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a los suyos.

      El Galileo es un compañero de ruta apasionante. Un espíritu libre. Sus nuevos discípulos están desorientados por lo imprevisible de sus actos y de sus dichos. Su manera personal de enseñar, en contraste con la de los maestros de su tierra, es tan abierta y nueva que cada propuesta suya parece un desafío, y hasta un acto de protesta. Pero para él la libertad no es la posibilidad de actuar a su antojo sino la ocasión de escoger lo mejor.

      Deja patente en cada palabra que no es lo mismo dar lecciones que ser maestro. Los doctores de su entorno siempre quieren enseñar; con él uno siempre quiere aprender.

      Desde el principio ha dejado bien claro que él no necesita disponer de locales reservados para sentar cátedra, ni para encontrarse con Dios. Les enseña en cualquier momento y los hace sentirse cerca del cielo allí mismo donde están, ya sea en el camino, bajo las palmeras de un huerto, entre almendros y olivos, o en plena montaña.

      De regreso a sus casas, Andrés y Juan expresan el imperioso deseo de seguir a pleno tiempo a tan singular maestro.

      La suya es una escuela de acceso libre, abierta a todos. Sin aulas ni horarios, porque en ella se aprende siempre y en cualquier parte. Sin más manuales que la revelación divina y el universo infinito. Sin más exámenes y pruebas que las que entraña la existencia. Y sin diploma de fin de estudios porque en la escuela de la vida uno nunca se gradúa.

      Y así es como Jesús encuentra a Felipe.

      Al poco de verlo, con esa mirada que alcanza mucho más lejos que los ojos, le dice:

      —Sígueme.

      Jesús parece no ver a las personas como son, sino como pueden llegar a ser.

      Impaciente y deseoso de que su amigo conozca a su nuevo maestro, Felipe resume en una sola frase el fondo de todas las conversaciones que habían mantenido juntos sobre el libertador esperado:

      —Tiene que ser el enviado de Dios, aquel que prometieron los profetas. Se llama Jesús, es decir, «salvador», aunque la gente lo conoce como «el Nazareno», porque es hijo de José, el carpintero de Nazaret.

      Natanael es un idealista, comprometido y serio. Pero hasta los mejores creyentes tienen prejuicios y corren el riesgo de equivocarse.

      A Felipe le duelen las dudas de su amigo, pero no tiene alegatos para disiparlas. Como quiere mucho a Natanael, renuncia a discutir con él sobre el tema. Convencido de su verdad recurre al único razonamiento irrefutable, el mismo que había esgrimido el maestro con sus primeros discípulos, y que desde entonces sería el argumento principal de su campaña de reclutamiento:

      Natanael le sigue sin ganas.

      Pero cuando Jesús observa a Natanael, que se acerca reticente, ostentando escepticismo y suficiencia propia, le dice con una intrigante sonrisa:

      —Bueno, si tú no tienes claro que yo sea ni siquiera un buen judío, yo te veo a ti como un israelita de verdad, en quien no hay engaño.

      Es como decirle:

      —Me gusta tu sinceridad y tu franqueza. Pero no te fíes demasiado de las apariencias.

      Sorprendido por estas palabras, Natanael exclama:

      —¿De dónde me conoces?

      El maestro es muy observador. No es frecuente sorprender a un joven orando. Los jóvenes sanos prefieren presumir de escépticos que de beatos. Y a Jesús le gustan los jóvenes sinceros y valientes, por eso le confiesa un pequeño secreto:

      —Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Enseguida me di cuenta de lo que estabas haciendo.

      Natanael se ruboriza. Su pudor le impide dejar en evidencia su espiritualidad. Siente además que su corazón no puede esconder nada a la mirada penetrante del maestro. Se avergüenza de su insensatez y de sus infundados prejuicios. Ahora intuye que su amigo Felipe podría tener razón.

      Poco después, tras observar más de cerca a Jesús y escuchar sus penetrantes palabras, una certeza extraña, como viniendo del cielo, ilumina su mente, y le empuja a confesar:

      —Tú debes ser el hijo de Dios, el esperado rey de Israel.

      Y Jesús le contesta, radiante, feliz de haber encontrado un discípulo tan lleno de potencial como aquel:

      —¿Porque te dije que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores que estas verás. Os prometo que, de aquí en adelante, si sabéis mirar, veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre nosotros.

      Que equivale a decir: «Mi presencia va a poneros en contacto directo con el cielo».

      Natanael, como Jacob en su huida, también cree despertar del torpor de un sueño a una nueva realidad en la que lo divino, lo que parece más inaccesible, se encuentra, gracias al maestro, al alcance de un latido del corazón. En su interior resuena el eco de las palabras del patriarca fugitivo:

      Y se dice, sin decirlo, lo que se han dicho a sí mismos otros de los muchos descubiertos por

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