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está ayunando con el fin de realizar un sacrificio purificador ni un ejercicio meritorio, y menos aún con la intención de someterse a un régimen debilitante para hacerlo todo «todavía más difícil», como en un número arriesgado de circo. No. Su ayuno, aprendido en las Sagradas Escrituras,13 es el duro efecto colateral de la total disponibilidad que requiere su intensa lucha interior. Se encuentra tan inmerso en la oración, tan concentrado en su búsqueda de la voluntad divina, que rehúsa distraerse con cualquier otra cosa, y renuncia, hasta que pueda salir de su trance, a buscar comida. Sin embargo, como todo hombre en circunstancias parecidas, siente hambre. Su necesidad de alimento es urgente, legítima e inevitable. En su organismo exhausto se revuelve desesperado el instinto de conservación.

      El enemigo está esperando ese momento en el que la necesidad imperiosa de sobrevivir a la que está sometido nuestro cuerpo mortal no ofrece escapatoria: el banal deseo de comer se ha convertido en asunto de vida o muerte.

      Pero, como Jesús está profundamente abismado en su búsqueda de Dios, el enemigo va a camuflar su tentación situándola en el marco de la sublime vivencia espiritual que el nazareno ha experimentado en ocasión de su bautismo:

      — ¿Estás seguro de haber oído bien? ¿Qué decía la voz del cielo? ¿No dijo: «Este es mi hijo amado»? Entonces, si de veras eres Hijo de Dios, tu Padre no va a permitir que te mueras de hambre. Echa mano de tu poder divino: el creador del universo puede sacar panes hasta de estas piedras. ¿Dices que quieres ser tratado como cualquier ser humano? Todos los hombres tienen derecho a comer cuando padecen hambre. Es más, tienen el deber de hacerlo sin llegar a estos extremos absurdos en los que te has metido poniendo en peligro tu vida.

      Por eso, su primera tentación en este desierto, aunque implica el recurso al poder de Dios al margen del proyecto divino, tiene el mismo fondo que muchas de las tentaciones que sufrimos el común de los mortales, ayer, hoy y siempre:

      El tentador ha sido muy hábil. Se ha limitado a introducir una enorme tentación en una pequeñísima cuña, mediante la palabra «si…». En esa mínima partícula condicional cabe una tremenda duda: «Si de veras fueses Hijo de Dios, no te dejaría morir así…».

      Pero Jesús responde a una palabra de duda con dos palabras de fe:

      Jesús pone así la Palabra de Dios por encima de la voz de sus propios deseos.

      Es como si dijera: «Dios no aprobaría mi cobardía. Lo ha dejado bien claro: los seres humanos no somos meros animales. Desde luego que nuestro cuerpo necesita alimento de modo inexorable, pero nuestro espíritu también necesita, para no equivocarse, escuchar a Dios y hacerle caso. Para eso está la revelación divina, para alimentarnos de ella. Si puedo confiar en su Palabra no debería dudar de que él puede sacarme de este apuro sin que yo tenga que hacer ninguna trampa».

      Ante este primer fracaso, el tentador se envalentona. Pero en su propia osadía ha quedado en evidencia. El pérfido peiradson, identificado ya como «el diablo», prepara su segundo asalto. Ahora se posiciona él también en el terreno religioso, irrumpiendo en los dominios de su codiciada víctima.

      —Si tú citas la Biblia, yo también. Ya que tienes tanta confianza en tu Padre y en sus promesas, demuéstralo. Ahí tienes, delante de ti, el atrio del templo. Mira cómo tu pueblo ora y ruega por la venida del Mesías en torno al altar de los sacrificios. Baja y diles que ya estás aquí, que ya no necesitan esperar más. ¿No dice la Biblia que los ángeles te van a acompañar en tu glorioso descenso? Lánzate ya y acaba con su espera, termina de una vez con el sufrimiento de tu pueblo y con tu propia tortura.

      El tentador, de nuevo, no le está pidiendo a Jesús que haga algo malo, sino simplemente que se avenga a presentarse ante sus correligionarios como estos esperan. La aparición apoteósica propuesta podría traerle de momento enormes ventajas. Si se presenta como el libertador esperado, su éxito inmediato está garantizado. Sería recibido nada menos que como el rey glorioso que los suyos anhelan.

      Pero Jesús reflexiona y se dice:

      —Cuidado. En el plan trazado por Dios, ese no es el proyecto para mi primera venida, sino para la segunda.

      El diablo está proponiendo a Jesús que tome un atajo y se evite problemas en su misión salvadora. Pero él, que en efecto ha venido a esta tierra a darnos la victoria sobre las complejas redes del mal, eso no lo quiere conseguir con la fuerza irresistible de milagros espectaculares sino por la conversión del corazón, poniéndose enteramente al servicio de la humanidad hasta el sacrificio.

      Si Jesús se presentase en el templo como le insinúa el tentador, estaría actuando al margen del proyecto de Dios, forzando a éste a cambiar sus planes. Estaría tentándole. Así no estaría respondiendo al gran desafío lanzado a Dios por la humanidad caída, que ha sido siempre el mismo:

      —Baja si eres hombre.

      Y allí está Jesús, aceptando ese reto hasta sus últimas consecuencias.

      De modo que responde otra vez atrincherado en su condición de hombre:

      —No estoy dispuesto a tentar a Dios ni a imponerle mis caminos. Yo me someto a sus planes, aunque de momento parezcan incomprensibles y me resulten dolorosos.

      Jesús está siendo tentado a confundir su fe con el atrevimiento de la presunción, y su confianza en Dios con la insolencia de exigirle un milagro, desoyendo sus planes.

      Esta segunda gran tentación de Jesús, como muchas de las nuestras, tiene, en el fondo, este desafío:

      —Si piensas en el panorama de la humanidad, ya ves que está perdida en su conjunto. Los seres humanos han caído en mi poder. Son todos míos. Pues bien, te los entrego si postrado me adoras. En otras palabras, todos pueden ser tuyos si haces lo yo te diga, es decir, si haces como yo.

      Jesús sabe muy bien cómo se ha hecho el enemigo con los humanos, cómo nos hace caer en sus redes y nos aleja de Dios: utiliza para ello la astucia, el engaño, la seducción,

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