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      —¿Qué haces? —preguntó alguien a sus espaldas.

      —Contemplo esta maravilla.

      George Soros, su compañero y amigo, lo contemplaba con un aire de interrogación, como si pareciera tener constancia de lo que la familia de David maquinaba.

      —¿Estáis preparando la escapada? —inquirió directamente.

      David lo observó con estima, con el cariño de alguien que contempla a su mejor camarada, y de una manera repentina, inesperada y casi sorprendiéndose a sí mismo le contestó:

      —Es más que probable. No tengo acceso al pensamiento y movimientos de mi padre, pero hace unos días conversamos sobre la posibilidad de cambiar el apellido familiar. ¿Eso qué te indica?

      —Está claro. Os largáis. Y si así fuera, como me imagino que será de improviso, mañana te pasaré la dirección de una tía mía que vive en Suiza. Le escribes, le indicas dónde estás y así seguiremos manteniendo el contacto.

      Se acercó a él, le dio un abrazo y se esfumó a la carrera, doblando la primera esquina. No quiso aceptar que David llegara a observar que sus ojos comenzaban a ser surcados por unas lágrimas incipientes.

      —¡Eh! ¡Eh! George, ¿dónde vas? ¡Espera! —gritó, pero nadie le hizo caso.

      David se quedó sorprendido, atónito. Pensaba que el mero hecho de modificar el apellido familiar no debería constituir un esquema evidente de una partida inmediata. George debería estar al corriente, y más por experiencia propia. Su familia cambió el nombre hacía muchos años y seguía viviendo en el término y domicilio donde se había iniciado el proceso y la consecución del nuevo apellido. No llegaba a entenderlo. Consideraba que alguna reacción, algún gesto, alguna reserva fruto de la excitación en él mismo, habría desarrollado en su amigo la idea básica que llegó a exponer con total contundencia. Sabía que George, además de ser un amigo, era una persona con una inteligencia fuera de lo común, pero lo que ignoraba era que también parecía ser un hechicero con visión de futuro.

      Mientras en una parte de Budapest su hijo David y George mantenían la conversación, Daniel se encontraba esperando el tranvía que le llevaría hasta una parada cercana a la embajada española. No podía demorarse más de dos horas fuera de su domicilio, así estaba acordado por las autoridades, y tenía perfecta constancia de que el tiempo desaparecía rápido en los márgenes en que más lo necesitaba. Él y cualquiera. Pero lo consiguió. Mantuvo su entrevista con el Ángel de Budapest y regresó esperanzado hacia su residencia. Todo estaba en orden, dentro del desorden, pero en pocos días mantendría la ilusión del olvido Venayon.

      Durante el viaje de regreso observó la tristeza que progresaba en la ciudad. En la espera del verano, el céfiro primaveral no parecía tener ningún signo de esperanza. La llegada de los alemanes había convertido a una población alegre, gozosa de sí misma, en un glosario penoso donde la definición más simple se pervertía en la aversión. Los abrigos escondían mucho más que cuerpos en una temperatura más que fría para la época. El gélido marzo escondía unas mentes postradas, decaídas ante un futuro desconocido, por una situación cuya gravedad se determinaba por la discordancia con la realidad del presente. Los presagios del pueblo se ocultaban bajo las ropas de abrigo, pero los tabardos resultaban insuficientes para encubrir la adversidad en que casi todos parecían hallarse.

      Tan pronto accedió a la puerta de entrada, Edit le esperaba ansiosa con una mirada interrogante.

      —¿Y qué?

      —Todo en orden —masculló, más que contestó, Daniel.

      —¿Eso es todo?

      —¿Y qué quieres que te diga?

      —Pues no sé. Creo que tengo derecho a saberlo todo —manifestó con recelo—. Creo que tanto a mí como a David nos afecta directamente.

      —Sí, sí, tienes razón. Aunque lo cierto es que no quisiera que supierais más de lo necesario. De esta manera no me preocuparía que se os pudiera escapar…

      Edit lo cortó de inmediato, de mala manera y casi con un ímpetu que Daniel desconocía.

      —¡Pero tú estás loco! ¡¿Cómo puedes pensar algo parecido?! —gritó.

      —Tranquila, mujer, tranquila. No es necesario que te exaltes. ¡Vaya carácter! Parece ser que lo tenías escondido, ¿eh?

      —Déjate de tonterías. Nos estamos jugando la vida.

      —Es cierto. Y parece ser que nuestro pasado sefardí se encargará de salvárnosla. Nos vamos, Edit. Dejamos Hungría y volveremos a España, desde donde expulsaron a nuestras familias hace muchos siglos. Sí, nos vamos. En pocos días recibiremos los salvoconductos con los nuevos nombres; permisos para circular por cualquier territorio ocupado hasta llegar a nuestro destino.

      —¿Y cuándo se prevé el viaje?

      —No te preocupes. Te avisaré con tiempo…, digamos un par de horas antes.

      Edit no quiso continuar la broma de su esposo y le soltó un manotazo, lanzándole una almohadilla, aunque sin violencia.

      —¡Tonto, más que tonto! —murmuró con satisfacción mientras caminaba lentamente, acercando su cuerpo a Daniel con cierta voluptuosidad y en un claro mensaje.

      —¿Ahora? —señaló Daniel, asombrado.

      Ella lo miraba con deseo, con excitación, como indicando que el sexo no debería tener horas concretas.

      —Podría venir David —amagó Daniel en un susurro.

      —Bueno, como siempre, lo que tú digas —murmuró Edit.

      Dicen que las relaciones sexuales se marchitan con el tiempo, pero no es exacto. Después de casi quince años de matrimonio, entre ellos existía una firme relación que podría asombrar al resto de mortales. Aunque, de hecho, en esta ocasión la prudencia de Daniel sobrepasaba la ansiedad del acto. La Torá es clara en este aspecto: establece que el deseo sexual no debe ser nunca reprimido, reconociendo la sexualidad como un hecho fundamental en la vida humana.

      Daniel estaba ilusionado por cómo había derivado la breve reunión y por el compromiso final del encargado de negocios de la embajada española. Sabía por él mismo que la situación en la España de Franco no era nada favorable a los judíos, aunque su entorno familiar presentaba un carácter diferente, como una incongruencia notable, en cuanto a la estimación de los sefardíes. Se comentaba que el general había tenido relación con varios de ellos y que hasta le llegaron a ayudar en Marruecos cuando se iniciaba el alzamiento de una parte de los ejércitos españoles. Había que tener en cuenta los grandes contrastes entre las diferentes etnias dentro del pueblo judío en sí; no en vano, sefaradí significa «español» en hebreo clásico y siempre ha servido para desigualar, dentro del pueblo judío, a los descendientes de aquellos expulsados de la península ibérica. Es por ello que la embajada estimaba conveniente desatender las disposiciones indicadas por su Gobierno en aras de salvaguardar la vida humana de personas con una connotación de pasado ciertamente hispánica. Y Daniel y los suyos se acotaban con apego, cumpliendo el perfil impuesto por la delegación hispana. Sin embargo, el encargado de negocios con quien mantuvo la charla le indicó con claridad que únicamente podía ayudarles en la concesión de un salvoconducto familiar con el que poder expatriarse de Budapest con todos los derechos por ser ciudadanos españoles. Reveló que la autorización se mantendría hasta su llegada a territorio español, dentro de un plazo máximo de dos meses, y entonces deberían regularizar su situación en la ciudad en que decidieran asentarse. También le recomendó que buscaran una localidad o población diferente a Toledo en el momento de inscribirse. No consideraba a la ciudad de las tres culturas el lugar más apropiado. Si en Europa se sucedían episodios crueles e inhumanos de guerra mundial, en España pervivía una posguerra civil en fase inicial donde todavía persistían los prejuicios contra otras religiones que no fueran la católica. Daniel abrazó al diplomático en su despedida, dándole las gracias y rogando que el permiso estuviera listo a la mayor brevedad posible.

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