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muchas veces en la entrada, detrás del mostrador, con el pelo oxigenado y fumando un puro. Esta descripción no debería llevar a creer que se trataba de un antro deprimente. Por el contrario, todo era limpio, alegre, aireado y parecía sólido. Y la imagen de la dueña con el puro entre los dedos sugería más bien la elegancia excéntrica de un personaje de una película alemana. La mayor parte de los departamentos (cuarto, sala y baño razonable) estaba ocupada por artistas: músicos, poetas, dibujantes y actrices novatas. Era gente que había descubierto una linda forma de vivir, por poco dinero, en una excelente zona de Río. Dedé, que había quedado en venir conmigo a Río, estaba viviendo en casa de su abuela, en el barrio de Flamengo, pero se quedaba en el Solar cada vez que disponíamos de tiempo para estar juntos.

      Ya el apodo “Solar da Fossa” (el verdadero nombre era Solar Santa Teresinha) connotaba sofisticación y refinamiento, ya que estar na fossa era una expresión muy de moda, usada por gente de la Zona Sur carioca. Usado por fans de las películas de Bergman y pacientes del psicoanálisis, el término fossa (literalmente: pozo ciego), a pesar de su significado original grosero, se aplicaba a los sambas-canções modernos de Maysa, Tito Madi y Dolores Duran de la fase pre bossa nova y era considerado muy chic. El Solar da Fossa estaba muy bien ubicado: con solo cruzar a pie el Túnel Novo, en cinco minutos, se llegaba a la calle Prado Júnior, donde se encontraba el restaurante Cervantes, centro de la vida bohemia barata de los años 60, con sus excelentes sándwiches de pan francés y su rica cerveza. Recuerdo haber ido a pie desde el solar hasta el cine en el que daban Tierra en trance.

      Debo decir que el film me pareció aún más desparejo que Dios y el diablo en la tierra del sol. Los lamentos del personaje principal –un poeta de izquierda conflictuado por anhelar, más allá de la justicia social, “el absoluto”– por momentos me sonaban francamente subliterarios. Además, algunos defectos intolerables del cine brasileño –las fiestas de la alta sociedad filmadas de manera nada convincente, las mujeres figurantes incentivadas por los directores a hacer una caricatura provinciana deplorable de glamour sexual, la incapacidad de contar al menos una parte de la historia con claridad– estaban allí. Pero, como había sucedido con los dos films anteriores de Glauber (y, aunque con menor intensidad, con un gran número de las producciones del Cinema Novo), la pantalla sugería incesantemente otra mirada de la vida, de Brasil y del cine y parecía quitarles valor a mis exigencias. En el caso de Tierra en trance, el poeta protagonista traía, envuelta en su retórica, una visión amarga y realista de la política, que contrastaba evidentemente con la ingenuidad de sus compañeros de la resistencia contra la dictadura militar recién instaurada. En el momento del golpe de Estado, el film fue reconstituido como una pesadilla del poeta al morir: era una confusa mezcla de La fiebre sube al Pao, de Buñuel, con muletillas de la Nouvelle Vague y pinceladas del Fellini de 8 ½. Esa confusión, de todos modos, contribuía con la fuerza paródica del film. El efecto no le venía del todo mal al personaje, cuya intención desesperada de criticar con la mayor lucidez posible los proyectos políticos en los que se había involucrado y, a la vez, realizar los gestos más eficaces para consolidarlos –un tipo de dilema que llevó a varios a la locura, al misticismo o al campo enemigo– terminó arrastrándolo, bastante gratuitamente, a la muerte. Es conmovedor notar que esa historia podría pasar hoy, sin mucho margen de error, por una biografía sucinta del propio Glauber.

      Aunque la película causó escándalo entre los intelectuales y los artistas de la izquierda carioca, no fue, naturalmente, un éxito de taquilla. Algunos líderes del teatro comprometido protestaron exaltados al final de una función en la puerta del cine. Una escena en particular era la que indignaba a ese grupo de espectadores: durante una manifestación popular, el poeta, que está entre los oradores, le pide a uno de sus oyentes, operario sindicalizado, que se acerque y, para mostrar su falta de preparación para luchar por sus derechos, le tapa violentamente la boca con la mano y les grita a los demás manifestantes (y a nosotros, en el cine): “¡Esto es el pueblo! ¡un imbécil, un analfabeto, un despolitizado!”. De inmediato, un hombre miserable, representante de la pobreza desorganizada, surge entre la multitud intentando tomar la palabra y es callado por uno de los guardias de seguridad del candidato con un caño de revólver en la boca. Esa imagen se repite en largos close-ups que se destacan del ritmo narrativo y se transforma en un emblema.

      Esa escena fue para mí –junto con las escenas de indignación que suscitó en los bares– el núcleo de un gran acontecimiento cuyo nombre breve que hoy encontré no se me había ocurrido entonces con tanta facilidad (y por eso buscaba mil maneras de decírmelo a mí mismo y a los demás): la muerte del populismo. Era indudable que los demagogos populistas estaban suntuosamente ridiculizados en la película: se los veía llevando crucifijos y banderas en coches abiertos al cielo del Aterro do Flamengo ­–una ruta ancha y moderna rodeada de jardines diseñados por paisajistas, que bordea el mar– exhibiendo sus mansiones de ostentoso mal gusto, participando de las solemnidades eclesiásticas y carnavalescas que llegan al corazón del populacho, etcétera; pero la fe misma en las fuerzas populares y el respeto que los mejores espíritus sentían por los hombres del pueblo eran descartados como armas políticas o valor ético en sí. Yo estaba preparado para enfrentar esa hecatombe, me excitaba analizar sus fenómenos íntimos y prever las consecuencias. Nada de lo que sería llamado “tropicalismo” hubiera existido sin ese momento traumático.

      El golpe al populismo de izquierda liberaba la mente para poder enfocar a Brasil desde una perspectiva amplia y permitía miradas críticas de origen antropológico, mítico, místico, formalista y moral. La escena que indignó a los comunistas me encantó por su coraje, porque las imágenes que la preceden y la siguen pretendían revelar cómo somos y hacer preguntas sobre nuestro destino. Una cruz enorme se destaca en un grupo formado por demagogos políticos, travestis con disfraces de lujo del baile del Municipal e indios de Carnaval: se siente al mismo tiempo una situación grotesca y aireada en esa isla siempre recién descubierta y oculta que es Brasil. En medio de la multitud de una manifestación un viejito baila samba, de manera graciosa y ridícula, lúbrica y angelical, alegremente perdido: se capta al pueblo brasileño en sus paradojas y no se sabe si son desesperantes o sugerentes; se discuten decisiones políticas en un patio de cemento en el que las líneas negras que dividen las lajas del piso resaltan y desmienten las entradas y salidas de los personajes, la cámara pasea por entre los grupos de cuatro, cinco, seis inquietos agitadores, que no concuerdan en sus tácticas ni en sus movimientos corporales; una foto en blanco y negro en que manchas negras dominantes ensombrecen enormes espacios de luz. Era una dramaturgia política que difería de la habitual reducción de todo a una caricatura esquemática de la idea de la lucha de clases. Era, sobre todo, una retórica y una poética de la vida brasileña post 1964: un profundo grito de dolor y revuelta impotente, pero también una mirada actualizada, casi profética, de las posibilidades reales que teníamos de ser y sentir.

      En la primera mitad de los años 60, antes de irme de Bahía, había oído el nombre de Rogério Duarte frecuentemente repetido en las conversaciones de mis compañeros de la Facultad de Filosofía. Su inteligencia inquieta y poco convencional era una leyenda. Se decía que era brillante al hablar y que sus opiniones, a veces impactantes, solían impresionar al interlocutor por la vehemencia con la que las defendía. Aunque no hubiese ni siquiera terminado el colegio secundario, fascinaba a estudiantes y profesores del curso superior. Igual de legendario fue su enamoramiento de una muchacha, Anecir, la hermana menor de Glauber. Se decía que se paraba frente a su puerta, en el barrio de Barris, noches enteras, en serenata muda.

      Cuando llegué a Río con Bethânia, en 1964, Rogério apareció en el Teatro Opinião y, al final del espectáculo, salimos a conversar. Nada de lo que me hubiesen dicho en Bahía podría haberme dado la medida de la impresión que me causó. Su voz era más potente, su mente más rápida y sus ideas más desconcertantes de lo que yo hubiera sido capaz de imaginar. Entre sus discursos y él había un compromiso a la vez visceral y metafísico que multiplicaba el

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