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que ocupa el lugar:

      El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada con algún que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

      […]

      Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra.

      «There are more things»

      Jorge Luis Borges

      Borges nos presenta un personaje que no es humano, no tiene forma «concebible» y, aun así, es capaz de habitar entre nosotros. Suponemos que es más grande y que está evolucionado, que es capaz de habitar una casa, por lo que debe de ser capaz de pensar a un nivel avanzado. En este caso, Borges juega con esa descripción a través de la sombra, como dice el narrador, para generar terror y que sea el lector el que se imagine al monstruo a través de los objetos y el lugar que habita.

      Otro ejemplo más realista podemos encontrarlo en La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. En el siguiente fragmento vemos la descripción de la habitación de Ana. Somos capaces de deducir que se trata de una persona sobria, limpia, de pocos excesos y que no hace alarde de su devoción religiosa. Además, a través de los elementos en los que se fija el personaje de Obdulia entendemos cómo es también este: criticón, clasista, cotilla y metomentodo:

      Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.

      «¡Qué mujer esta Anita!

      »Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».

      Pero añadía Obdulia:

      «Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un cachet? Pss..., qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. Ni un objeto de arte. Ni un mal bibelot; nada de lo que piden el confort y el buen gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera contraria a las conveniencias. ¡Lástima —concluía Obdulia, sin sentir lástima— que un bijou tan precioso se guarde en tan miserable joyero!».

      La Regenta

      Leopoldo Alas Clarín

      3.2.3. Generar conflictos

      Cuando el personaje, o mejor dicho, el deseo del personaje, choca contra el espacio —sea porque representa una fuerza poderosa de la naturaleza, sea porque es un espacio desconocido, o por ironía dramática— se genera un conflicto narrativo. En estos casos, el espacio funcionaría como antagonista, pues se opone directamente a la consecución del deseo del protagonista.

      Cuando una fuerza de la naturaleza (o la naturaleza en sí): un terremoto, una sequía, el viento, la lluvia —como en el relato de Bradbury—, o una atmósfera en general impide que el protagonista consiga su objetivo, estamos creando conflicto y tensión dramática. Esto es lo que sucede en «Luvina», un cuento de Juan Rulfo.

      Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos.

      […]

      Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama «pasojos de agua», que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.

      «Luvina»

      Juan Rulfo

      Ese ambiente opresivo y ese calor y viento constantes hacen que la gente de Luvina se marche o tenga esa vida vacía y pobre. Nada puede crecer allí. Es el clima inhóspito el que hará que el protagonista enloquezca —jamás conseguirá su deseo de establecerse y realizar su trabajo, tener una vida normal— y que en Luvina pasen las cosas que pasan a su llegada.

      De modo que podemos generar conflicto y tensión dramática si el personaje se encuentra, como ya hemos visto, en un espacio adverso, desfavorable a su deseo (un ateo criado en un convento, un preso que ansía libertad, etcétera) o, sencillamente, si el personaje se encuentra ante un espacio ajeno y desconocido, donde mantendremos al menos la tensión de descubrirlo con él. En el relato antes mencionado de Bradbury, «La larga lluvia», como en muchos relatos de ciencia ficción, un espacio desconocido —y su adversa climatología— funciona eficazmente de ambas formas. Los soldados no conocen Venus y por ello (y por la lluvia constante) se pierden y enloquecen. Es el espacio, el propio planeta, el que impide que alcancen su deseo de llegar a una cúpula solar para poder descansar y pedir auxilio. La naturaleza es a la vez un espacio por descubrir y un antagonista a batir.

      3.3. Correlato y espacio simbólico

      Aunque lo trataremos con mayor profundidad —capítulos 6 y 13—, es importante hacer una pequeña introducción respecto a la noción de espacio simbólico, relacionada con la de espacio narrativo que hemos venido trabajando en este. El espacio simbólico es el conjunto de elementos que, en una narración, refleja o representa la situación psicológica o emocional de cualquiera de los personajes —principalmente el protagonista—. O, si se prefiere, el uso significativo del espacio narrativo para representar el estado mental de un personaje. Un personaje abatido en un entorno otoñal de lluvia y frío, la derrota del villano sucedida por un luminoso amanecer, etcétera, pueden parecernos —con razón— situaciones narrativas manidas y tópicas, pero nos sirven de ejemplo.

      El espacio puede servir como correlato de esos estados mentales cuando lo que sucede en él es una representación más o menos cifrada de lo que les sucede a los personajes, o de la propia trama del relato. Como ejemplo, veamos «Quemaduras», de Claire Keegan. En esta historia, un hombre vuelve a una casa en la que vivió tiempo atrás con su ex mujer y sus tres hijos, acompañado ahora por su nueva esposa. Han ido allí a enfrentar el pasado. La casa cuenta la historia del antiguo matrimonio (desde las habitaciones al columpio del porche, pasando por el sendero que lleva hasta ella) y qué fue lo que pasó allí. El final interroga si la familia superará ese pasado juntos o no lo hará.

      A la mañana, dejan las puertas y ventanas abiertas y un viento fresco recorre la casa. Algunas de las aldabas de las ventanas están duras; hay telarañas en cada rincón. Los niños inspeccionan las polillas muertas y los insectos en las repisas de las ventanas, los dan vuelta con escarbadientes, cuentan las patas, les arrancan las alas.

      —¡Qué asco! —dice la niña, al encontrar una cucaracha pequeña debajo de una vieja caja de Cornflakes en la despensa.

      Sobre

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