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hora de saber de qué está hablando una historia. Si leemos una vez más el fragmento de Borges y sintetizamos su contenido abstracto, llegamos a la conclusión de que habla de la memoria.

      A esta síntesis abstracta que subyace en todo texto se le llama tema. El tema de una historia se establece reduciendo la historia a su esencia, abstrayéndola, quitando los detalles para hacerla general. En último término, reducimos el texto a (al menos) una palabra abstracta que sintetice la intención primaria del autor.

      Todo relato habla de un tema que se puede definir en una o en unas pocas palabras: la pérdida, la culpa, la soledad, etcétera. Ahora bien, para narrar la historia en la que subyace el tema, lo haremos usando palabras concretas que dibujen escenas concretas. Lo ideal es que el concepto en el que se basa el tema del relato no sea mencionado directamente en el texto, sino que este se pueda deducir de las imágenes específicas con las que lo hemos materializado. Si tenemos claro el tema abstracto del que queremos hablar, este será como una brújula que nos impida cambiar de asunto o de contenido en nuestras obras y nos ayudará a encarrilar el sentido de lo que estamos escribiendo.

      Si quisiéramos escribir sobre un tema como la envidia, deberíamos ilustrar de forma concreta este tema abstracto. Veamos cómo lo hace Unai Elorriaga en el siguiente fragmento.

      Rosario vivía sola desde que su hijo se mató en una pista de tenis y su hija se había ido a casarse a la isla de Man. Aún más sola se sentía desde que se enfadó con los vecinos de arriba, con María y con Lucas (sobre todo con María), hacía ocho años. Sabía en todo momento, sin embargo, cualquier cosa que hicieran Lucas y María. Supo que estuvieron en el hospital y por qué, supo que María se cayó por las escaleras, supo que metieron en casa a un maleante. Y, cómo no, también sabía que aquel día, Nochevieja, tenían una invitada. Una chica pelirroja, la hija del dentista.

      Y mientras comía un trozo de merluza que llevaba ciento dieciséis días en el congelador, Rosario escuchó palabras suaves en el piso de arriba, y un par de risas; después escuchó una discusión en tonos azules y grises, carcajadas, gritos con bufanda, más risas. Y cuando Rosario estaba masticando el segundo mazapán, se oyó una guitarra, y canciones tolerables al principio, más vivas después y pronto canciones impuras, de mal gusto, anticlericales.

      Rosario, entonces, con toda la potencia de sus pulmones de setenta y ocho años y con medio kilo de mazapán en la boca, empezó a dar gritos mirando a sus vecinos de arriba; que qué escándalo era aquel, que se callasen de una vez. Como si le estuvieran impidiendo dormir, como si hubiera tenido intención de irse a dormir.

      Un tranvía en SP

      Unai Elorriaga

      Estas imágenes de las que se sirve el autor le valen no solo para sacar adelante el tema, sino también para ampliarlo con elementos muy particulares. De este modo, al lector no le queda más remedio que establecer de inmediato una empatía con lo narrado. Puede que, incluso, termine esbozando una sonrisa y se emocione. Queda claro cómo la idea abstracta queda iluminada por la cantidad de detalles que aluden a la envidia. Estos elementos vívidos y visibles están reforzando las intenciones del tema que el autor quería trabajar. De este modo, la narración no se dispersa hacia asuntos no relacionados con el tema, cosa que atomizaría la historia y le haría perder fuerza y eficacia.

      4.4. De la narración al tema y viceversa

      A estas alturas nos hemos dado cuenta de que lo abstracto y lo concreto son asuntos diferentes, pero, a la vez, muy dependientes y relacionados entre sí. Es posible que estemos escribiendo un relato o unos cuantos párrafos, sin más, donde aparecen ciertos elementos desordenados. Imaginemos las cosas que hace una vecina que se dedica a espiar a su vecindario: sale a regar las plantas puntualmente, a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde; barre el portal a las once y deja las persianas entreabiertas…

      Estas anécdotas de la vecina nos llaman la atención, y hasta es posible que nos resulten graciosas. Sin embargo, muy probablemente nos sorprenderemos cuando el resultado del relato sea un poco caótico, sin demasiada energía o sentido. Incluso nos costará cerrar el texto porque, en realidad, no sabíamos bien hacia dónde íbamos. Si queremos sacar adelante estos detalles inscritos en la escena, tendremos que preguntarnos de qué habla lo que hemos escrito, cuál es la idea abstracta que destila esa red de detalles. En el caso de las anécdotas de la vecina, podemos llegar a la conclusión de que el tema abstracto que subyace es la envidia y que esa es la razón de sus frecuentes excursiones a espiar. Una vez que lo tengamos claro nos será más sencillo seleccionar, colocar y mostrar los elementos concretos que sustenten el tema que estaba debajo de las anécdotas de la vecina. De ese modo, una vez que hayamos decidido qué detalles concretos nos interesan para reforzar esa idea abstracta sin mencionarla de forma explícita —mostrándola—, será más fácil contar la historia de tal manera que el lector pueda, por sí mismo, deducir su sentido.

      5

       Ver para creer.

       La visibilidad del relato

      María Tena

      Lo visible es, como todos sabemos, lo susceptible de ser visto, de ser percibido fácilmente. Para el escritor, el relato empieza a formarse a través de una imagen, de un recuerdo, de un deseo o de una idea. El problema para cualquier autor, y el secreto de su talento, es cómo manipular ese primer embrión y convertirlo en una historia que sea perceptible, visible para el lector. Si no se produce esa comunicación el relato estará muerto antes de nacer.

      Como escritores, tenemos que comprender que no siempre conseguimos mostrar en el texto lo que tenemos tan claro dentro de nuestra cabeza, y eso es lo que necesita nuestra historia. Se da el caso de que nos esforzamos en explicar lo que el lector va a leer a continuación, y apenas nos damos cuenta de que ese lector al que nos enfrentamos necesita asistir a la escena como si estuviese presente, para identificarse con el protagonista o con la propia historia. A nuestro lector hay que ponerle las escenas delante de los ojos, hay que hacer el cuento visible. ¿Cómo conseguimos esto?

      5.1. Mostrar, no decir

      Tal y como reza el célebre dictum de Henry James que vimos en el capítulo anterior, esta debería ser la primera regla de todo narrador. Sí, ya sé que suena fácil pero, ¿qué quiere decir el verbo «mostrar» en este contexto? Os pondré un caso. Tomemos una escena sencilla:

      A, como cada día, despertó, se duchó y fue a desayunar a un bar. Allí se encontró con B. Ella le recordó que era una antigua enfermera de su madre. Charlaron un rato, y a A le gustó pero en un momento dado ella se fue. A volvió a su casa.

      ¿No os parece que la narración es demasiado fría, muy sosa? No sabemos cómo es A, tampoco quién es B. Ni siquiera sabemos dónde está ese bar ni si ese día llovía o hacía sol. Las acciones son cotidianas, corrientes. El relato también es vulgar y sin forma. Para que esta pequeña narración adquiera vida, necesitamos más detalles, acciones, diálogo y objetos concretos. Necesitamos también algo imprevisto que nos haga fijar la atención en la historia. Lo intentaremos con el principio.

      En el bar, al apoyarse para coger la taza, A sintió un olor a jazmín muy intenso que se mezclaba con el sabor de su café con leche. Se dio media vuelta y vio que en la barra, junto a él, se apoyaba el brazo más perfecto que había visto en su vida. Blanco, suave, torneado. Siguió su recorrido y acabó fijándose en un cuello largo que se inclinaba sobre una taza de té y una tostada. Luego vio su pelo. Una melena rubia que, cuando se abrió la puerta y se volvió, dio paso a una cara que hizo que el corazón se le parase. Qué mujer, pensó.

      —¿Qué haces aquí? —dijo B, con una voz que le recordó a su primera novia.

      Para mostrar —en vez de decir, en vez de explicar— necesitamos detalles, objetos y acciones. Y mostrarlos en movimiento y, a ser posible, desde los cinco sentidos. Necesitamos que, además de comprender los pensamientos y sentimientos de nuestros personajes, el lector huela el perfume que ellos huelen, saboree el café que toman, que pueda diferenciar el tacto entre una roca y un

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