Скачать книгу

y rígido en la parte que desplaza el agua y convierte tus piernas humanas en las ancas de un anfibio.

      Esa tarde, en Punta Negra, estabas furioso conmigo. Seguramente por lo del Discman (porque en eso sí tienen razón los ecobloggers, no hay nada más cochino que un par de pilas AA). Yo no te guardo rencor, pero tengo que confesarte que no entiendo tu comportamiento. Porque una cosa es que me quites las dos aletas, pero ¿solo una? ¿De qué podría servirle una aleta suelta a un muchacho polinesio?

      Antítesis

      De chica, quería ser hombre. En los recreos, los niños jugaban fútbol, se tiraban al piso y le entregaban todo a la pelota. Las mujercitas, en cambio, hacíamos cada vez menos esfuerzo físico y, conforme íbamos creciendo, los recreos se convertían en sesiones de chismes y momentos para contemplar a los jugadores. Eso me aburría.

      Además de querer tirarme al piso, perseguir una pelota y sudar por mi equipo, quería tener pipilín. Hacer groserías con él cuando se volteara la miss, poder mear donde fuera, escribir mi nombre con el chorro. Ser hombre era un privilegio, y yo lo deseaba con todas mis hormonas.

      Mi hermano hizo de mi cuarto un campo de batalla. Convirtió mi casa de Barbies en un arco de fútbol. Si yo quería ver tele, debía elegir entre los Súper Campeones o Las Tortuninjas. Tuve que aprender a defenderme para sobrevivir y a utilizar estrategias de guerra. Eso para mí era divertido y despiadado, pero, sobre todo, masculino.

      Dejé de bailar ballet para probar mi fuerza en el remo. Me sentía ruda. Me rehusaba a que me crecieran las tetas. Los tops de deporte se encargaban de aplastarlas, pero ellas, necias, se hinchaban igual.

      A diferencia de mis amigas, a mí nunca me gustaba nadie. Qué aburridas me resultaban esas charlas de evaluación y puntaje a cada chico. Dejé de juntarme con ellas. Entonces, el paradero se convirtió en el mejor point para aprender a escupir y silbar con los muchachos.

      La regla estaba de mi lado y me vino muy tarde, casi al terminar el colegio. Todo esto me conflictuaba, porque, a fin de cuentas, era mujer y el conflicto, propio de mi género.

      Con los años, mi cuerpo fue cambiando y las hormonas, ocupando su lugar. Ahora me gusta ser mujer, cada vez más. Poder traer vida (aunque todavía no lo hago); que mis tetas, ahora poco hinchadas, puedan alimentar algún día a un ser humano y que mis labios pintados de rojo logren hacerme sentir una dama o una puta. Dejo salir mi femineidad y me siento especial.

      De todas formas, cada vez que veo a un grupo de chibolos corriendo detrás de una pelota, siento ese deseo imposible de querer ser uno de ellos.

      Aquel beso

      La primera vez que te vi, me temblaron las piernas. La segunda vez, nos ganaron la necesidad, la sed, las ganas de marcarnos. La tercera, ya me tenías. Tomé un avión y fui a tu encuentro.

      No me frenaron mis veintitrés años de castidad ni los diez más que me llevabas de ventaja. No me frenó el hecho de haberte visto solo dos veces en mi vida. No hubo razón, ni lógica, ni miedo, ni duda que me detuviera.

      Recuerdo verte ahí, plantado, esperándome entre el tumulto ansioso. Tan tú, seguro, relajado, con esa mirada profunda que me atravesaba y esa media sonrisa cerrada.

      Pasamos veinte días refugiados en tu guarida, en la parte alta de un pueblo rodeado de árboles. El lugar perfecto para perderte del mundo.

      Sin tecnología, sin planes, viviendo el instante. Abocados por completo a nuestros caprichos, a nuestras incontrolables y nuevas necesidades.

      Tus orgasmos y los míos cabalgaban al mismo paso, sin picos ni caídas. Éramos un ondulante sinfín de energía, desarmándonos y volviéndonos a armar. No éramos dos extraños conociéndose sino dos almas reencontrándose. Nos debíamos tanto, no sé de cuándo, pero así se sentía.

      Recibimos juntos la llegada de un nuevo año, aún recuerdo ese beso. Decidido, me sacaste del bullicio segundos antes de las doce y me aislaste entre tus piernas contra un árbol, respiraste, me miraste y, sin palabras, me robaste el aire.

      Autorreflejos

      Llevo un rato despierto. Tengo hambre y ya me cansé de ver tele. El cuarto de mi mami está cerrado con pestillo. Ayer vinieron invitados y la bulla me despertó varias veces. Prefiero eso a los pleitos y gritos cuando ellos están solos. Ahí no puedo dormir, y, si duermo, solo tengo pesadillas.

      Bajo las escaleras. Encuentro la sala como si los objetos hubieran seguido la fiesta a solas. Respiro el olor del tabaco atrapado entre las paredes. La delgada capa de humo que envuelve los muebles me transporta a la hacienda de mis abuelos, cuando observaba la fina niebla que usan de falda las montañas.

      La escena no cuadra. Mamá es muy ordenada, así que algo malo debe haber pasado. Siento un calor que me invade el pecho. Entre los cojines, encuentro un empaque de cigarrillos arrugado: caja blanca, letras azules y el camello dibujado. Mamá ha estado fumando y eso solo puede significar que está triste.

      El calor ahora también está en mi estómago. Olfateo los vasos con resto de alcohol y mi cabeza gira hacia atrás de forma automática. Es una reacción parecida a la que tienen mis manos al cubrirme la cara cuando mi padrastro levanta el puño. En el cole nos enseñaron que se llaman autorreflejos. Juego a ser un inspector unos minutos, pero la angustia no me deja tener diez años. Me asomo por la ventana y compruebo mi sospecha: falta el Mercedes de mi padrastro.

      Busco más pistas en el baño. Solo encuentro restos de azúcar impalpable en la repisa y en la alfombra. Pienso en la divertida imagen de Manuel en mi cumpleaños corriendo al baño con los bolsillos llenos de guargüeros y alfajores para encerrarse a devorarlos. Veo las botellas del pisco que siempre traen mi madrina y su esposo. Me cae bien el tío Gotardo; mi padrastro no lo soporta. Mamá me dijo que es porque le tiene celos.

      Intento reconstruir una historia coherente, pero solo logro que mi angustia y el calor aumenten. Escucho pasos en las escaleras, volteo y veo a mamá. Está radiante, lleva el pelo amarrado y está vestida con su bata guinda de seda. Me mira con ternura, con esos maravillosos ojos caramelo, y su rostro me transmite una tranquilidad que apaga el calor. Voy a su encuentro, sujeto su mano y juntos caminamos hacia la cocina.

      Blue jumper

      Tenía pocos días en Londres. El estudio me había enviado unos meses por un caso que involucraba a una multinacional importante. Dormía en un departamento coquetón en Pennington Street, con vista a St Katharine Docks. La ubicación era perfecta: lo suficientemente cerca de mi oficina como para no tener que tomar el Tube, pero a una distancia que me obligaba a caminar veinte minutos y cruzar el Tower Bridge todas las mañanas.

      Ese viernes, dos amigos peruanos cayeron de visita. Uno era felizmente divorciado, según sus propias palabras, y el otro no quería desaprovechar la ocasión de estar lejos de su mujer. Nada de lo que yo pude decir los alejó de la idea de celebrar nuestro encuentro con una pequeña reunión en mi departamento temporal, que el estudio pagaba.

      A la mañana siguiente, desperté en el piso del baño. Mi estado era deplorable. Lo único que llevaba puesto era un condón vacío. No fui capaz de reconocer nada a mi alrededor. El reflejo de las losetas blancas no ayudaba.

      No tenía la más puta idea de lo que había pasado la noche anterior, pero la escena me confirmaba que definitivamente la había cagado, no sabía bien cómo ni con quién. Fue una sensación que me acompañó todo el día, como una hemorroide cerebral. ¿Qué sería mejor? ¿Saber lo que pasó o nunca enterarme de nada?

      Con esa duda en la cabeza, me enrollé una toalla y fui hasta el refrigerador muerto de sed, a punto de tragarme la lengua. Al abrirlo, encontré una chela a medias, un saché con vinagre, y sobras de curry del día anterior. Ni un vaso limpio. Tomé agua del caño como los perros. Los vasos, las copas y las botellas estaban por todos lados. Eran una plaga. Decenas habían sido improvisados como ceniceros. No necesitaba ser un calculista de la NASA para darme cuenta de que tendrían que haber habido al menos cien personas esa noche.

      El

Скачать книгу