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así como Avaricia, La petite marchande d’allumettes, Metrópolis, Viva la libertad, Octubre, entre otras). Cuando se proyectaban películas más nuevas (Nazarín, La ley del silencio) eran presentadas por da Silveira o por algún invitado especial. Recuerdo una noche en que, todavía joven pero ya con fama de genio, Glauber Rocha –quien después lideró el movimiento Cinema Novo y fue internacionalmente famoso por films como Dios y el diablo en la tierra del sol y Antonio das mortes– comentó Umberto D., de De Sica: sus palabras, que precedieron la proyección, fueron brillantemente irreverentes y opusieron la sequedad de Rossellini (su director favorito entre los neorrealistas) al “sentimentalismo extremo” de De Sica. Así y todo, Umberto D. me pareció deslumbrante. Todas las semanas escuchábamos instrumentistas y docentes de la escuela de música que también colaboraron con el departamento de teatro; un actor narró Pedro y el lobo. El director de la Escuela de Música, el maestro Koellreutter (que había tenido como alumno a Tom Jobim) era un aventurero en la confección de sus programas: no solo Beethoven, Mozart, Gershwin y Brahms, también David Tudor interpretando composiciones de John Cage para piano; parte de una obra en la que el encendido de una radio figuraba en la partitura. Todavía recuerdo la carcajada que se apoderó de la sala –y del mismo director de la escuela– cuando se oyó, después de que Tudor prendió la radio, la voz familiar del locutor: “Radio Bahía, ciudad de Salvador”.

      Ese mundo me resultaba tremendamente apasionante, pero Bethânia pasó la mejor parte de 1960 cerrándose a cualquier cosa que sucediese en la ciudad más allá de los cambios en el verde de las aguas de la represa. Hasta que un día por fin aceptó mi invitación a salir, y fuimos a la Universidad a ver la obra de Paul Claudel La historia de Tobías y Sara. Helena Ignez y Érico de Freitas, bajo una luz que los transformaba en visiones celestiales, dijeron el texto que nos parecía lleno de poesía misteriosa (hoy Bethânia y yo todavía imitamos a la perfección la voz de Helena diciendo: “¡Soy la granada!”). Después de aquella tarde, Bethânia salió siempre conmigo a conciertos, obras de teatro, películas y exposiciones, y a todas las grandes fiestas populares que se apoderaban anualmente de las calles de Salvador en los días de los santos de gran devoción. Se enamoró sobre todo del teatro, y poco tiempo después venerábamos a los actores Helena Ignez, Geraldo del Rey y Antônio Pitanga. Bethânia empezó a desear ser actriz.

      En el segundo año de nuestra estadía en Salvador, mis padres habían venido a la ciudad para quedarse con nosotros. Mi padre no podía aceptar que su hija entrara y saliera de noche libremente, pero propuso un pacto: él aceptaba que saliese de noche siempre y cuando fuese conmigo y yo me comprometiera a hacerme responsable de ella. Mi padre tomó ese compromiso más en serio de lo que yo podía imaginar. Recuerdo especialmente una noche en que dejé a Bethânia en un lugar llamado Bazarte (una suerte de combinación entre bar, galería y club de jazz). Estaba cansado y con ganas de volver a casa a dormir mientras que nuestro hermano Roberto también había querido quedarse. Me sorprendió el enojo de mi padre, lloré mucho y prometí muy seriamente que no se repetiría y nunca más volví a casa de noche sin ella.

      En nuestras visitas a las exposiciones del MAMB, a las obras en la Escuela de Teatro, al club de cine y a la casa de Francia para ver films de arte, a Bethânia y a mí comenzó a llamarnos la atención la presencia casi invariable de un muchacho moreno, flaco, de anteojos, de quien ya hablábamos con absoluta familiaridad. Nos producía mucha curiosidad conocerlo. Imaginábamos que a él le gustaban las mismas cosas que a nosotros y nos atraía su cara. Estaba siempre solo y evidentemente no tenía ni la menor idea de que lo observábamos. Un día Alvinho Guimarães me dijo que quería hacer una película para la que, naturalmente, yo haría la banda sonora. También quería que participase en la escritura del guion. Iba a ser un film sobre niños de la calle de Salvador (se hizo y se llamó Moleques de rua y, efectivamente, hice la banda sonora para la que usé la voz de Bethânia). Alvinho hizo una cita conmigo y allí me presentó al amigo con el que quería que trabajara: era el chico que Bethânia y yo veíamos en todos los eventos. Me puso muy contento. Era amigo de Alvinho desde hacía bastante. Duda –así lo llamaba Alvinho– sonreía todo el tiempo, tenía los ojos extremadamente almendrados detrás de los lentes y hablaba con muchísima seriedad de cualquier asunto. Me impresionó cómo Alvinho elevaba el grado de exigencia en la conversación cuando él estaba presente. Empezamos a estar mucho los tres juntos y nuestras conversaciones eran siempre memorables, hablábamos de literatura, de cine, de música popular; hablábamos de Salvador, de la vida en la provincia, de la vida de las personas que conocíamos; hablábamos de política. Esta última no era nuestro fuerte, pero en 1963 –con los estudiantes apoyando al presidente João Goulart, o presionando para empujarlo más hacia la izquierda; con Miguel Arraes haciendo un gobierno admirable en Pernambuco estrechamente vinculado a las clases populares– sentimos un impulso por escribir obras políticas y canciones. Nos parecía que el país estaba a punto de realizar reformas que acabarían con su lado profundamente injusto, y de erguirse por encima del Imperio Americano. Entendimos más tarde que ni siquiera se había aproximado a eso. Y hoy tenemos buenos motivos para pensar que tal vez nada de aquello fuese verdaderamente deseable. Pero vivimos la ilusión con intensidad, y esa intensidad apresuró la reacción que resultó en el golpe.

      Duda –hoy conocido como el poeta y crítico Duda Machado– me impresionó con sus opiniones meditadas y exigentes. Alvinho y él eran los maestros que yo había elegido. Vi La aventura, de Antonioni, y la admiré. Daban La notte; me pareció hermosa. Algunas de sus peculiaridades y el diálogo me irritaron, pero, aunque me gustó el film, insistía en que prefería Fellini a Antonioni. Fellini había tenido mucho éxito con La dolce vita, La strada y Las noches de Cabiria, mientras que Antonioni era considerado más difícil, menos sentimental, y visualmente más riguroso. Como empezaba la moda de los críticos de despellejar a Fellini, habría parecido más inteligente si hubiese declarado que prefería a Antonioni, pero sostuve mi posición despreciando el esnobismo de los críticos. Duda escuchó todo y, en vez de tomar partido, apareció con algo totalmente diferente: “Tienes que ver Sin aliento, de Jean-Luc Godard. Ese tipo tiene otra cosa. Lo demás queda deslucido”. Le parecía incluso más interesante que Hiroshima, mon amour, que a mí me había enloquecido por completo. Fui a ver la primera película de Godard al cine Capri, en la avenida Dois de Julho. Realmente me maravillaron la agilidad del ritmo y la atmósfera poética. Los planos eran más plásticos que los de Antonioni, sin dar la sensación de estar rígidamente controlados. Duda leía los Cahiers du cinéma y estaba al día y de acuerdo con todo lo que decía Godard.

      Me impresionaba, sobre todo, que Duda, además de tener siempre razón, estuviese pensando las cosas un paso más adelante de lo que mi pensamiento era capaz. Pero yo lo introduje a Chet Baker y también, creo, a Billie Holiday y le mostré algunas grabaciones de Thelonious Monk. Me sentía muy

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