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vista, difuminado a lo lejos, el recuerdo verde-gris de las últimas palmeras, el caminante se encuentra perdido en una inmensidad desolada, de roquedales rotos, blanquecinos como osarios abandonados, en la que no se atreven a aventurarse ni los pastores de cabras. Una sucesión interminable de pedregales inhóspitos llagados de torrenteras calcinadas por el sol y cegadas los días de viento por torbellinos de polvo. Un páramo sin cobijos, erizado de espinos resecos, donde sobreviven como pueden los escorpiones.

      De lejos le llegan los aullidos de los chacales enloquecidos por el hambre y la sed, que esperan a que caiga la noche para bajar al valle a saciar sus instintos. Un ave de rapiña, quizá un halcón, se cierne amenazadora, contra el azul sin nubes, planeando sobre su presa.

      ¿Qué busca el peregrino allí donde apenas nada se encuentra? ¿Qué han buscado en tantos otros desiertos todos esos exploradores, aventureros de alto riesgo o místicos iluminados, al lanzarse a impensables travesías en solitario, poniendo a prueba sus límites? Quizá algo más que la fascinación de lo desconocido y los secretos de sus zonas inexploradas. Porque lo quieran o no, la soledad es también el lugar de encuentro inevitable con su propio mundo interior, con sus regiones ocultas, tan llenas de sorpresas y peligros como los rincones más apartados de nuestro planeta. El desierto es el lugar ineludible del encuentro consigo mismo.

      Jesús necesita escuchar más la voz de su padre para saber qué espera de él. Ha llegado el momento de descubrir en qué va a consistir su misión y de decidir cómo emprenderla.

      Necesita un ambiente de serenidad y calma para reflexionar sobre su vocación y asumir los riesgos que deberá afrontar si desea seguir la voz del cielo. Aquí, en el silencio del desierto de Judea espera encontrar la paz y la inspiración que le permitan escuchar en el fondo de su corazón la respuesta de Dios a sus numerosas preguntas.

      Pero ¿qué peligro real puede haber en el desierto para alguien como él? ¿No abunda más el mal en las ciudades? Desde los tiempos más remotos sobre esta tierra no quedan paraísos al abrigo del peligro, ni los más deshabitados. Porque cuando nos hallamos completamente solos rara vez estamos en buena compañía… Ahí están, al acecho, lo queramos o no, nuestros inevitables pensamientos y las exigencias ineludibles de nuestro cuerpo.

      El contraste entre este paraje desolado y el de su vivencia anterior no puede ser mayor. Al instante sublime en el que Jesús se siente abrazado por el amor del padre en la frescura del agua en medio del río, le sucede la ardiente soledad de este erial. Unas horas de marcha han bastado para hacerle pasar de la comunión con Dios a través de los cielos abiertos, a la sensación dolorosa de abandono y, lo que es peor, a la convicción absoluta de la presencia de enemigos al acecho.

      Jesús presiente que no está solo. Intuye la proximidad de bestias hambrientas y espíritus malignos. Se encuentra perdido entre lo infrahumano y lo sobrehumano, sin más compañía que su vulnerable humanidad y el oscuro mundo de las sombras.

      Cuarenta noches debatiéndose en la duda, sin poder comunicar con nadie, desamparado en una tierra dura e inmisericorde, y bajo un cielo que parece infinitamente lejano…

      Cuando más hiriente resulta su abandono, cuando teme desfallecer de inanición y zozobra, al borde del delirio, nota que alguien se acerca. El texto bíblico llama a este intruso con el nombre genérico de peiradson, «el tentador». Pero Jesús aún no sabe quién es. Pronto se dará cuenta de que está siendo acechado por su peor enemigo.

      Pero ¿cómo puede alguien tan espiritual como Jesús ser tentado? Alguien que busca como él la comunión con Dios no debería correr ese riesgo…

      Completamente falso.

      Para Jesús, asumir nuestra condición significa tener que enfrentarse, necesariamente, como Adán y Eva, como los israelitas en el éxodo, como cada uno de nosotros, con decisiones que esconden a menudo amenazadores riesgos. Es en nuestro propio ser, en el corazón de nuestro libre arbitrio, donde con mayor perfidia atacan y donde tenemos que enfrentar las fuerzas del mal.

      Este joven idealista y generoso como nadie, que buscando respuestas divinas a sus inquietudes humanas acaba de responder al llamamiento de Dios entregándose plenamente a su voluntad, ahora que está haciendo planes concretos para dedicarle su vida, se encuentra como abandonado en el angustioso desierto de la prueba.

      -¿No será -se pregunta- que Dios me está diciendo que estoy equivocado?

      El tentador, el pérfido peiradson, es muy astuto. No va a dejarse reconocer tan fácilmente. Sabe que para convencer a alguien tiene muchas más garantías de éxito si disfraza la tentación de necesidad, si la convierte en una urgencia o la hace pasar por algo lícito. De modo que, siguiendo su artera táctica, perfeccionada tras milenios de éxitos, empieza por insinuar en la mente del tentado un pensamiento que resulte lógico, un deseo que parezca legítimo, una voz que pueda recordar a la de un ángel.

      Toda tentación real deviene tarde o temprano en una lucha interior, profunda, sutil, camuflada de buenas excusas, disfrazada de razones loables, y matizada por todos los atenuantes y todas las justificaciones posibles. Así es como el tentador se presenta delante de Jesús, como la voz

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