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conquistada con dificultad y decisión. Por eso todos sus gestos y sus palabras parecían venir de un realismo directo y serio, pero resultaban delicados y graciosos. No nos olvidemos de que ella, a esa altura, tendría unos veinte años. Su nombre estaba vinculado al nacimiento de la bossa nova (se decía –y se dice todavía– que el movimiento nació en su departamento de Copacabana) y, aunque en aquella época ella aún no tuviese un éxito masivo, en Bahía conocíamos su leyenda. Ella también había oído hablar de nosotros y arregló para encontrarnos en una plaza cercana al teatro. Hablamos y cantamos; hacía ya un tiempo que Nara estaba intentando ir más allá del horizonte temático de la bossa nova e introducir la música en la discusión de los problemas sociales y políticos que tanto el nuevo teatro brasileño como el Cinema Novo abordaban con frecuencia y pasión. Opinião mismo se había inspirado en su gesto por volver la atención hacia el samba de morro y la música del sertão nordestino y hacia las nuevas canciones de cuño social. En efecto, Nara alentaba más que nadie a los compositores para que escribieran ese tipo de canciones. Su presencia en Bahía se reveló, entre nosotros, encantadora y enigmática: hacía preguntas muy directas en voz muy calma y nos entusiasmaba con sus intereses en un tono escéptico que nosotros interpretábamos (creo que con razón) como una mezcla de discreción y cuidado.

      El día en que vino a vernos, íbamos a oír una grabación del último de una serie de shows que habíamos presentado en el Vila Velha. A diferencia de Opinião, nuestros espectáculos pretendían, además de hacer referencia a cuestiones políticas y sociales, crear una perspectiva histórica que nos ubicara en el desarrollo de la música popular brasileña. Habíamos acogido la sugerencia de João Gilberto en su aspecto aparentemente más profundo: no nos conformábamos con la mirada excesivamente simplificada e inmediata de los que proponían un impulso de falsa modernización jazzificante de nuestra música, una utilización política propagandística o una mezcla de ambas cosas. Nuestros shows eran colectivos, pero los números personales caracterizaban bien el estilo de cada uno de nosotros, y ya estábamos planeando realizar espectáculos individuales.

      Aquel día, con Nara tratamos de escuchar algo en la grabación precaria que alguien había hecho y empezamos a planear el espectáculo solo de Bethânia, era unánime la opinión de que Bethânia, por su potencia escénica, debía iniciar la serie. Y Nara, no solo se mostró interesada por todo, sino que le ofreció a Bethânia canciones inéditas de sambistas de Río. Así, entre sambas-canções de Noel Rosa y de Antônio Maria, algún baião, alguna marchinha antigua de Carnaval cantada en ritmo lento y novedades compuestas por nosotros mismos, Bethânia, en su primer show individual, cantó algunos de los temas centrales del espectáculo al que sería invitada más adelante y con el que se haría famosa en todo el país.

      Frente al temperamento de Bethânia, Nara solía reaccionar con un humor que contrastaba con su estilo despojado, pero lo hacía en un tono en el que era perceptible el cariño y la prueba del conocimiento íntimo del estilo personal de la otra. Decía, por ejemplo: “Bethânia, cuando vengo a verte, pienso en velas encendidas, rosas rojas y alfombras especiales”. Y Bethânia se reía de su retrato de prima donna y sabía que la muchacha que tenía enfrente, para quien todo era simple y claro, reconocía que era, ella misma, un gigante de la historia de nuestra música y que Brasil lo sabría siempre.

      La generosidad de Nara en aquel episodio puede ser explicada en parte por el clima de búsqueda colectiva y de colaboración mutua que signó las relaciones entre los creadores de la música popular en Brasil desde el final del período áureo de la bossa nova hasta el final del período áureo del tropicalismo –y que sigue siendo el rasgo distintivo de la MPB–, pero lo que se destaca aquí son las características personales de Nara, su manera espiritualmente aristocrática de ser práctica y objetiva, los destellos delicados de su antiestrellato. Está claro que fue –entonces y después– una estrella verdadera; al lado de Chico Buarque en el lanzamiento de A banda, al lado de los tropicalistas en las primeras batallas o sola, primero cambiando y luego releyendo la bossa nova, e incluso una vez alejada de la profesión, cuando decidió dedicarse a su matrimonio y a una nueva vida de estudiante universitaria (con su gracia infantil, no contrastaba con sus compañeras diez o quince años menores que ella). Nara brilló en Brasil hasta su muerte, en 1989.

      A pesar del entusiasmo con el que actuaba en los shows del teatro Vila Velha –cantando, tocando un poco la guitarra y, sobre todo, concibiendo el espectáculo y haciendo la “dirección general” (la dirección musical estaba a cargo de Gilberto Gil y Alcivando Luz)– no estaba en mis planes ser un profesional de la música popular. El hecho de haber ido a Río con Bethânia, sin embargo, lo volvió casi inevitable. Entre otras composiciones del grupo bahiano, Bethânia cantó mi canción De manhã a pedido de los productores de Opinião que luego la eligieron para representar el ambiente musical del que ella venía. Entró por lo tanto en el repertorio del show y estuvo en el lado B del simple best seller Carcará. Mi canción le gustaba a mucha gente de la música y fue grabada por la más clásica de las cantantes tradicionales brasileñas, la divina Elisete Cardoso, y por el hijo jazzístico más popular de la bossa nova, Wilson Simonal. A partir de aquel momento, la ilusión de que la música iba a ser algo provisorio en mi vida fue desarticulada muchas veces.

      Cuando Opinião fue a San Pablo, yo seguí acompañando a Bethânia, pero ya tenía en mente tratar de convencer a mi padre para que le permitiera quedarse bajo la responsabilidad de Augusto Boal, director del espectáculo en quien yo confiaba. Mi padre, que nunca había sido un hombre rígido, se mostró totalmente razonable en relación con las salidas nocturnas de Bethânia. De hecho, tanto él como mi madre, que habían nacido ambos en Santo Amaro a comienzos de siglo y vivido siempre allí, nunca reaccionaron a los cambios de comportamiento por los que pasó el mundo mientras nosotros crecíamos, aunque nunca se hubiesen identificado –ni permitido que nosotros nos identificásemos– con la vulgaridad que suele traer aparejada ese tipo de transformaciones. Mi padre había conocido a Boal y aceptó mi propuesta. Pero lo cierto es que Boal estaba planeando, para cuando estuviera terminada la gira de Opinião, hacer un espectáculo con Bethânia y, esta vez, con sus compañeros de grupo. Por lo tanto volví a San Pablo, donde viví una experiencia sufrida pero ilustrativa.

      El gobierno militar que fue instaurado por el golpe de 1964 solo puede ser sentido como no dictatorial retrospectivamente y en comparación a la dureza del régimen que reinó a partir de 1968. En 1965 buscábamos los medios de gritar “abajo la dictadura” y, mucho antes de que empezaran a crecer los movimientos estudiantiles que llevaron multitudes a las calles, la producción cultural –sobre todo el teatro– tomaba la responsabilidad de ser vehículo de la protesta. El crítico literario Roberto Schwarz, un intelectual de formación marxista, escribió, en 1968, un ensayo en el que, junto con un intento de interpretación del tropicalismo, describe el tipo de complicidad que se establecía en ese período entre escenario y platea y muestra cuán hegemónica era en el medio cultural brasileño la posición de izquierda. Augusto Boal era un exponente de ese teatro participativo y, aunque su Opinião, a pesar de ser muy bueno, no me hubiese parecido mejor que nuestros propios shows del Vila Velha, él era un hombre brillante y hablaba de Bertolt Brecht –la personalidad teatral que más interesaba a los brasileños de entonces– con mayor seguridad y sinceridad que ningún otro que yo hubiese escuchado antes. Ante todo, había estrenado un nuevo espectáculo en San Pablo –Arena conta Zumbi– que me encantó; era la historia de Zumbi dos Palmares, el líder esclavo negro que fundó el más famoso y más grande de los quilombos –aldeas de ex esclavos rebelados– de la historia de la esclavitud en Brasil. La idea de un territorio libre, conquistado por ex cautivos valientes se prestaba, naturalmente, a todo tipo de alusión al gobierno militar y a nuestra falta de libertad. Pero era como si el glamour de la heroicidad del personaje central, realzado por la gracia de la música, abriera un claro agradable en nuestras mentes. Zumbi también era un musical, pero, a diferencia de Opinião, no era un rejunte de canciones diversas mezcladas con textos y actuado por cantantes sino una obra concebida como totalidad, con un compositor cuyas canciones inéditas eran cantadas por actores. Arena conta Zumbi era una maravilla de economía de medios, una lección de cómo obtener efectos con el mayor despojo. Fernanda Montenegro, con frecuencia considerada la mejor actriz brasileña, ha señalado que fue el show más importante en la modernización del teatro brasileño. A mí me gustaba Zumbi así como a algunos les

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