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seguida por algunos destacados intelectuales y dirigentes políticos liberales. Se trata de liberales que inicialmente eran defensores acérrimos del individualismo económico, de la libre concurrencia y de los principios de la Economía Política, pero que, en poco tiempo, modificaron sus puntos de vista, se sumaron a las críticas al liberalismo clásico y acabaron abrazando los postulados del reformismo social y convirtiéndose en adalides de éste. Éste es el caso, por ejemplo, del economista José Manuel Piernas Hurtado. A la altura de 1870, Piernas Hurtado hace una encendida defensa de los principios de la Economía Política y de la tesis liberal clásica de que la libertad económica es el único medio para resolver el problema social, de que éste es un residuo del pasado y de que, por tanto, desaparecerá por sí solo con el tiempo.33 Unos pocos años después, como veremos, Piernas Hurtado se había convertido en un severo crítico del individualismo económico clásico y en un ardiente defensor del reformismo social.

      Quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos de la crisis y la transformación experimentadas por el liberalismo durante estos años sea la trayectoria seguida por Antonio Cánovas del Castillo. A finales de los años 1860, Cánovas se proclama individualista, se declara defensor incondicional de la Economía Política y considera que el individualismo es el medio para alcanzar la armonía social (frente al socialismo y a otras doctrinas sociales). Se declara, según sus palabras, «individualista, en el sentido filosófico y económico de la palabra» y afirma que, sobre cualquier otro ideal de «asociación humana», está el «ideal moderno» [individualista], porque es el que «constantemente enaltece y perfecciona a los individuos».34 Según Cánovas, Dios creó al ser humano como «individuo» y aunque la sociedad existe y es el medio en que el ser humano actúa y se desarrolla, el individuo tiene primacía (no es el individuo el que está hecho para la sociedad, sino a la inversa, afirma). En cada ser humano hay más «libre albedrío» que en la sociedad entera y el ser humano es el responsable último de sus acciones.35 Unos años después, reitera sus argumentos en defensa del individualismo y sostiene que la «humanidad» no es «sino una mera agregación de individuos libres» y heterogéneos.36

      Con respecto al problema social, Cánovas se opone a toda intervención del Estado y defiende como únicas soluciones el ejercicio de la caridad y la resignación de los obreros. Así lo hace, por ejemplo, en 1871, en el debate parlamentario sobre la Primera Internacional. Aquí considera que la miseria y la desigualdad social son fenómenos naturales y que, por tanto, se trata de problemas que no pueden ser resueltos. Según él, «la verdad es que la miseria es eterna; la verdad es que la miseria es un mal de nuestra naturaleza, lo mismo que las enfermedades, lo mismo que las pasiones, lo mismo que las contrariedades de la vida, lo mismo que tantas otras causas físicas y morales como atormentan nuestra naturaleza». En cuanto a las desigualdades sociales, también son naturales, pues son el resultado del hecho de que los individuos son desiguales por naturaleza. Y de ahí que cualquier intento de igualar a los individuos sea antinatural.37

      Cánovas se muestra contrario, por consiguiente, a todas las soluciones a los «problemas sociales contemporáneos» habitualmente propuestas, a las que considera de «escasa eficacia».38 Entre ellas, menciona las «sociedades cooperativas», el «patronazgo voluntario» (propuesto por Le Play para resolver el problema del pauperismo), la participación de los trabajadores en los beneficios, la creación de nuevos gremios, los jurados mixtos, las sociedades de socorros mutuos, los créditos y la reducción de la jornada de trabajo. Cánovas acepta que esas medidas puedan ser adoptadas, pero duda de que sean eficaces. Con ellas, sentencia, «ni el espíritu de los trabajadores ni el malestar social habrán de mejorar sensiblemen te».39 El único remedio que él considera eficaz, reitera, es la «caridad cristiana o religiosa» y la resignación. Dicha caridad, afirma, es el único «agente a propósito para mediar entre ricos y pobres, suavizando los choques asperísimos, que por fuerza ha de ocasionar entre capitalis tas y trabajadores el régimen de la libre concurrencia», mientras que «la resignación o contentamiento con la propia suerte, buena o mala», es el «único lazo que mantiene en haz las heterogéneas condiciones individuales».40 Menos de dos décadas después, como veremos, Cánovas pasa a criticar abiertamente al individualismo económico clásico y a la libre concurrencia, negará que la caridad sea un remedio eficaz y se convertirá en defensor y promotor de las reformas sociales y de la intervención del Estado. Y así, aunque en su discurso de 1890 Cánovas reiterará su opinión de que todas las soluciones mencionadas («asociaciones voluntarias, cooperativas, patronazgo voluntario que preconizó Le Play, participación en los beneficios...») han resultado ineficaces para resolver el «hondo malestar social», lo hará no para defender la caridad y la resignación, sino para defender las medidas de reforma social.41

      El hecho de que el reformismo social tenga su origen en la crisis del liberalismo clásico es lo que explica, asimismo, en primer lugar, que los reformistas sociales tengan una procedencia y una adscripción ideológicas tan diversas. Y, en segundo lugar, que la filiación ideológica, política o intelectual de los reformistas sociales sea un factor de tan escasa relevancia en el surgimiento, la configuración y el programa del reformismo social (y, por tanto, una variable irrelevante a la hora de explicar éstos). Como se verá, el hecho de que los reformistas sociales procedan ideológicamente de una u otra de las corrientes liberales existentes (desde el republicanismo al liberalismo conservador) apenas entraña diferencia alguna en los términos de su reacción crítica contra el individualismo clásico, en su caracterización del problema social y en sus propuestas de reforma. El reformismo social no constituía la ideología y el programa de ninguna de esas corrientes en particular, sino que surgió de la mencionada crisis del paradigma liberal y de la consiguiente transformación sufrida por éste al tener que dar cuenta de y hacer frente a una nueva situación social caracterizada por el recrudecimiento del problema social. Dado que todos ellos eran liberales e individualistas económicos, los términos tanto de su desencanto como de su respuesta fueron sustancialmente los mismos, con independencia de su adscripción ideológica previa. El reformismo social no nació de una disputa entre diferentes corrientes o tendencias del liberalismo, sino de una pugna entre viejo y nuevo liberalismo y de ahí que el debate reformista se extendiera a todos los grupos liberales. La única diferencia que se observa a este respecto es la que se da entre aquellos liberales que creían que el liberalismo estaba en crisis y aquellos otros que negaban ésta y, en consecuencia, persistieron en la defensa de los postulados del liberalismo clásico. Es decir, entre liberales reformistas y liberales puros u ortodoxos. Es por ello que la referida pugna afectó por igual a todos los grupos políticos (republicanos, conservadores y liberales). Aunque en el caso del Partido Liberal, dada su mayor fidelidad al liberalismo clásico, esa pugna interna se desarrolló algo más lentamente.

      Esta circunstancia es la que explica que aunque la filiación ideológica y política de los reformistas sociales españoles era heterogénea, el movimiento reformista como tal fue bastante homogéneo. Porque la adopción de los postulados del reformismo social no obedeció a razones ideológicas (por ejemplo, a una mayor preocupación por la pobreza de las clases bajas), sino que fue el resultado de la reacción frente a lo que se consideraba como un fracaso del individualismo clásico, sobre todo en el terreno económico, para llevar a término el proyecto liberal de sociedad. Ya se trate de republicanos o de conservadores, todos ellos piensan y reaccionan como liberales desencantados y, por tanto, la manera en que experimentan el fracaso del régimen liberal y los medios que conciben para superarlo son esencialmente los mismos. Y de ahí que liberales críticos republicanos y conservadores defiendan, promuevan y lleven a la práctica el mismo programa reformista social y que ambos convivan sin conflicto y colaboren estrechamente en los organismos e instituciones relacionados con la reforma social, desde la Comisión de Reformas Sociales (creada en 1883) hasta el Instituto de Reformas Sociales. Por encima de sus discrepancias ideológicas, ambos están unidos e impulsados por un mismo factor causal, la frustración de expectativas con respecto al liberalismo clásico y la pérdida de confianza en la capacidad de éste para resolver el problema social y estabilizar y pacificar la sociedad. Esta homogeneidad, esta colaboración y esta unanimidad programática no podrían haber existido si el reformismo social hubiera sido un fenómeno ideológico, es decir, la creación de alguna de las corrientes liberales existentes o el resultado de la influencia ejercida por alguna escuela ideológicofilosófica

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