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las más inesperadas. No hace falta acudir a espacios sacralizados a ese fin, donde algunos quisieran acotar los privilegios del encuentro. Porque hay gentes que en cuanto se enteran de algún lugar donde alguien tuvo alguna vez una vislumbre de lo divino, inmediatamente se lo adueñan y construyen sobre él un oratorio, un templo, una basílica o un monasterio, que guardan celosamente bajo su propia tutela.

      Para encontrarle, basta con seguirle. Y eso es lo que están haciendo Juan y Andrés.

      El conoce el fondo de su sed y lo que puede transformar sus vidas. Por eso los invita a seguirle no con órdenes ni exigencias, sin recurrir ni de lejos el temor al castigo, sino con una simple y cordial bienvenida, haciéndoles desear las aventuras del descubrimiento. Su pedagogía positiva suscita en estos jóvenes las ganas de progresar, de avanzar y de crecer.

      Ha renunciado a la rutina fácil de su profesión de artesano para seguir la difícil vocación del educador. Ha dejado de construir y amueblar casas para ponerse a construir y amueblar mentes, un desafiante llamado que se impone a su espíritu con toda la fuerza de lo que viene del cielo.

      Al cerrar su taller de carpintería, su entorno familiar y sus vecinos insistían en que cometía un grave error. Siendo tan buen profesional y con su excepcional talante, dejar la modesta seguridad de su clientela, arriesgando así su futuro, les parecía una locura. Así ocurre siempre. Si las mayores resistencias a hacer algo grande suelen venir de nosotros mismos, la oposición más reticente a asumir nuevos riesgos puede surgir de nuestro entorno más cercano y de quienes más nos quieren.

      Además, sus dos primeros discípulos ya están allí, esperando recibir su primera lección.

      El día declina sobre los caminantes. El sol se pone entre arreboles dorados. Pero en los corazones de aquellos tres jóvenes algo muy nuevo amanece.

      Encuentro mágico, crucial, tanto para los aprendices de discípulos como para el nuevo maestro.

      Así que la gran lección del nuevo maestro a sus primeros discípulos y a todos los que les seguirán es aprender a conjugar el verbo amar. Empezando allí mismo y siguiendo en sus casas, en su barrio, en las poblaciones donde habitan, en los talleres donde trabajan, en los espacios donde se divierten y, por supuesto, en los santuarios donde adoran. Si el verbo divino se ha acercado a ellos por amor, practicar el verbo amar será también desde ahora el camino de acercarse al otro y de elevarse al cielo.

      Los jóvenes descubren así, en compañía de Jesús, que para encontrar el sentido de su vida no necesitan buscar un lugar sino una persona. Que para sentir la presencia de Dios no hace falta recogerse en la solemnidad de un templo; su cercanía también se encuentra en el abrazo refrescante del agua en un baño al atardecer. Que para entrar en comunión con el sustentador de todas las cosas no es preciso participar en el ritual de un sacrificio; se puede comulgar con él al compartir con gratitud unos cachos de granada y un puñado de dátiles. Que para acercarse al creador del universo no se requiere ninguna iniciación mística; basta con dejarse llevar por la emoción en la contemplación pasmada de las estrellas.

      Los viajeros han encontrado al maestro que buscaban. Pero este los desconcierta. Rompe todos sus esquemas. No cabe en ninguna de sus categorías. No saben como definirlo: consejero admirable, maestro amigo, camino y meta, amor en persona, gozo sereno, verdad y vida…

      Sus palabras son a la vez tan sencillas y profundas que cada una de sus reflexiones parece inagotable, de modo que nunca llegan al fondo de sus pensamientos.

      Hay, además, algo que los sobrecoge y asusta. Porque el maestro acaricia, con pasmoso realismo, el sueño imposible de los profetas y reformadores más ambiciosos: cambiar el mundo.

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