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me pongo nerviosa, de que me dejen plantada en un avión con el anillo de compromiso olvidado en mi dedo. Me río siempre.

      Soy la que sostiene y la que se encarga. Soy como un porfiado: no me puedo caer.

      Once

      Mientras caminamos por el barrio, otra noche más, tomo tu mano y, como siempre, la siento pequeña en la mía. No tiene las uñas pintadas ni lleva anillos. No es una mano ostentosa. Encaja perfectamente en la mía. Tocarla se parece a esa sensación de acercarse desde el frío a una chimenea ardiente.

      Conversamos de nuestros hijos, de los viajes que hicimos o que haremos, jamás de política, casi nunca de trabajo.

      Te digo que te quiero, siempre lo hago. Me miras de costado a través de tus rulos y me sonríes. Eso me hace feliz: hacerte feliz. Si pudiese, te haría el amor ahí mismo, escondidos detrás de un carro o un tacho de basura. Pero esas locuras ya las cambiamos por una plácida rutina.

      Seguimos caminando en silencio y se me viene la imagen de nuestra hija atravesando esa terrible enfermedad que, si no hubiera sido por tu fuerza, me habría despedazado. Pienso también en nuestra vida en Madrid y los celos que tuviste con Francine, mi compañera belga. En la cartera que he prometido regalarte. En las veces que me la pego demasiado y despierto en un campo de batalla.

      Pienso también en mis mentiras, las que me has descubierto y las que aún conservo. Pienso en las tuyas, esas que nunca te he descubierto. ¿Será porque, de los dos, la astuta eres tú?

      Doce

      Mientras ella tomaba el tercer vaso de vodka, yo iba por el primer vaso de leche. Me convertí en el hombre de la casa cuando todavía no sabía amarrarme bien las zapatillas. Pasaba horas junto a mi mamá en el sillón de terciopelo verde de aquella sala llena de cuadros abstractos y ceniceros de cristal repletos de cenizas rancias.

      Me contaba historias de su fallida niñez y de su adorado matrimonio que terminó en divorcio. Yo la escuchaba, mientras jugaba con los botones de mi camisa de cuadros que con tanto esmero me ponía. Elton John, Fleet-wood Mac y Eric Clapton acompañaban nuestras sesiones. Gracias a las penas de mi madre, aprendí a escuchar buena música.

      A veces, pasaba días sin salir de su cueva.

      Mejor así, pensaba, para no encontrarme con el monstruo etílico que se apoderaba de ella.

      Diligentemente, le llevaba vasos con agua, cerraba las cortinas y me aseguraba de que estuviera bien tapada. Me refugiaba en mi cuarto de quince metros cuadrados, atiborrado de muñecos de superhéroes, y guardaba silencio para no despertarla. Mi oído se entrenó para percibir hasta el más mínimo sollozo. Dejaba todo de golpe y acudía a contenerla en mis brazos que apenas la rodeaban.

      Los domingos me devolvían a mi mamá. Esperaba oír su llamado como quien espera ser finalista de un concurso, solo que en este competíamos únicamente el monstruo y yo. Corría a su lado y nos acurrucábamos para ver películas y comer pizza en su cama.

      Fui un niño feliz.

      Trece

      —¿Vas a comer arroz con pollo el resto de tu vida? —me preguntó Kiko, calato en el sauna del club, con su chela en la mano.

      Sudado hasta los dedos y a 45 grados centígrados, la pregunta me dejó helado. Me casaría en dos meses, y mi romanticismo y ganas de evolucionar no me habían dejado anticipar eso.

      Igual me casé, y la pregunta quedó en el olvido de lo cotidiano y los hijos.

      Pasó la pasión de los primeros años y, como un fantasma, volvió aquella escena del sauna: impertinente, desafiante, incómoda. Lo peor de todo: sin salida.

      ¿Iba a tocar a alguien más? Sintiéndome sano, querido, con buena chamba, exitoso y, sobre todo, con una relación de pareja sólida, ¿me quedaría en un estado conservador y de confort?, ¿o debía arriesgar, explorar?

      Busqué consejo en amigos. Estaban todos igual o peor que yo: separados, divorciados. Hice terapia y le conté al diván sobre mi autosuficiencia y mis valores, y él, con esa voz que tienen los divanes, respondió:

      —Háblalo con tu esposa.

      Me costó años atreverme. Hasta que, una tarde helada, y luego de evaluar la opción menos dañina, le propuse a mi mujer hacer un trío con alguna flaca.

      —Tú escoges —le dije.

      Me dijo que sí.

      No tardé ni medio segundo en imaginarme entre las dos en una cama, cumpliendo todas mis fantasías.

      —OK, pero después lo hacemos con algún pata. Tú escoges —me imitó.

      La payasada se me acabó de golpe. Hoy soy especialista en ponerle culantro al arroz con pollo.

      Catorce

      Crecí en una familia cómoda pero disfuncional. Mamá en su cuarto, papá en su mundo. Hermano mayor con distrofia muscular. Nos trataron por igual, pero era evidente que yo era más veloz, más fuerte y mucho más travieso. Sus armas eran el carácter, la palabra y una aguda inteligencia. Siempre fui competitivo. Hasta cuando no debía. Incluso contra él.

      Su muerte llegó de golpe, cuando yo entraba a la pubertad y él salía de la adolescencia. La comodidad a la que estábamos acostumbrados murió con él. Ellos se quedaron con su pena y yo, con muchas preguntas sin respuesta. Ante esa soledad, no me quedó otra que tomar las riendas de mi vida. Me dediqué a mostrarme invencible. Ligero de equipaje. Competir contra los vivos era más fácil.

      Con los años, empecé a disfrutar de mi vulnerabilidad. Sigo siendo competitivo, pero aprendí a perder, aunque duela. Me casé, tuve un hijo, me separé, me volví a juntar, y llegó mi hija. Aprendo más de ellos que ellos de mí, aunque les haga creer lo contrario. Hay hábitos que nunca mueren.

      Me enamoré de las palabras, de las historias y de la gente que sabe contarlas. De los silencios, de la brevedad, de lo simple. De las curiosidades, de reírse de uno mismo, de perderle el miedo al ridículo. De revelarse frente a todo, de las sutilezas y de usar el humor como combustible.

      Y esto me llevó hace poco a inscribirme en un taller virtual de escritura con personas a las que conocía poco y nada. Con sus palabras, historias, risas y silencios, ellas enriquecieron mi vida en cada encuentro, como una orquesta de ventanas llenas de violines, oboes y trombones, donde yo, con mi pequeño triángulo, colaboro con mi música.

      Quince

      Ella es un rompecabezas de infinitas piezas únicas. Casi siempre encajan, pero a menudo se pierden y dejan huecos en su composición. No es fácil armarla, pero lo difícil tiene su encanto. Las derrotas, mudanzas, traiciones, victorias, ilusiones y nacimientos son los bordes que la sostienen y permiten espacio para su continua construcción.

      Ella se define por lo que no es, así descubre lo que es. Es exigente consigo misma, pero procura no serlo con los demás. Desconfiada por experiencia, pero no por voluntad propia. Ansiosa, aunque ligera para reír.

      Sencilla para solucionar y compleja para analizar. Tiene humor negro, pero no discrimina. Es estadounidense de nacimiento, pero peruana para manejar y comer. Ella es curiosa para chismear, e intenta no juzgar al chismoso. Se siente joven al festejar, pero vieja para madrugar.

      Profesional apasionada, pero arrastra una gran culpa por el tiempo que le consume el trabajo. Decidida a tener dos hijos, aunque se sigue cuestionando lanzarse por un tercero.

      Es fiel a ellos, pero infiel a ella. Es femenina a pesar de no tener trompas de Falopio, pero masculina para negociar y decidir. Reservada por tímida y no por pudor. Impaciente con su madre, pero dócil con su padre. Cobarde para posar, aunque valiente para mirar.

      Insegura ante lo desconocido, pero segura para lanzarse a ello. Nunca encajó y tampoco desencajó. Puede sonreír por la mañana, pero llorar de noche. Puede ser todo lo que dice este texto, y

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