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segunda etapa colonial, posterior a la fundación de Gadir, se corresponde con las denominadas fundaciones arcaicas, cuya proyección y subyacente localización responde a una doble exigencia: el comercio y la navegación, de ahí que se establecieran en islas o islotes, penínsulas y promontorios costeros, provistos de buenos fondeaderos naturales, bahías o ensenadas, al abrigo de los vientos y las corrientes. Eran por lo tanto lugares fáciles de defender frente a los eventuales peligros procedentes del mar o de tierra firme. Poco conocemos acerca de la iniciativa que propició la aparición de estos enclaves, pues desconocemos si su aparición se debe a la propia Gadir o, por el contrario, es fruto del interés de la metrópolis o de otros sitios del Mediterráneo. De este modo, a partir del siglo VIII se advierte un aumento de la presencia de población fenicia estable traducida en la multiplicación de asentamientos de carácter permanente en el territorio que se extiende desde el estrecho de Gibraltar hasta la actual provincia de Almería. La localización de estos enclaves al este de la colonia de Gadir y la escasa distancia a la que se localizan los unos de los otros, les otorga un papel como puntos estratégicos de apoyo a la navegación y control comercial, de tal modo que aprovecharían su posición junto a la desembocadura de los ríos para controlar los intercambios de mercancías con el área tartésica, lo que ratifica sin paliativos la finalidad económica de estas fundaciones (fig. 9).

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      Fig. 9. Mapa de localización de las colonias fenicias del sur peninsular.

      Y es precisamente en ese momento cuando el santuario adopta un papel protagonista como legitimador de las transacciones. Así, los fenicios iniciaban su acercamiento a nuevos territorios mediante el contacto comercial y, una vez calibrado el interés que podía reportarles el territorio elegido, levantaban un pequeño templo como base para sus futuras transacciones que se llevarían así a cabo bajo la protección y supuesta neutralidad de la divinidad. De hecho, los primeros vestigios de la presencia fenicia en el Mediterráneo occidental pertenecen a edificios de claro carácter religioso, como los templos chipriotas de Melkart y Astarté en Bomboula, el de Astarté en Tas Sig, en la isla de Malta, o los de Melkart en Gadir o en Lixus. Y es precisamente el templo de Melkart en Gadir, que se corresponde con el Heracles griego y el Hércules romano, el que parece inaugurar la actividad colonial de los fenicios en la península, convirtiéndose además en todo un punto de referencia en la Antigüedad, como más adelante veremos al abordar con mayor profundidad el mundo de la religión en Tarteso.

      Una de las colonias fenicias más importante es la del Cerro del Villar, junto a la desembocadura del Guadalhorce, perteneciente a la primera fase de la segunda etapa colonial, en torno pues al siglo VIII a.C., y cuyas excavaciones han permitido conocer su estrecha relación con la producción alfarera y las actividades marítimas como la pesca o las salazones. Otras colonias de importancia son Toscanos, junto al río Vélez, dotado de un gran almacén compartimentado en tres naves que estaría destinado a contener el excedente agrícola preparado para su posterior comercialización; Morro de Mezquitilla, junto a la desembocadura del Algarrobo, asentamiento en el que se localizó y excavó la necrópolis de Trayamar; o Chorreras, a poco más de un kilómetro de esta última. Posteriormente, ya en una segunda fase, se fundaron otros enclaves como Sexi (Almuñécar), del que cabe suponer una cronología más antigua, y que algunos historiadores relacionan con una de las colonias mencionadas en el texto de Estrabón; sin embargo, la arqueología no ha sido capaz por el momento de confirmar tal antigüedad. A este asentamiento pertenece la necrópolis de Laurita, fechada entre fines del siglo VIII e inicios del siglo VII a.C., una necrópolis de cremación en pozo cuya peculiaridad radica en que las urnas son vasos de alabastro de fabricación egipcia. A esta etapa corresponden también las fundaciones de Villaricos y Abdera, ambos en la provincia de Almería. A excepción de Chorreras, que se abandona a principios del siglo VII a.C., la mayoría de los enclaves fenicios arcaicos perduran hasta el siglo VI a.C., momento de inestabilidad que supondrá tanto el cese de las actividades comerciales que se llevaban a cabo en las colonias como la caída de Tarteso.

      La tercera y última etapa dentro de la proyección fenicia se corresponde con la fundación de enclaves en la costa atlántica, desconocidos hasta la pasada década de los noventa, lo que ha provocado que su estudio se haya desligado del proceso de colonización mediterránea. Estos enclaves parecen responder a una doble intencionalidad: el control territorial y, por lo tanto, de los recursos naturales, principalmente metalúrgicos; y la expansión de los conocimientos adquiridos en el sudoeste de la península Ibérica. En lo que al sistema de control se refiere, sus mecanismos no variaron de los desplegados para los enclaves de las costas mediterráneas, si bien en este caso el interés principal se centraba en el control de las explotaciones de estaño, metal necesario para la copelación de la plata y abundante en la región atlántica. Resultado de estas incursiones atlánticas son los enclaves de Castro Marim, junto a la desembocadura del Guadiana (fig. 10), cuyas excavaciones han dejado entrever que se trata más de un centro indígena, vinculado al mundo tartésico y a las relaciones comerciales con agentes fenicios, que de una colonia fenicia propiamente dicha; Tavira, junto el antiguo estuario del río Gilao, dotado de una muralla de Casamatas, al igual que Doña Blanca; Abul, en la desembocadura del Sado, donde se ha excavado un edificio aislado de planta cuadrangular en el que probablemente se inspirasen los edificios bajo túmulo tipo Cancho Roano que analizaremos más adelante como fenómeno exclusivo del Guadiana (fig. 11); Olissipo, la actual Lisboa, considerada por los últimos hallazgos como una fundación fenicia; y, por último, Santa Olaia, junto al estuario del Mondego, el enclave más alejado de Gadir hasta la fecha.

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      Fig. 10. Planta de la estancia con el altar y detalle de los pavimentos de conchas de Castro Marim (según Arruda, Freitas y Oliveira, 2007).

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      Fig. 11. Plantas de Abul Fases I – II (según Mayet y Silva, 2000).

      Probablemente, el mantenimiento y duración de los contactos entre indígenas y fenicios desde la fundación de Gadir y los siguientes enclaves coloniales, así como las diferentes modalidades de contacto puestas en práctica, provocarían que, lo que en un principio definimos como un proceso esporádico de carácter comercial, se terminaría convirtiendo en un sistema de control territorial que acabará irradiando su influencia a las tierras del interior, algo que puede observarse con claridad en las primeras fases constructivas de yacimientos como El Carambolo, Carmona o Montemolín. Será a partir del siglo VI a.C. cuando se detecte un cambio en la estrategia económica y comercial con el surgimiento del dominio cartaginés en la península Ibérica, que dará paso a la etapa púnica que veremos en el capítulo correspondiente.

      IV. La organización del territorio en Tarteso

      Uno de las principales cuestiones que plantea el estudio de Tarteso es su definición territorial, que parece que pudo corresponderse con el río Guadalquivir y, por extensión, con todo el vasto territorio que dibuja su valle, una definición que se ha impuesto a la hora de abordar su estudio. Así, con el nombre de Tartessos los griegos se refieren a un territorio ubicado al sudoeste de la península Ibérica y a un río homónimo que atraviesa dicho territorio. La mención de este espacio dentro de las fuentes clásicas ha llevado a suponer que los griegos tendrían un contacto directo con este territorio y con su rey, Argantonio. La referencia más antigua que alude a Tarteso la recoge Estesíocoro de Himera, quien hace referencia a él en su Gerioneida al referir: «Casi enfrente de la ilustre Eritia [una de las islas que conforman el archipiélago de las Gadeira], más allá de las aguas inagotables, de raíces de plata, del río Tarteso, le dio a luz, bajo el resguardo de una roca» (fr. p. 7). Poco tiempo después, Anacreonte de Teos recoge una alusión al legendario rey de Tarteso afirmando «Yo no querría ni el cuerno de Amaltea ni reinar en Tarteso durante ciento cincuenta años» (fr. 16), pues al parecer, según recoge Heródoto al citar los viajes de foceos a Tarteso, este rey habría vivido ciento veinte años y reinado ochenta. Por último, a estas referencias cabe añadir la cita recogida por Hecateo de Mileto, un historiador y geógrafo del siglo VI a.C., quien menciona una ciudad de Tarteso a la que llama Elibirge (FGrHist,

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