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      Dentro de un personaje de ficción, como hemos visto en el primer capítulo de este manual, tiene que existir una tensión que le aboque a actuar, a hacer elecciones y, como consecuencia, a cambiar. Por el contrario, si el personaje no tiene nada que perder o que ganar en lo que hace —nada le va en ello—, sus acciones serán un puro ir y venir sin sustancia.

      Si un relato cuenta un cambio, un relato cuenta un conflicto. Si no hay conflicto ni cambio no estamos escribiendo un relato; todo lo más, es una simple anécdota, por muy bien escrita que esté.

      2.1. ¿Qué es el conflicto?

      Tal y como vimos en el capítulo previo, el conflicto se construye a partir de un deseo o una necesidad del personaje a cuya consecución se opone alguna fuerza antagónica. Puede que el personaje quiera algo, que necesite algo o que deba hacer algo, pero esto en sí no basta, porque si quiere algo y no tiene obstáculos para conseguirlo (lo logra y punto), no hay conflicto (y sin él tampoco hay tensión ni interés narrativo).

      Si miramos la definición que nos da el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, resulta que es la siguiente:

      Conflicto. (Del lat. conflictus). 1. m. Combate, lucha, pelea.

      En definitiva, que si se habla de combate, lucha y pelea ha de existir, necesariamente, el enfrentamiento de dos fuerzas antagónicas.

      La mayoría de los conflictos pueden resumirse en tres:

      Yo quiero, pero no debo.

      Yo debo, pero no quiero.

      Yo debo, pero no puedo.

      Así es el conflicto: fuerzas internas o externas impelen al personaje a la acción para lograr sus fines, mientras otras, que también pueden ser de carácter interno o externo, le presionan para que no actúe.

      2.2. ¿Contra qué lucha?

      En general, los factores antagónicos que se oponen al personaje pueden reducirse a tres.

      2.2.1. Contra la fatalidad

      La fatalidad (fatum) es la incapacidad del personaje por escapar a su propio destino. Algo incontrolable para él. Un ejemplo sería Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. La novela respira ese aroma de lo inevitable que siempre existe en la tragedia: «Nunca hubo una muerte tan anunciada», dice el narrador. Pero el destino, en forma de casualidades, hace que el crimen suceda como en una tragedia griega. Todo el pueblo sabe que los hermanos Vicario van a matar a Santiago Nasar, pero nadie se lo dice porque parece imposible que, si todo el mundo lo sabe, él no lo sepa. En este caso, se encadenan una tras otra las casualidades que llevan a la muerte de Santiago. La muerte del personaje es tan inevitable que está ya enunciada al inicio de la novela, con una premonición sobre lo que sucederá:

      El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando veintisiete años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.

      Crónica de una muerte anunciada

      Gabriel García Márquez

      Este tipo de personajes se topan con una cadena de acontecimientos adversos que el destino pone en su camino y que terminarán por derrotarlos. Aun cuando no se advierta explícitamente que nadie escapará a su destino, sabemos que estos personajes tienen todas las de perder, aunque intenten buscar una situación diferente. Otro ejemplo de lucha contra la fatalidad, también de García Márquez, sería el relato «El rastro de tu sangre en la nieve», en Doce cuentos peregrinos.

      2.2.2. Contra otros personajes

      Esto es, los llamados antagonistas (o que en términos de Greimas ejercen, como vimos, la función de oponentes). En este caso, el personaje protagonista deberá luchar contra otro u otros personajes que obstaculizan o se oponen activamente al logro de sus metas. A veces son personajes secundarios, de menor importancia que el principal y descritos mediante una o dos simples características; en otros casos, sin embargo, puede tratarse de personajes trabajados y desarrollados en profundidad. El antagonista puede no ser una sola persona, sino un conjunto de personajes: un pueblo entero, un grupo de amigos o la familia.

      Un antagonista no tiene por qué ser necesariamente malvado: no es necesario tratarlo de forma maniquea —la clasificación reduccionista entre buenos y malos—. A veces basta con que confronte al personaje protagonista (una amante que ponga en un buen aprieto a un hombre casado, un padre que proyecte su larga sombra sobre un hijo, y así) desde su propia complejidad y contradicciones.

      El protagonista, pues, deberá enfrentarse o sobreponerse a esta fuerza opuesta, mientras que la función del elemento antagónico será obstaculizar el deseo o necesidad de aquel. En el siguiente ejemplo vemos el inicio del relato «El ojo del amo», de Italo Calvino, donde un padre quiere que su hijo asuma las funciones de patrón de la hacienda familiar. El hijo, que vive en la ciudad, está completamente desvinculado del ambiente rural y siente un absoluto desinterés por lo que su padre desea de él:

      —El ojo del amo —le dijo su padre, señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados, sin pestañas, redondo como el ojo de un pájaro—, el ojo del amo engorda el caballo.

      —Sí —dijo el hijo y siguió sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la gran higuera.

      —Entonces —dijo el padre, siempre con el dedo debajo del ojo—, ve a los trigales y vigila la siega.

      El hijo tenía las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba la espalda de la camisa de mangas cortas.

      —Voy —decía, y no se movía.

      Las gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo.

      Viendo a su hijo abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía que su furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito, mezclaba abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados, amenazaba al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas. El hijo del patrón no se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada clavada en el suelo y los labios como silbando, como desaprobando semejante despilfarro de fuerzas.

      —El ojo del amo —dijo el viejo.

      —Voy —respondió el hijo y se alejó sin prisa.

      «El ojo del amo»

      Italo Calvino

      2.2.3. Contra sí mismo

      En este caso, el conflicto se establece cuando el personaje quiere o debe hacer algo pero no puede, no es capaz, tiene miedo, le falla la convicción o la fuerza necesaria. Así ocurría en el fragmento de Sam Shepard que veíamos en el capítulo anterior,o en aquel cuento de Augusto Monterroso sobre la mosca que soñaba ser un Águila y sobrevolaba los Alpes y los Andes.

      [...] En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias

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