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Nuestro primer beso supo a Coca Cola. El corazón puede cargar un disfraz pesado durante días o años. Incluso, si quieres, puedes elegir pretender no escuchar el bombeo de su sangre.

      Para obtener permiso de la Iglesia, tuvimos que reunirnos con un sacerdote y presentar pruebas de que él y yo no éramos hermanos. Nos encontramos frente a puertas que no nos recibían y nos condenaban a tener hijos imperfectos. Acepté la furia de mi madre por arrastrarla a una iglesia con los mismos asistentes que habían estado en su boda, esa que resultó en divorcio.

      El amor traspasa las antesalas de jardines formales, hace malabares con escenarios imperfectos, crece con valentía, dolor y una cómoda extrañeza. Tropieza sobre miradas y aprende a caminar bien. Transforma lo indebido en rutas amables, se convierte en nuestro propio mundo subterráneo bajo amenaza de tribus homogéneas. El amor es terco, nosotros también.

      Me casé con mi primo hermano y lo volvería a hacer.

Breves relatos y reflexiones

      4:26 a. m.

      Ahí vas, una noche más, deslizándote al baño en la oscuridad. Me casé con un ninja, ¡la cagada! ¿Crees que no me despierto? ¿Te olvidaste de que soy madre de tres?

      4:26 de la mañana.

      Tienes cincuenta años. ¡No puedes tomar tanto jugo de manzana en las noches! Dejas la puerta entreabierta para no hacer ruido, pero prendes la luz y jalas la cadena. ¡Buena, Einstein! Y no solo dejas la tapa arriba, sino que, pa’ concha, estás descalibrado. ¿Tendría que pintarte la mosca esa para que apuntes bien y no mojes el piso? Tsss...

      Si al menos mearas como chibolo y se oyese un torrente caudaloso, nutrido. No te pido el Iguazú, pero al menos una muestrita de dignidad por favor. Ese chorrito de mierda parece una procesión en clave morse... ta-ta-tá... ta-tá... ta-ta-tá... ta-tá.

      No quiero ni ver el summary en mi Apple Watch; seguro el miserable marcará una sola hora de sueño profundo. Se me jodió el día. ¡Gracias, huevón!

      ¿Qué hago para dormir? Si prendo la tele, me va a poner cara de culo. ¡Qué tal concha! Pero ¿y si pongo el canal japonés? Siempre dice que ese idioma arrulla y noquea en segundos. Pero ¿dónde estará ese canal? ¿Cuál era? ¿MKH? ¿NHJ? Creo que estaba al lado de los brasileños...

      Mejor voy a tomarme un cuartito de Dormex. Un placebo, muy efectivo. Esperaré a que regreses a la cama y me acurrucaré pegadita a ti. Mi cabeza bien encajada en tu cuello, tu brazo envolviendo mi cuerpo y mis pies haciendo nudo con los tuyos.

      Eso sí, no te vuelvas a levantar porque ahí sí te cae golpe. Lo vas a hacer. Te conozco. Porsiaca, mejor me tomo un cuartito más.

      ¡A por ellos!

      Son las nueve de la mañana. Mario sigue en casa. Como hace meses, casi no sale. Todos dicen que la Corona no le permite salir. Infiero que se debe a una carta que lo escuché proclamar frente a sus secuaces, dirigida a la Reina, donde declinaba de la opción de ser rey. Usó un tono altivo, impropio, casi insultante para dirigirse a un monarca. No tengo dudas de que la Reina, ante tamaña tropelía, ha ordenado su detención y fusilamiento inmediato. Por eso está escondido, como un facineroso. Las pocas veces que pisa la calzada, lo hace de manera clandestina, con máscaras que cubren su rostro. Cuando regresa, se descalza acojonado y limpia sus manos con prisa, como si hubiese cometido un crimen atroz.

      Debo confesar que me siento identificado con él. Soy un ferviente antimonárquico y, cuando estuve vivo, pasé mucho tiempo escondido. Mi nombre es Aitor y fui un republicano en la guerra civil española. Lo que está viviendo Mario me recuerda a aquella vez, en la batalla del Puerto de Santa María, entre Cádiz y Jerez de la Frontera, cuando, asediados por el enemigo, no tuve más remedio que huir y esconderme en una barrica de gran tamaño, que estaba casi llena. Sin pensarlo y con premura, me sumergí en el líquido púrpura. Una vez dentro, la cerré. La única forma que tenía para poder respirar era mirar hacia arriba, posición que me permitiría mantener la nariz en ese pequeño espacio de aire que había entre el líquido y la tapa. Escuchaba las tropas del enemigo pasar. Tragaba el vino por cansancio, desconcierto, angustia y, por supuesto, miedo.

      Pasé aproximadamente cuatro días escondido en esa barrica. Tuve alucinaciones, vi dragones y molinos, metido en un agujero de madera. Afortunadamente, cuando salí, el enemigo se había marchado.

      Nunca más pude tomar o siquiera oler el vino. Pero aprendí que nadie sabe lo que puede un cuerpo hasta que lo pone a prueba. Vamos, Mario, resiste, macho, que esta vez ganamos los buenos. ¡A por ellos!

      ¡Ay, mi madre!

      Mi mamá dice que siempre me consigo tipos complicados. Así dice, me consigo. ¿Tendrá razón? ¿Será cierto?

      ¿Qué carajo me pone? Ya sé lo que están pensando, que me busco tipos como mi papá. No. Nada que ver. Salvo por el descaro. Eso sí me pone. Me gustan los descarados que me ven a los lejos en un bar, que me eligen y yo lo sé. Los que aparecen de pronto a comerme la boca de un beso y que me agarran el culo delante de todo el mundo como si yo les perteneciera.

      Quizás me pone lo prohibido. Entonces mi mamá puede tener razón, y sí soy la que se complica. Pero ¿y si son ellos los que me buscan a mí? ¿Existirá un radar? ¿Tendré un letrero que solo los complidescarados pueden leer en mí? ¿Encontraré al descarado no complicado? ¿En serio pienso en eso? ¿En tremenda cojudez?

      Le doy otro sorbo a mi cerveza para dejar de pensar huevadas y veo que el tipo alto de pelo largo, brazos fuertes y anillo reluciente me está mirando y me ha elegido. Y yo no puedo resistirme. Me pido un shot de Jäger. Mejor que sean dos.

      OK, mi madre tiene razón.

      ¿Dónde estás, corazón?

      Venía de ganar la copa Doodero y fui de los primeros en llegar a Pigalle. Era junio, a finales de los noventa, y había quedado en encontrarme a las once con unos amigos en Le Bus. Me mataban las ganas de gozar de la noche parisina.

      —Je ne te connais pas —me retó el portero, con esa cara de culo que tienen los franceses.

      Nunca me había sentido tan sudaca en mi vida. Felizmente, me duró poco. Llegó El Topo y, con ese aire canchero que solo tienen los argentinos, dijo en un pésimo inglés:

      –Polo player.

      ¡Bum! Todos adentro. Incluso Guillermo Vilas, que entró con nosotros. Federer, en cambio, se quedó afuera, con su blazer azul y sus zapatos blancos. No había sido suficiente perder ese día en el Roland Garros, ahora estaba como cualquier mortal, ignorado en una fila de discoteca.

      París era el centro del mundo. Pasaba dos meses al año jugando allí la temporada de primavera, y Le Bus era el lugar donde todos querían estar. Polo, champagne, fernet, fiesta. ¿Qué más se podía querer?

      La noche prometía rumba. Vilas devolvió el gesto invitándonos al mejor VIP, cerca a la pista, y nos contó que viajaba a la India esa misma noche con su guapísima novia. La música se iba poniendo cada vez mejor.

      Al poco rato, se nos unieron los dos amigos de El Topo: Tomy, también del polo, un pata divertido y burlón, y Antonito, un flaco desgarbado que resultó ser el hijo de De la Rúa, el entonces presidente de Argentina, pero, sobre todo, el novio de Shakira.

      No sé bien cómo, pero a la media hora yo estaba bailando con Shakira entre dreads rubios y sus caderas seductoras.

      —To the rescue here I am —me cantaba al oído, acompañando esa canción de Marley en versión electrónica que retumbaba en todo Le Bus.

      Nunca más pude volver a oír esa canción sin acordarme de la química con la colombiana, de su candidez cuando me preguntó si yo era profesor de surf y la carcajada que lanzó cuando le dije que era granjero.

      Alguien dijo “¡Foto! ¡Foto!”.

      Nos apretamos entre todos, y ella, sin pedir permiso, se sentó insinuante en mis piernas. Antonito tomó la

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