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que planeó hacer con nosotros –que se llamaría Arena canta Bahia– nos encargó canciones especiales, una selección de canciones ya existentes relativas a Bahía y sugerencias para el guion. Consideré –y considero– totalmente justo su rechazo de la misteriosa y extraña historia infantil que habíamos elegido en conjunto como base para la creación de la obra. Boal nos había insinuado que partiésemos de una idea folclórica bahiana para llegar a una pieza moderna condimentada con mucha crítica social. Esa sugerencia y la confusión de escribir en grupo nos llevaron a optar por una adaptación de la historia macabra de la niña enterrada viva por su madrastra y cuyos cabellos sedosos brotan de la tierra. Boal consideró –con extremada delicadeza– que tendíamos hacia una atmósfera demasiado lírica y, abandonando completamente nuestras ideas de trama, eligió, entre las canciones que seleccionamos, un repertorio que le permitiese mostrar algo que se condijese con su prestigioso teatro de lucha. Pero dos cosas me impactaron: rechazó muchos de los arreglos –llenos de clichés conscientes inspirados en los números que Elis Regina había presentado en el programa de TV O Fino da Bossa, en San Pablo– y se justificó diciendo más o menos lo siguiente: “Piensas en términos de la búsqueda de una pureza regional y por eso reaccionas de ese modo; yo pienso en la juventud urbana a la que tengo que llegar y que entiende ese lenguaje”. El hecho es que, en 1965, participé con entusiasmo de Arena canta Bahia, ya que era muy estimulante observar la maestría de Boal para componer coreografías y me hacía feliz estar al lado de Bethânia, Gil, Gal, Tom Zé y Piti, pero les dije a todos ellos que había un error fundamental en montar un musical sobre Bahía sin una canción de Caymmi. Todas las canciones elegidas presentaban una caracterización nordestina que las alejaba del estilo propiamente bahiano, de la gracia, del gusto, de la visión de mundo en vigencia en la región del Litoral Bahiano y en la ciudad de Salvador. Pero el Nordeste de Carcará ya era distintivo de la personalidad pública de Bethânia y de la música de protesta en general. Mientras tanto, yo soñaba con nuestra intervención en la música popular brasileña radicalmente vinculada a la postura de João Gilberto para quien Caymmi era el genio nacional. Aunque João hubiese nacido en el sertão bahiano, cerca de Pernambuco, sugería una línea maestra de desarrollo del samba que se originaba en el samba de roda del litoral y llegaba a su punto de maduración en el samba urbano carioca; rechazaba estratégicamente los exotismos regionales. Sin embargo, la voz de un vaquero gimiendo o la guitarra estridente de un campesino estaban más cerca del gusto que yo le atribuía a João Gilberto que el poco sofisticado retorno al samba ruidoso a través de las baterías jazzísticas o las composiciones pretenciosas basadas en escalas nordestinas. Me dolía escuchar la voz cruda de Bethânia empaquetada en las convenciones del samba jazz del Beco das Garrafas, esa calle de Copacabana donde nació el estilo que más adelante sería asociado con O Fino da Bossa.

      Arena canta Bahia se estrenó en un teatro relativamente grande, el TBC, que había sido el escenario del Teatro Brasileiro de Comédia, pero no tuvo ni por lejos el éxito de Arena conta Zumbi. La diferencia en la recepción era merecida. Zumbi era, aun olvidando la fuerza de su originalidad, una especie de musical del off Broadway a punto de pasar a Broadway; Arena canta Bahia nos hacía pensar solamente que un show simple como los del Vila Velha habría sido nuestra mejor carta de presentación.

      Recuerdo un comienzo de discusión con Boal por nuestras opiniones diametralmente divergentes en relación con otro espectáculo musical que se había estrenado en Río. Era el inolvidable Rosa de Ouro, que descubrió a Paulinho da Viola (a los veinticuatro años) y a Clementina de Jesus (a los sesenta) y trajo de vuelta a la veterana Araci Cortes. Este espectáculo, que me conmovía por el modo poético en el que presentaba músicos auténticos de la tradición del samba carioca más refinada, le resultaba “folclórico” a Boal. Yo, por supuesto, era demasiado tímido como para argumentar en contra de Boal, por quien sentía respeto y admiración, y a él no le preocupaba lo suficiente mi opinión como para alentar una verdadera discusión. Pero me pareció que rechazar un espectáculo como aquel era desaprovechar una oportunidad poco común de ver expuesto con claridad un tipo de belleza al que podíamos aspirar. También pensaba que el nacionalismo de los intelectuales de izquierda, como mera reacción al imperialismo estadounidense, tenía poco o nada que ver con el gusto por las cosas de Brasil o con proponer –lo que a mí me interesaba más–, a partir de nuestro estilo propio, soluciones originales para los problemas del hombre y del mundo. La única solución era conocida y llegó aquí ya lista: alcanzar el socialismo. Y para ello cualquier truco servía. Todo gesto que mostrara interés en refinar la sensibilidad –tanto en el contacto más profundo con nuestras formas populares tradicionales como en la actitud de vanguardia experimental– era considerado un desvío peligroso e irresponsable.

      Esas discrepancias con el gusto y las posiciones de Boal eran un factor más de la infelicidad de mi estadía en San Pablo. No solo estaba en una ciudad que me parecía fea e inhóspita –un caos de rascacielos, polución y embotellamientos–, también estaba descubriendo que ni siquiera podía insinuar mi modo de ver las cosas en los ambientes generadores de cultura. Y, si bien es cierto que la llegada de Bethânia al estrellato me había abierto puertas en el terreno profesional, eso no significaba necesariamente que la intervención estética que yo consideraba correcta fuera posible.

      Todo eso, sin embargo –y a pesar de mi sufrimiento– muestra la riqueza de mi experiencia con Boal. Fue un período de adiestramiento escénico y, por otro lado, me sirvió como una etapa de sociabilidad en un gran centro cultural. Las discrepancias en el punto de vista y la actitud que se encontraban en estado embrionario en aquella época se desarrollaron y profundizaron en dos años y, durante el tropicalismo, teníamos posiciones ostensiblemente antagónicas; pero en ningún momento perdí de vista la importancia de Boal y del Arena. Tengo certeza además de que Boal debe haber visto algo en mí ya que una vez me ofreció el rol principal de una versión politizada de Hamlet.

      Resulta conmovedor también pensar que Bethânia, a esa altura ya exitosa en todo el país, compartió el escenario con sus compañeros (desconocidos para el público), obedeciendo la valiente decisión de Boal. De hecho, después de Arena canta Bahia, Boal dirigió otro musical –Tempo de guerra–, en el que Bethânia estaba al frente del mismo elenco de bahianos (sin mí). Como extrañaba Bahía y a mi novia que se había quedado allí –Dedé, una estudiante de danza con quien me casaría dos años más tarde, en pleno tropicalismo–, me fui de San Pablo y volví a Salvador a vivir, noviar y planear perezosamente un futuro de cineasta o profesor: mi incapacidad para orientar los arreglos según mi gusto y mis ideas –cosa que siempre atribuí a la mediocridad de un talento musical que creía imposible de desarrollar– me hacía soñar otra vez con un futuro alejado de la música. A esa altura –y justamente debido a los problemas que tuve que enfrentar en San Pablo– ya no me parecía contradictorio que me gustasen casi con la misma intensidad Ray Charles y João Gilberto y, si bien deseaba que mis amigos músicos también pudiesen pasar de uno al otro en vez de quedar atados a un sub-pré-bebop homogeneizado, yo me estaba preparando para estar a la altura de acoger la siguiente sugerencia de Bethânia: prestarle más atención a Roberto Carlos.

      8 Maria Bethânia, tú eres para mí / la señora del ingenio. [N. de la t.].

      9 Adiós, mi Santo Amaro / De esta tierra me voy a ausentar / Me voy para Bahía / Voy a vivir, voy a morar / Voy a vivir, voy a morar. [N. de la t.].

      10 Murió en 2008, a los 65 años.

      11 Cantar es más que recordar / Más que haber tenido aquello entonces / Más que vivir, más que soñar / Es tener el corazón de aquello. [N. de la t.].

      INTERMEZZO BAHIANO

      Los meses (casi un año) que viví en Salvador fueron felices y sin perspectivas. Dedé y yo íbamos a pasar días enteros en la playa de Itapuã. Fernando Barros, mi compañero del Severino, tenía una casa de veraneo que su madre no usaba casi nunca fuera de temporada y a veces pasábamos dos días seguidos allí. Como los padres de Dedé no lo habrían aprobado

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