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casa de Nando Barros, en la playa. Nando era un amigo muy dulce y generoso, y tenía un sentido del humor muy peculiar.

      Pero yo sentía cierta ansiedad en relación con el futuro. La música ya se había insinuado como profesión. Más precisamente, se me había impuesto como la huella a seguir luego de que Bethânia fuese un suceso nacional y mi samba, grabado en su disco Carcará, sonara en todas las radios. Yo no tenía lo necesario para ser cineasta: disposición para conseguir financiamiento y falta de inhibición para poder tratar con diversas personas, todas con motivos para estar tensas ante la inminencia de la producción de una película. Abandoné la pintura porque me producía melancolía la alternativa entre hacer cosas para que los burgueses colgaran de las paredes o cosas que nadie pudiera colgar en ningún lado. Las cuestiones estrictamente plásticas fueron perdiendo sentido para mí. Hubiera sido un defensor apasionado del expresionismo abstracto: el director de teatro João Augusto Azevedo y el actor Équio Reis me mostraban reproducciones de Lautrec, Matisse, Picasso (el MAMB –que me había mostrado pinturas de Degas y Van Gogh– había sido clausurado por los militares) y yo seguía admirando los cuadros de los pintores abstractos brasileños Manabu Mabe y Antônio Bandeira, que había adquirido mucha fama por ese entonces. Mondrian era un caso aparte: esos cuadrados y rectángulos rojos, azules y amarillos parecían hechos con regla en las reproducciones y yo, aunque me preguntase, por ese motivo, si eso sería un camino o un callejón sin salida, reconocía esas estructuras por debajo de todo lo que llamábamos “moderno”: edificios, muebles, ropa y las notas sin vibrato del cool y de la bossa nova. La osada investigación llevada a cabo por Lygia Clark pasó casi inadvertida: mi amiga Sônia Castro comentó un día que el abandono total de la poesía tal como la conocíamos la llenaba de dudas. Recuerdo con nitidez la mención de la palabra “piedra” en la descripción que Sônia hizo de una obra de Lygia que formaba parte de una exposición colectiva en el MAMB que yo, no sé por qué, no visité. Creo que Lygia –que estaba terminando un cuadro abstracto que me parecía bello y que la hacía verter lágrimas mientras pintaba– se preguntó si valdría la pena abandonar el óleo, la tela y los pinceles y participar de una exposición con “una bolsa de plástico llena de agua con una piedra encima”. Es curioso que yo tenga ese recuerdo, porque no sé qué podría estar exponiendo Lygia en 1963 y 1964 en Salvador; y lo que eventualmente haya creado debe tener que ver con esa descripción. Pero el comentario de Sônia me fascinó: después de todo yo era el tipo al que le gustaban “cosas locas” y, en 1971, homenajeé el temprano arte de la instalación de Lygia con una canción: If you hold a stone.

      De todas formas, yo dejaba que el azar construyera mi destino y, en 1965, descubrí que la música había decidido imponerse sobre mí sin que yo mismo me hubiese decidido por ella. Yo, sin embargo, ofrecía cierta resistencia. En primer lugar, después de la temporada en San Pablo, no tenía ganas de irme de Bahía. También estaba mi auténtica modestia musical. Soy capaz de ser humilde, pero no soy modesto. No me interesa desvalorizarme (o valorizarme a través de la estrategia de subestimarme para provocar protestas) ni tengo vergüenza de reconocer explícitamente el valor o la grandeza de lo que hago o incluso de algunas características personales. Pero considero que mi agudeza musical es mediana y a veces por debajo de la media. Para mi sorpresa, eso cambió con la práctica, pero no me transformé en un Gil, en un Edu Lobo, en un Milton Nascimento, en un Djavan. Reconozco sin embargo que poseo una imaginación inquieta y una capacidad de captar con la inteligencia la sintaxis de la música, y eso me permite hacer canciones relevantes. Sobre todo, me descubro cantando: el placer y la creciente profundidad del conocimiento que me proporciona el acto de cantar justifica mi adhesión a la carrera. Mi primera presentación pública, a los ocho años, fue en un programa de la radio de Santo Amaro en el que, al escuchar la introducción orquestal de la marcha Toureiro de Madri, que yo mismo había elegido, entré cantando en otro tono, y me descalificaron de inmediato. En la adolescencia, sin embargo, ya era el cantante favorito de todos en la escuela, pero hoy todavía sigo teniendo miedo de equivocarme de tonalidad como en aquel episodio del “Torero”. Me imaginé dando clases de filosofía en el secundario, o de inglés. Pensaba volver a estudiar para poder enseñar. Siempre me atrajo la carrera de profesor, estar entre jóvenes y explicar cosas, que un grupo de personas me admirara y agradeciera mi saber era una fantasía frecuente.

      Pero mis amigos me empujaban hacia la música y hacia Río. Gil exigía mi participación. Un día de 1965, Solano Ribeiro, un joven productor de San Pablo, vino a Salvador en busca de canciones para un festival que dirigía en la TV Excélsior. Quería que le señalara nuevos talentos aún sin descubrir e insistía en llevar una canción mía. Me pareció gracioso que me tratara como alguien ya establecido en la profesión. Le di la canción Boa palavra, que había escrito a partir de estribillos de sambas de roda del valle de Iguape. La canción llegó a la final y atrajo la atención de algunos pesos pesados. Fue un festival memorable en el que Elis irrumpió en el escenario cantando Arrastão, de Edu Lobo y Vinicius de Moraes. Después de ese festival, los productores de los otros canales también fueron más receptivos y comenzaron un tipo de programación que transformó tanto la televisión como la música. La idea de los concursos de canciones (los “festivales”) había sido tomada del Festival de San Remo, en Italia, pero en Brasil, por lo que se vio en esa primera experiencia, adquiriría características diferentes y otro peso. La actuación de Elis les había mostrado a los dueños de la TV Record (la competencia de Excélsior en San Pablo) cuán atractiva para el público brasileño podía ser la MPB, el alcance de su potencial audiencia y prestigio: la invitaron a conducir un programa semanal, O Fino da Bossa, y le pidieron a Solano Ribeiro que produjese allí festivales similares. Gilberto Gil, que vivía en San Pablo y mantenía a su mujer y sus dos hijitas, aparecía con frecuencia en O Fino da Bossa. La MPB empezó a ser tomada muy en serio en Brasil, en todo sentido: desde los aspectos específicamente musicales hasta los literarios y políticos; había un aura de misión ligada a las canciones.

      Independientemente de lo significativo de mi éxito, mi ida a Río fue verdaderamente una rendición frente a las presiones de Roberto Pinho. Alvinho Guimarães me había presentado a Roberto (¡es notable cómo parece que Alvinho me hubiese presentado todo y a todos!) como alguien de ideas originales y un corazón grande y puro. Me impresionó desde los primeros encuentros por la seguridad con la que profería sus observaciones a la vez realistas y proféticas. Había sido un discípulo del profesor Agostinho da Silva, un intelectual portugués que había venido a Brasil escapando de la dictadura de Salazar, y luchaba por superar la era de la civilización regida por el protestantismo del Norte; la paradójica tensión de su Sebastianismo de izquierda (así era llamada esa aspiración) parecía atenuada por un realismo lúcido y abierto, no típicamente místico. Así y todo, no me resultaba del todo claro si Da Silva estaba envuelto por la nostalgia de un tipo portugués de cristianismo medieval o por la intuición de un camino nuevo e inventivo. Pensé que probablemente sería esto último, pero yo también estaba en un momento en el que era vulnerable a ciertas coincidencias entre la suerte y las “revelaciones”, lo que es simplemente otro modo de decir que estaba entregado a la superstición. Roberto defendía a Jung contra Freud (nunca me convenció) y, naturalmente, recomendaba Lo sagrado y lo profano, de Mircea Eliade. Enseguida se pondría de moda La rebelión de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Pauwels, dos reafirmaciones de la continuidad entre el mundo diurno y otros niveles de experiencia y la nostalgia de la vida imaginativa de la Europa preiluminista. Fantaseábamos con un futuro diferente de los que ofrecían las alternativas marxista y capitalista. Más tarde, el nombre de Pauwels, junto con el del gran Eliade, sería asociado con publicaciones de extrema derecha en Europa (en las que los rastros evidentes de fascismo no estaban ni siquiera disimulados). El profesor Agostino, interesado en vincular a Brasil con África y Oriente, nunca fue un reaccionario radical: amaba ver en Portugal (el país más antiguo de Europa, unificado y constituido en Estado-Nación desde el siglo xii) la propuesta de un futuro espiritualmente ambicioso, sin negar los frutos de la pasión nórdica por la tecnología. Y, cuando decía con insolencia que “Portugal ya civilizó Asia, África y América, le falta civilizar Europa” mostraba sobre todo que quería oponerse a los poderosos. Y, si bien esto me fascinó más de lo que me persuadió, Roberto Pinho logró convencerme de que aceptara mi destino y fuera a Río y a San Pablo a hacer música, porque grandes cosas me sucederían.

      Yo no creía en el aspecto trascendental del consejo.

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