida en otros santuarios del mediterráneo que lo ponen en relación directa con otras construcciones cultuales de Tarteso como son El Carambolo o Castro Marim, este último junto a la desembocadura del Guadiana.

      El santuario tartésico mejor conocido es El Carambolo, localizado en un promontorio junto a la ciudad de Sevilla, la Spal fenicia. Es, sin duda, el símbolo de la arqueología tartésica desde que fuera descubierto su tesoro e interpretados sus restos constructivos, a finales de los años cincuenta del pasado siglo, como parte de una poblado tartésico de cabañas circulares, hallazgo que hizo hundir las raíces de Tarteso en la Prehistoria peninsular. La revisión de las excavaciones más antiguas y el desarrollo de nuevos trabajos a principios de siglo, han permitido esclarecer que los restos documentado en el Cerro de El Carambolo se corresponden con una serie de santuarios superpuestos dedicados al culto a Baal y Astarté, una diosa que además aparece representada en la pequeña estatua de bronce hallada, al parecer, en las proximidades del santuario. Por su localización, en un promontorio sobre la antigua desembocadura del Guadalquivir que le permitiría tener un control sobre el comercio marítimo y fluvial de la zona, tendría un carácter extraurbano. En cuanto a su cronología, la construcción del santuario original, sin duda fenicio, vendría a coincidir con la fecha que se atribuye a la colonización fenicia del valle del Guadalquivir, en torno a los años finales del siglo IX; sin embargo, el santuario que mejor se conoce es el denominado ‘C’, perteneciente a la fase III del yacimiento y fechado en el siglo VII a.C., en pleno desarrollo de Tarteso. El santuario se estructura en torno a un gran patio descubierto alrededor del cual se organizan una serie de estancias y dos habitáculos paralelos a modo de capillas dotados de bancos corridos en su interior decorados con pintura blanca y roja. En el centro de ambas estancias se construyeron sendos altares de adobe, uno circular consagrado a Astarté y otro en forma de piel de toro extendida en alusión a Baal, siendo este último una de las expresiones más significativas de los santuarios tartésicos, pues se han documentado numerosos ejemplos en todo el territorio de Tarteso, caso de los santuarios de Caura, Cancho Roano o Neves, al mismo tiempo que se conoce su perduración en la Cultura ibérica, igualmente asociados a lugares de culto o de carácter funerario (fig. 30).

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      Fig. 30. Santuarios de El Carambolo (según Fernández Flores y Rodríguez Azogue, 2010).

      El santuario de El Carambolo debió ejercer una fuerte influencia sobre las primeras construcciones tartésicas, pues el primer edificio presenta una planta puramente mediterránea que pasa a convertirse en un complejo arquitectónico de cierta originalidad en el que se asimilan los nuevos rasgos de Tarteso, lo que inspiraría la construcción de otros santuarios dispersos por todo el sudoeste peninsular. Esta influencia oriental detectada en el edificio original se rastrea a partir de la aparición de objetos de raíz genuinamente mediterránea dentro del santuario, como los huevos de avestruz decorados, los escarabeos egipcios, los vasos rituales o de ofrendas, etc. A estos hallazgos se suman la aparición de exvotos, uno de ellos en forma de barco fenicio que marca la importancia de este enclave con el comercio marítimo y la protección de los navegantes, así como el hallazgo de gran cantidad de huesos de animales que nos remiten a los sacrificios que se debieron de llevar a cabo en su interior, un ritual repetido en otros edificios similares como Montemolín o Cancho Roano.

      El primer santuario tartésico excavado en su totalidad y, sin duda, el mejor conocido hasta la fecha, es el de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz). Inserto en el valle medio del Guadiana, alejado de las principales vías de comunicación de la época, así como de yacimientos coetáneos levantados en las orillas de este río, constituye un caso excepcional de estudio, tanto por su localización como por su estado de conservación. Se ubica en una vaguada junto a un pequeño arroyo de aguas permanentes inmerso en un bosque de encinas que le permite permanecer camuflado en el paisaje. Durante las excavaciones se documentaron tres edificios, el primero de ellos, de clara inspiración fenicia, aunque ya construido en plena época tartésica, hacia finales del siglo VII o inicios del VI a.C. Su importancia radica en que gracias a su estado de conservación podemos reconstruir los diversos momentos de su existencia, conocer sus diferentes fases constructivas y la técnica mediante la cual fue edificado.

      Arquitectónicamente,

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