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      Dexter sonreía, pero cabalmente cumplía las recomendaciones que su esposa le trasmitía. Confiaba en su juicio, sensatez y conocimiento en posicionamientos específicos debido a su formación en servicios especiales y que Rachel excluía del raciocinio de su esposo. Pero la vida da muchas sorpresas y algún día, pensaba Dexter, tendrían que sentarse y clarificarlas. Aunque, de hecho, Rachel seguía especulando que, a la vista de los acontecimientos en la región catalana, el nuevo camino que dirigía la vida de Dexter y su exclusión en la embajada convertiría en inviable una relación que para el abogado catalán pasaría a ser amorfa y liberal. Estaba convencida y también tenía la certeza de que para Dexter el asunto gozaba de una claridad totalmente impermeable.

      —Albert quiere meterse en política —indicó en un comentario tiempo atrás.

      —¿En política?

      —Sí. Pero lo que no tiene decidido es si será en el Parlament o como diputado en Madrid.

      —Entiendo que debe ser decisión de su partido, ¿no? —inquirió Rachel.

      —Es evidente. Considera que por el tiempo transcurrido como militante y por los méritos que, según dice él, tiene cumplidos, ya se merece el acceso a las listas y en lugar preferente.

      —¿Y eso?

      —Me ha comentado que a la situación de Cataluña, en los próximos meses, se la podrá catalogar como explosiva. No sé muy bien a qué se refería, pero entiendo que debe de tener algún tipo de información confidencial.

      —Es posible. Pero sabes mejor que yo que alguien como tú, con tu prestigio personal y la condición de embajador que ostentas, no puede ni debe acercarse a esas latitudes de la política interna.

      —Lo sé, lo sé. Hace unos días lo comenté con la Secretaría de Estado y me indicaron algo similar. Pero también soy consciente de que cualquier tipo de cambio afectará a nuestra relación.

      —¿A la vuestra o a la nuestra? —preguntó Rachel con ironía. Recordaba aquella conversación en que por primera vez había aparecido la sombra de la duda; una sombra que juzgaba poner de manifiesto el crepúsculo que Dexter divisaba en lontananza con referencia a su relación personal con Albert. Y más teniendo en cuenta que las elecciones al Congreso de los Diputados estaban más o menos programadas para una fecha cercana al mes de junio de aquel mismo año.

      Había pasado cerca de un año y las relaciones entre ellos se habían desvaído con una lentitud definida. Trataban de mantenerse, pero la consecución de un escaño por parte de Albert y sus continuos viajes a Barcelona, según decía debidos a sus nuevas reuniones y obligaciones parlamentarias, hacían inviable un contacto frecuente, lo que conllevaba una crisis continuada. En aquella fiesta del Orgullo habían tratado de reorientar su escenario, al que había que sumar, además en la palestra, la destitución de Dexter como embajador de los Estados Unidos en los meses anteriores. Para ella, para Rachel, el final estaba más que anunciado, cercano, y llegaba a preocuparle cómo lo podría asimilar un señor, gay o no, que acababa de celebrar su sesenta y cinco cumpleaños.

      Se acercó al gran salón, deslizó las cortinas, que ya indicaban la llegada del anochecer, y prestó atención, sin decidirse, a las dos pantallas que parecían atraer su atención. Giró sobre sí misma y allí, de manera sigilosa, agazapado ante la puerta de la cocina, Ruchy parecía solicitar su colación nocturna.

      —¡Sí, es verdad! Perdona, mi perrito. ¡Ahora mismo te lo preparo! Una vez concluida la refacción nocturna de su animalito, se dirigió al salón y trató de centrarse: ordenador o televisión. Eligió la primera opción, con la simple intención de curiosear por si tenía algún tipo de mensaje en su web de contactos. Lo había: «hola amor quiero conocerte soy nuevo aquí ayúdame conocerte dame tu email y hablamos más allí ok? bss».

      Una redacción gramatical que más parecía estar escrita por un androide que por un ser humano. Su evidente incultura en el uso del lenguaje se sumaba a un copiado que juzgaba analítico y perturbador, siendo una reseña que no era la primera vez que observaba y que, cuando se recibía algún tipo de comunicación de esa naturaleza y que exponía el definido término email, siempre se convertía en una especie de agregado denominándolo email. Una vez más los pequeños detalles la obligaban a reconsiderar la estafa en que se concretaba la web de contactos donde había realizado su inscripción. Tenía la certeza absoluta de que no era más que un foro de relaciones sexuales con el precio aún por definir, por convenir entre las partes, y más teniendo en cuenta que la diferencia de edad con el remitente del contacto superaba los veinticinco años.

      Si bien se decía que en el otoño de su vida muchas señoras anhelaban, o trataban de hacerlo, una aventura de las nombradas como prohibidas, su propio hexagrama le indicaba que la realidad de su existencia había sido muy diferente a la de la mayoría de las mortales en edad similar. Apagó el ordenador, se levantó y caminó en dirección a su dormitorio.

      Ruchy ya dormitaba.

      Génesis familiar

      La estirpe Venayon sobrevivía a los tiempos desde el siglo XIV. La ciudad de Toledo había sido desde entonces su metrópoli natural, después de su expulsión desde Inglaterra y hasta que los Reyes Católicos decidieron, de una manera un tanto intransigente, que los hebreos deberían abandonar el territorio hispano a no ser que se cumplieran las complejas exigencias del edicto emitido en 1492. Se trataba así de solventar el recelo histórico de los cristianos hacia los judíos y la necesidad de inhabilitar a un grupo de poder, además de la jerarquía social de que gozaban los sefardíes. Su preeminencia, por entonces, en la banca, convertía a los hebreos en los principales prestamistas del suelo nacional y ante su negativa de conversión al cristianismo el mandato prohibía trasladar bienes muebles a otros territorios exteriores. De esta forma, y en base a un castigo mayor, los judíos españoles deberían dejar todo su patrimonio en suelo natural y así también se evitaba que iniciaran cualquier tipo de negocio en su lugar de destino. Todo ello se dice, se dijo, que generó un odio originario hacia España de los sefardíes, hijos de las regiones de Sefarad, que es el nombre en hebreo con el que se denomina a la península ibérica; rencor que con el transcurso de los siglos se convirtió en añoranza por el regreso a la amada tierra de sus ancestros. En la actualidad, la península ibérica en su conjunto sigue siendo un sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardita hasta el punto de que en la Europa central todavía existen comunidades, pequeñas, donde aún se habla ladino, un idioma procedente del castellano medieval.

      Pensaba Rachel, tal y como le había comentado su padre, David, en una ocasión, que la peregrinación de su familia atávica había sido muy similar a la del profeta Moisés. Porque él y el pueblo judío huido de Egipto, decía, hubieron de vivir en el monte Sinaí durante un año; luego la nube se alejó del tabernáculo y tuvieron que seguirla a través del desierto, pero los sacerdotes, obedeciendo la palabra de Dios de que así los guiaría hacia la tierra prometida, transportaban con rigidez el arca del testimonio. Sin embargo, estaban decepcionados y lamentaban su salida de Egipto. Tenían hambre. Y por eso Yaveh les envió el maná. Pero ellos querían carne y días más tarde les mandó codornices. Cuando llegaron a la tierra de Canaán, que era la tierra prometida, Moisés envió a doce espías al objeto de investigar. Los espías volvieron, pero a pesar de portear vituallas y frutas para los desplazados, indicaron que las gentes de Canaán resultaban peligrosas por su fortaleza física, por vivir en grandes y amuralladas ciudades y por su estatura fuera de lo común. Fue el momento en que la multitud israelita que acompañaba a Moisés tuvo miedo y solicitó regresar a Egipto. El pueblo judío ya no tenía fe en Dios. Ante el desconcierto general, Yaveh se enojó con los hebreos y le pidió a Moisés que los retornara al desierto. A la sazón, Dios les dijo que tendrían que vivir cuarenta años en el desolado arenoso, siendo la conclusión que los israelitas más viejos morirían en las desérticas arenas y los más jóvenes, con fe, alcanzarían la tierra prometida. Y así fue como no llegó a ser. Moisés durante cuarenta años los guio y una vez alcanzó la montaña en la que se divisaba Canaán, con ciento veinte años de edad, indicó el itinerario hacia la tierra prometida y Dios se lo llevó consigo.

      Lo

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