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donde era escaso y muy demandado. De hecho, conocemos citas en las fuentes griegas donde se pone de manifiesto la importancia del estaño, y donde los foceos tienen un especial protagonismo; en este sentido, son especialmente relevantes tres citas históricas: la primera se la debemos a Avieno, sin duda sorprendente, pues describe Tarteso como un río cuyo caudal desplaza el estaño hasta la muralla de la ciudad, cuando sabemos que en todo el valle del Guadalquivir no existen filones estanníferos. La segunda mención se la debemos a Hecateo de Mileto, del siglo V a.C.: «Tarteso, ciudad de Iberia nombrada por el río que fluye de la montaña de la plata, río que arrastra también estaño». Más reveladora es la tercera cita de Escimno de Quíos que recogió Éforo de Cime, del siglo IV a.C.: «Tarteso, ciudad ilustre, que trae el estaño arrastrado por el río desde la Céltica, así como oro y cobre en mayor abundancia», una alusión muy ilustrativa porque nos remite al interior peninsular para situar los yacimientos estanníferos. Sin embargo, no conocemos los lugares exactos de donde se extraería el estaño, como tampoco sabemos donde se producirían los productos de bronce, con formas y técnicas muy homogéneas que aparecen distribuidos por toda la fachada atlántica, lo que al menos nos indica que existía una uniformidad estilística en toda esa zona que podría corresponderse con una cierta identidad cultural. Es más, salvo alguna excepción que una vez más se localiza en la periferia septentrional de Tarteso, carecemos de cualquier prueba fehaciente de la existencia de algún yacimiento de esa época donde se pudiera haber centralizado la explotación minera y metalúrgica, lo que sin duda dificulta nuestra labor investigadora. Lo que sí parece seguro es que los fenicios dejaron en manos de las jefaturas locales la provisión de los metales, lo que les reportaría grandes beneficios en su papel de intermediarios, limitándose los comerciantes fenicios a su distribución exterior.

      Carecemos de pruebas y de alusiones en las fuentes antiguas sobre el afán de fenicios y griegos por el oro, aunque no podemos descartar que también formara parte de sus intereses comerciales. Lo que es evidente es que los indígenas dejaron de realizar objetos en oro macizo poco tiempo después de la colonización, sustituyéndolos por otros realizados en hueco a los que además incorporaron las técnicas y decoraciones importadas por las modas mediterráneas. La mayor parte de los conjuntos de oro han sido hallados de forma casual, formando parte de ocultaciones que se encuentran, por lo tanto, fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que sin duda es un argumento de peso para considerar este metal como un bien relativamente escaso y de gran importancia económica y social para los indígenas; además, no olvidemos que el oro apenas fue utilizado en los ajuares de las tumbas tartésicas de mayor rango social, por lo que su uso debió tener un marcado y restringido carácter ritual, además de servir como garantía económica para las diferentes comunidades que lo atesoraban. La distribución de estos tesoros áureos coincide con la distribución de las estelas básicas, es decir, en el interior del cuadrante sudoccidental de la península Ibérica, y alejados, por lo tanto, del núcleo de Tarteso; no es extraño, pues, que también sea en esta zona del interior donde ya en plena época tartésica aparezcan tesoros de la importancia de Aliseda, un conjunto de joyas de oro y de otros materiales nobles de enorme importancia porque aúna la tradición indígena de algunos objetos con una iconografía y una técnica de elaboración genuinamente mediterránea.

      Cuando los fenicios llegaron a la península, los indígenas ya explotarían el cobre de las minas de Riotinto, cercanas a Huelva, así como de otras minas de la zona de Sierra Morena; igualmente, se abastecerían del estaño del interior peninsular para así elaborar sus armas y otros objetos de bronce cuyos tipos eran muy similares a los que se realizaban en el resto del litoral atlántico europeo. La obtención del estaño se convertiría así en uno de los objetivos principales de los comerciantes orientales, quizá incluso el verdadero origen de su interés por el sudoeste peninsular; sin embargo, y una vez asentados en la península, se darían cuenta del enorme potencial que ofrecían las minas de plata, escasa y muy solicitada en el Mediterráneo. Por lo tanto, la gran aportación de los fenicios a la cultura indígena fue la implantación de una tecnología que permitió en poco tiempo multiplicar, exponencialmente, la explotación de la plata al mejorar no sólo los métodos extractivos, sino también las nuevas técnicas del refinado y la copelación, y, por supuesto, facilitar su comercialización. A partir de ese momento, la extracción de la plata, en detrimento del cobre, y la obtención del estaño se convierten en el foco de interés de su presencia en Tarteso.

      Como es natural, serían las jefaturas indígenas las responsables de llevar a cabo la explotación de las minas y de organizar su transporte hasta los puertos costeros del Atlántico, donde los fenicios se encargarían de su exportación. No cabe duda de que el beneficio para ambas partes debió ser extraordinario a tenor del fuerte impulso de la zona en tan solo medio siglo, pues pasamos de un práctico desconocimiento de la sociedad indígena hacia el siglo IX a.C. a un sensible aumento de población y de un importante aumento de objetos mediterráneos de diferentes procedencias ya a comienzos del siglo VIII a.C. Es en este punto donde debemos valorar el gran esfuerzo organizativo que debió desplegar la sociedad indígena, que tuvo que destinar una enorme cantidad de mano de obra para explotar sus recursos minerales, lo que obligaría a tender redes de cooperación con otras comunidades para incentivar a la vez la explotación agrícola que tenía que cubrir las necesidades alimenticias de esa nueva población que, en definitiva, pasó a formar parte de la sociedad tartésica. Así mismo, no debemos descartar, como algunos investigadores han apuntado, la posible existencia de mano de obra esclava para llevar a cabo la explotación de la minas, lo que representaría una enorme desigualdad social difícil de detectar arqueológicamente; o la existencia de mano de obra voluntaria ante las perspectivas económicas de futuro que se abrían en Tarteso y que, a la postre, repercutirían de forma positiva en las jefaturas del interior que, por otro parte y a medida que se afianza la colonización, se irían asentando cada vez más cerca del foco tartésico.

      Así pues, fue a partir de la colonización fenicia cuando la explotación de las minas se convierte en uno de los objetivos preferentes de Tarteso, un hecho que además viene avalado por la aparición de un gran número de escorias en el entorno de Riotinto, zona donde la extracción de la plata está documentada a partir del siglo VIII a.C., así como por los estudios del paisaje, en los cuales se ha detectado una intensa deforestación en el entorno a los focos mineros, ejercicio imprescindible para generar el combustible necesario para alimentar los hornos destinados al beneficio del metal.

      Localizar los centros de distribución del metal es otro de los objetivos de la investigación, hasta ahora limitados a yacimientos de cierta importancia como Peñalosa, San Bartolomé de Almonte o Tejada la Vieja, siendo este último el que mayor interés ha suscitado. La importancia de Tejada se debe fundamentalmente a su situación geográfica, pues se ubica entre las zonas mineras de Sevilla y Huelva, cuyos núcleos urbanos actuarían como los puertos principales de la vertiente atlántica junto a Cádiz; además, se encuentra próxima al poblado de Peñalosa, fechado en el Bronce Final, tal vez el antecedente indígena de la comercialización del metal; por último, Tejada presenta una muralla cuya construcción se fecha en el siglo VIII a.C., contemporánea por lo tanto a los momentos de la colonización (fig. 19). Del mismo modo, son también muy significativos los restos documentados en San Bartolomé de Almonte, tanto porque en el poblado se detecta una actividad metalúrgica desde el Bronce Final, como por su gran desarrollo a partir del siglo VIII a.C., momento en el que pasaría a convertirse en un centro de importante valor estratégico para la salida del metal a través de la desembocadura del Guadalquivir. Por último, cabe también reseñar la presencia de plomo en estos yacimientos, un elemento imprescindible para el copelado de la plata.

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      Fig. 19. Planta de Tejada la Vieja (según Fernández Jurado, 1987).

      Como suele ser habitual en los poblados mineros de la Antigüedad, son muy escasos los restos constructivos que nos podrían servir para detallar sus trazados urbanos, seguramente por haber sido edificados con materiales perecederos. La pobreza de los poblados mineros detectados hasta el momento en el sudoeste de la península Ibérica, en concreto en la zona de Huelva, se justificaría así por la to­tal ausencia de agentes fenicios en este territorio, por lo que la presencia de algunos objetos aislados de origen mediterráneo se ha interpretado como

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