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padre en las escasas ocasiones en que surgía el tema, cada dos o tres generaciones y por motivos claramente gubernativos, los judíos sefardíes se sentían obligados a emigrar a otros pueblos donde la inexistencia de persecución social les pudiera conducir a otros lugares donde conseguir una mínima estabilidad para sí y sus familias. Holanda, Polonia, Túnez, los Estados Pontificios y otros habían sido los términos donde la familia Venayon se estableció con carácter permanente durante una época más o menos longeva. Ya en los últimos tiempos, los de sus bisabuelos, Hungría fue el país de acogida y Budapest la ciudad elegida, población donde nació su padre, David. Sin embargo, otras derivaciones sobrevenidas, como la Segunda Guerra Mundial, revirtieron en la estabilidad perfilada y volvieron a obligar a la familia a una nueva huida, aunque en esta ocasión con esquema de retorno al principio de los tiempos, al lugar donde se inició su expulsión en 1492.

      El río Danubio, corriente de agua dulce que separa y a la vez une en la confluencia a las ciudades de Buda y Pest, dejó una evidente huella en la familia Venayon. Los abuelos de Rachel, después de deambular por varios países europeos, se sintieron deslumbrados por la contemplación cercana de aquellas aguas que prácticamente observaban desde su domicilio en Kiraly Utca, lugar donde también mantenían su negocio de joyería y casa de empeños, subterfugio para denominar los préstamos interesados que realizaban. Pero cuando les llegó la oportunidad de decidir su regreso a España, concluyeron que la ciudad de destino debería estar situada bien en la confluencia de un río con un cauce cuantioso o al lado del mar. Tenían más que claro, axiomático, que el regreso a Toledo forjaría nuevas y dilatadas penas que no estaban dispuestos a tolerar. Requerían un lugar nuevo, incógnito, desde donde reconciliar un pasado de siglos e iniciar una nueva vida; una vida diferente, heterogénea y alejada de sus propias normas y desencuentros. Se plantearon muy seriamente el cambio de apellido y para ello solicitaron el apoyo y el consejo del llamado Ángel de Budapest, que había sido, milagrosamente, el hombre que salvó a la familia del exceso nazi. También fueron conscientes de que el sentimiento de la religión debía ser algo muy íntimo, personal, aunque sin desmerecer ni exhibir. El hecho de que durante su estancia en Budapest su domicilio se incluyera dentro del barrio judío, de que su hijo David siguiera su escolaridad en los bajos de la Gran Sinagoga y de que difícilmente transitaran por la ciudad mostraba el grado de apego y propensión a un gueto como se conformó en los días de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose más tarde en el campo de concentración de la capital húngara. Pero si bien la invasión alemana había acaecido de manera pacífica y con la total aquiescencia del nuevo Gobierno húngaro, no fue así con los planes que conjugaban un exterminio masivo de la comunidad judía del país, para lo cual se emitió un comunicado que indicaba las disposiciones antisemitas que se promulgaron. Los judíos no podrían salir de sus casas más de dos horas seguidas cada día. Quedaba prohibido que los judíos se comunicaran a través de las ventanas de sus comunidades. En los refugios, la sala principal sería para los vecinos húngaros y la más vulnerable para los judíos. En los tranvías, los judíos solamente podrían viajar en el segundo vagón. Se prohibía a los vecinales albergar a judíos en sus domicilios. A todo ello habría que sumar que a los judíos se les obliga a entregar las joyas de oro y plata, los aparatos de radio, las bicicletas y los esquíes.

      Ante la situación acontecida, un diplomático español revela a su Gobierno el escenario que se produce en el Budapest de 1944 e informa de que a los judíos se les asesina por medio del gas. Y ante la espera de una contestación sensible, decide proporcionar documentos españoles a todos los sefardíes que pudiera encontrar en los contornos. La familia de Rachel, sus abuelos, fue una de las afortunadas. El embajador ideó un truco que el holocausto debería reverenciar: el Gobierno húngaro le autorizó salvoconductos solo para doscientas familias, pero las doscientas familias se multiplicaron con el simple engaño de no emitir pasaporte o autorización que estuvieran numerados por encima del guarismo doscientos. Así, de esta manera, logró salvar a miles de judíos con la pasiva connivencia del Gobierno franquista.

      —¿Qué os parecería que nuestro apellido se convirtiera en Venay? —preguntó el padre de David a su familia durante el ágape del día.

      David le observó con cara de resignación, aunque su rostro no manifestaba una negativa.

      —Podría estar bien, papá. Conozco otros casos, entre ellos el de mi amigo George. Nació como Schwartz y ahora se apellida Soros. Un día hablamos y me comentó que su familia había cambiado el apellido debido al antisemitismo que operaba en la Alemania nazi y que podría extenderse, como así ha sido, por el resto de los países colindantes. Por mi parte, ningún problema. Además, Venay no está nada mal. —Sonrió.

      —¿Has dicho Soros?

      —Sí, ¿por qué?

      —Porque es un palíndromo.

      —¡¿Qué dices?! —exclamó—. ¿Y eso qué es?

      —Es una palabra, o un término, que se lee igual por los dos lados. Puedes leerla por donde quieras, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Dicen que trae buena suerte. Y además Soros, en el idioma húngaro, tiene su significado…

      —Eso lo sé, papá. Quiere decir «sucesor» o «siguiente en la línea de sucesión». Algo así.

      —Y tú, querida, ¿qué opinas?

      Su mirada lo decía todo. La expresión era de por sí sobradamente aclaratoria y después de unos instantes de reflexión preguntó:

      —¿Te acuerdas de cuál era mi apellido de cuando soltera?

      El padre de David puso cara de asombro, de extrañeza. Durante los catorce años de matrimonio en ningún momento llegó a pensar, a cavilar, sobre el asunto. Su esposa llevaba su apellido y lo único que los diferenciaba era el nombre propio: Edith y Daniel.

      —¡Venayon! —exclamó, eufórico.

      De las risas, tanto de su hijo como de ella misma, llegaron a enterarse hasta en los pisos superiores. Y era extraño que en la situación trascendente en que se encontraban alguien pudiera tener el valor oculto de reírse a carcajadas. Daniel les hizo un gesto que definía claramente que deberían silenciar sus emociones y mantener la calma. Así lo hicieron.

      Pocos minutos más tarde la familia, en cónclave conjunto, tomó la decisión que le había sugerido la embajada española. A Edith se le retiraría la «h» final de su nombre y tanto Daniel como David se mostraban como nombres propios de indiferencia occidental. Así lo acordaron, además de certificar como válido el apellido Venay para el futuro.

      Parecía ser que no había problema, pero lo había. David, a sus casi catorce años, presentaba la imagen de alguien que se muestra obligado a renunciar a toda su infancia, compañeros y cómplices de su adolescencia, para iniciar una nueva vida alejada de todo lo que había sido la suya hasta el presente. Y se sentía mal, contrito, afligido por el presente y pesaroso por el futuro. Tenía constancia de que la decisión que habían tomado se exhibía como la más equilibrada, como la más eficaz ante un argumento que día a día se deformaba en contra de los judíos.

      En la sinagoga, en las clases que todavía recibían, entre los jóvenes se comentaba la precaria y delicada situación en que se encontraban. Algunos, pocos, ya explicaban que habían escuchado conversaciones paternas, aunque más bien entre susurros, en las que indicaban la existencia de desapariciones de miembros de la comunidad sin que tuvieran una explicación coherente. El escenario, el contexto, sin ser alarmante, parecía haber tomado visos de amenaza y ellos, en su juventud, se percataban de la anormalidad que representaba habitar en una zona que se consideraba como un barrio judío y que ningún otro habitante de Budapest se manifestaba interesado en ocupar.

      David no sabía con exactitud lo que su señor padre estaba preparando, pero todo indicaba una apresurada salida familiar hacia otros lugares menos conflictivos y más permisivos con la comunidad judía. La guerra hacía años que duraba, aunque se la imaginaba como un hecho lejano; pero un hecho lejano que cada vez se acercaba con mayor insistencia, siendo su propia comunidad la más afectada por la malquerencia del pueblo alemán. Se sintió apenado en la observancia de las bóvedas de aquella gran sinagoga, que posiblemente tardaría tiempo en volver a admirar; aquellas

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