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Y RAY CHARLES

      Poco antes de que yo cumpliera cuatro años, nació nuestra hermana menor, para la que elegí el nombre de Maria Bethânia, que tomé de un bello vals, cuyos primeros versos, majestuosos e incomprensibles para mí en aquellos tiempos, eran:

      Maria Bethânia, tu és para mim

      La canción del compositor pernambucano Capiba tenía mucho éxito en la segunda mitad de la década de los 40, cantada por la voz potente de Nelson Gonçalves. Si bien mi determinación por llamar así a mi hermana producía admiración, nadie tenía el coraje de ponerle a un bebé un nombre tan “pesado”, como había muchas otras sugerencias (que iban desde Cristina hasta Gislaine), mi padre decidió hacer un sorteo: escribió los nombres en papelitos, los dobló, los arrojó en la copa de mi sombrerito de explorador y me dijo que sacara uno.

      Salió el que yo había elegido. Entonces mi padre, con aire de resignación (lo que era una orden para que todos los demás se resignaran) dijo: “Ya está. Ahora tendrá que ser Maria Bethânia”. Y salió a anotar a la recién nacida con ese nombre.

      Hace poco mis hermanas mayores me contaron una versión según la cual mi papá habría escrito Maria Bethânia en todos los papeles. No es del todo improbable. Y, de hecho, en la expresión resignada de mi padre se veía un intrigante toque de humor. Pero, aunque pueda llenarme de orgullo pensar que mi padre haya podido hacer trampa para complacerme, siempre preferí creer en la autenticidad del sorteo: esa intervención del azar parece otorgarle más realidad a todo lo que sucedió desde entonces, hace crecer al mismo tiempo la magia del presagio y la unicidad absolutamente gratuita de cada acontecimiento.

      Tengo muchos hermanos, somos ocho: seis (tres mujeres y tres hombres nacidos de mi madre y mi padre) y dos hermanas más que adoptaron como hijas. Creo que podría escribir un libro entero sobre cada uno de mis hermanos, pero quiero concentrarme en Bethânia porque, además de trabajar con música popular como yo, fue una influencia determinante en la formación de mi perfil profesional e incluso en mi estilo para componer canciones, cantarlas y pensar las cuestiones relacionadas con eso.

      Los tres últimos años que pasamos en Santo Amaro reafirmaron la alianza que había nacido con la elección de su nombre. Como mi hermana Nicinha ya era adulta e Irene todavía un bebé, Clara y Mabel estaban casadas y Rodrigo y Roberto trabajaban en Salvador, Bethânia y yo nos sentimos cada vez más cómplices. Cuando nos mudamos a Salvador, ella estaba entrando en la pubertad. Pero incluso antes, su inestabilidad de preadolescente pedía mi solidaridad y alimentaba mi mitología rebelde: empecé a sentir que uno de mis roles era el de explicar Bethânia a mis padres, aunque esa pretensión fuera algo absurda, porque existe un hecho misterioso que determina la diferencia del temperamento de Bethânia en relación con el resto de la familia y es que ella era la preferida de mi madre. En nuestra familia era ella la que dramatizaba los contenidos apasionados y poco sensatos con los que no estábamos acostumbrados a lidiar abiertamente: los celos, la rabia, la exigencia de exclusividad, el capricho. Y yo asumí el rol del intérprete, en los dos sentidos de la palabra: era el que explicaba y justificaba sus caprichos y un aprendiz de esos valores, que aceptaba como muestras de realidades más vastas. Cuando se encerraba en su cuarto, enigmática, y se negaba a hablar con todos, yo me inclinaba a ver ese gesto como un ejemplo de lo que las revistas llamaban juventude transviada [juventud extraviada], frase tomada del título en portugués de la película Rebelde sin causa. Gradualmente empecé a aplicar las enseñanzas de Maria Bethânia al desarrollo de mi criterio estético.

      Bethânia se acercaba a los catorce y yo a los dieciocho cuando nos mudamos a Salvador para ir a la escuela. En Santo Amaro no había colegio secundario: ni el ginásio –primeros años– ni lo que llamábamos científico o clásico según cual de las orientaciones –ciencias o humanidades– se eligiera. Mis padres siempre mandaban a sus hijas mujeres a Salvador para el ginásio, mientras que a los varones recién para los últimos años. Puede resultar curioso –y, de hecho, algunos amigos se sorprendían en esa época–, pero yo no tenía ningún deseo de dejar Santo Amaro e ir a vivir en una ciudad más grande. Recuerdo que Roberto, mi hermano inmediatamente mayor que yo, vociferaba contra la vida acotada de allí, impaciente por ir a Salvador, ciudad que pronto estaría impaciente por dejar por San Pablo. Emanoel Araújo, un compañero mío del secundario que luego se convertiría en un renombrado artista plástico, expresaba sentimientos similares a los de Roberto, pero aún con mayor vehemencia, y siguió el mismo itinerario. Hercília, la chica que yo amaba con todo mi corazón y que parecía una reina moderna del cine europeo, había desarrollado una retórica arrogante de desprecio hacia nuestra pequeña ciudad natal que llegaba a ser ofensiva. Yo, en cambio, me ataba a la convicción de que, si quería ver un cambio en la vida, era necesario que cambiara en Santo Amaro. En realidad, a partir de Santo Amaro. (Si decidiese ir a otro lado, sostenía, sentiría los efectos de una diferencia superficial que me aliviaría de la verdadera responsabilidad: el cambio profundo. Sigo pensando que no puedo hacer nada que valga la pena sin una perspectiva centrada en Santo Amaro, esto es, que comience en mí). De cualquier modo, yo amaba la ciudad en la que todos habíamos nacido y en la que habíamos aprendido todo lo que sabíamos hasta entonces, incluso la osadía transformadora que sugería el canto de João Gilberto. Pero mi apego a Santo Amaro no era comparable con la reacción de Bethânia al partir de allí: ella sencillamente no aceptaba la idea de la mudanza.

      A mí no me desagradaba la posibilidad de vivir en Salvador: la ciudad que más me gusta en el mundo ya me era familiar como lo era para cualquiera que hubiese nacido en Santo Amaro. Mudarme no me planteaba mayores problemas. Salvador, a la que llamábamos “Bahía”, era muy cerca de Santo Amaro; tan cerca que mi padre siempre temió la construcción de la autopista que, según él, podía transformar a Santo Amaro en un “mero suburbio de Bahía”. Una cantiga de roda tradicional de Santo Amaro pasó a ser el tema oficial de ese período de nuestras vidas, en el que nos separamos de nuestros padres y fuimos a compartir un departamento con Rodrigo y Roberto en “Bahía”. En esa época compuse una canción y la usé como estribillo; sus versos sencillos resultan conmovedores en la melodía en tono menor sobre ritmo de marcha lenta:

      Adeus, meu Santo Amaro

      Que desta terra vou me ausentar

      Eu vou para a Bahia

      Eu vou viver, eu vou morar

      Era muy raro que alguien, en cualquier ciudad del litoral bahiano, llamase Salvador a la ciudad de Bahía. Aunque hoy sea la regla, para mí decir Salvador es una forma más de mi natural adhesión al acento carioca. Bethânia se negaba incluso a mirar la ciudad. Íbamos al colegio Severino Vieira caminando o en autobús y ella no respondía a ninguno de mis esfuerzos para que se interesara en un árbol, un transeúnte, un sobrado. Callada y triste, apenas toleraba las mínimas advertencias de Nicinha (que había ido a cuidarnos) y solo me dirigía la palabra para repetir cuánto detestaba Bahía y cuánto ansiaba la llegada de las vacaciones para poder volver a Santo Amaro. La vista de nuestro departamento daba al Dique do Tororó, con sus aguas de un verde mutante y misterioso que me encantaba. Bethânia, a modo de protesta, empezó a pasar tardes enteras apoyada en la ventana mirando fijo esas aguas, y terminó enamorándose de ellas: fueron su primer vínculo amoroso con Salvador.

      Tal vez mi campaña incansable por hacer que a Bethânia le gustase estar en Salvador haya logrado su objetivo en un tiempo considerablemente corto, teniendo en cuenta la terquedad de mi hermana, por causa de las aguas del Dique do Tororó. Gracias a la decisión del entonces rector de la Universidad Federal, doctor Edgar Santos, de sumar a las actividades académicas de las facultades convencionales escuelas de música, danza, teatro y de invitar a los exponentes más osados de la experimentación en cada una de esas áreas (ofreciendo así a los jóvenes de la ciudad un amplio repertorio erudito), Salvador vivía un período de una actividad cultural intensa. Al mismo tiempo, la arquitecta italiana radicada en San Pablo, Lina Bo Bardi, había sido invitada para organizar el Museo de Arte Moderno de Bahía (al que nos gustaba llamar MAMB, que me sonaba como “mambo”), y vimos obras de Renoir, Degas, Van Gogh. En el pequeño teatro semicircular, Eros Martim Gonçalves,

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