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y unas relaciones laborales pacíficas y, en consecuencia, no ha podido instaurar la armonía social que prometía. Es esta circunstancia la que ha provocado «los desengaños amargos» con respecto al «optimismo económi co» anterior, según la expresión de Cánovas en su discurso en el Ateneo de 1890.18 Como explica el propio Cánovas en otro lugar, citando a Jules Domerques, lo que ha obligado a revisar los postulados la Economía Política han sido las «promesas irrealizadas» de los economistas.19 El liberalismo económico clásico y, en particular, autores como Bastiat –continúa Cánovas parafraseando a Domerques– profetizaron el fin de las huelgas, mediante la concu rrencia universal. Sin embargo, éstas «nunca han sido más fre cuentes ni más temibles». Profetizaron «la vida fácil para el pobre, la moralización de las masas, la futura inutilidad de la gendarmería o guardia civil y de las cárceles, la progresiva elimina ción de los armamentos militares...». Pero «a todo eso el presente estado del mundo le da un gran mentís».20 Y concluye Cánovas: «Ninguna de esas profecías, tiene M. Domerques razón, se ha reali zado hasta ahora, ni se realizará jamás: dejando en muy mal lugar, fuerza es decirlo, el optimismo a veces cándido, soberbio a veces de la Escuela. Inútil es, por tanto, que continúe fulminando excátedra (sic) sus anatemas, porque todo el mundo anda ya enteradísimo de que no es, ni mucho menos, infalible».21

      Como se ve, la insatisfacción y el desencanto con respecto al liberalismo económico clásico están provocados en particular por la incapacidad de éste para mejorar la situación de los trabajadores y, de este modo, apaciguar la conflictividad social (dado que se considera que entre ambas existe una conexión). Como escribe Canalejas, «la economía clásica esperaba una serie de milagros de la derogación de las trabas antiguas y del libre juego de la oferta y la demanda. A la vista están los resultados». Y de ahí que estén decayendo en el mundo entero «los antiguos entusias mos por la pretendida libertad del trabajo» y se estén buscando los medios para mitigar los «desastrosos efectos» de dicha libertad.22 Según expone Adolfo Buylla, refiriéndose al socialismo de cátedra alemán, una de las causas que provocó el surgimiento de éste fue, precisamente, la incapacidad de la Economía Política para resolver la denominada cuestión social. Dicho socialismo surgió, dice, como consecuencia del «recrudecimiento que en estos últimos tiempos se nota en lo que ha dado en llamarse cuestión social, y el poco fruto que hasta ahora produjeron los medios propuestos por la Economía antigua». Pues, prosigue, «no obstante sus teorías sobre la ilimitada concurrencia, la grande industria, la libertad de trabajo, la asociación, la instrucción de las clases trabajadoras, el ahorro, el laissez faire, el problema continúa en pie, el capital dominando, el salario decreciente, la ignorancia en alza, la desmoralización en aumento y si bien las hambres no despueblan territorios enteros, como en otros tiempos sucedía, no es raro que el pauperismo extienda su horrible garra sobre la clase operaria para recordarnos que el problema social lo tenemos al lado y en torno nuestro...». O, como sentencia más abajo, el socialismo de cátedra nació de la convicción de que «poco o nada se ha logrado con las predicaciones de los Economistas».23

      En el caso de España, esta reacción crítica se produjo una vez que el régimen económico liberal había estado en vigor durante un tiempo lo suficientemente prolongado y tras tres décadas de predominio teórico y político de la Economía política clásica, predominio que llegó a su apogeo durante el Sexenio, momento en que la aplicación institucional de sus principios alcanzó un punto culminante. Sin embargo, durante ese tiempo –y, sobre todo a partir, precisamente, del Sexenio–, la inestabilidad social, en lugar de amainar, se había recrudecido. El renacimiento del socialismo (encarnado en la Primera Internacional), el crecimiento del movimiento obrero y el aumento de la conflictividad laboral venían a contradecir la suposición de que el régimen económico de libre concurrencia traería consigo la solución del problema social. Fueron estas circunstancias las que obligaron a revisar los postulados del individualismo económico clásico y a buscar nuevos medios para estabilizar la sociedad.

      La frustración de expectativas con respecto al liberalismo tendrá una serie de consecuencias e implicaciones. La primera consecuencia es que provoca una reacción dentro de las filas del propio liberalismo. Moret considera que para hacer frente a esta situación de desencanto con respecto al régimen liberal es necesario reaccionar cuanto antes, con el fin de recuperar la iniciativa y de restablecer la estabilidad y la paz sociales. Esta «crisis del espíritu», dice, requiere una «reacción vigorosa», con el fin de «recobrar el equilibrio y la salud» de la sociedad.24 Además, para alcanzar ese fin ya no bastaba con dejar a los principios liberales a su propio impulso y aguardar pasivamente, como se había hecho hasta ahora, a que produjeran los frutos esperados, sino que era preciso adoptar una actitud más activa. Como argumenta el propio Moret, dada la gravedad de la crisis, la consecución del fin perseguido no se va a producir de manera espontánea, sino que requiere de una intervención decidida. Sin ésta, la organización social continuará deteriorándose. No esperéis, sentencia Moret, «que el exceso del mal traiga por sí el remedio, esperanza vulgar que la historia no confirma: antes bien, todo en ella tiende a probar que cuando un organismo social entra en un estado enfermizo y decadente, cuanto más tiempo pasa y más camino recorre en esa senda, más difícil le será ya abandonarla», como le ocurrió al Imperio Romano y a la España del siglo XVII.25 Este cambio de actitud es de gran significancia histórica, pues supone una recusación y una pérdida de confianza en el espontaneísmo liberal. Es decir, en el postulado de que el orden social ideal surgirá de manera espontánea de la simple proclamación y puesta en práctica de los principios liberales y de que, por tanto, la arribada de ese orden social es sólo una cuestión de tiempo, según la arraigada y continuamente esgrimida convicción liberal. Nos encontramos, pues, según la gráfica expresión del político conservador Salvador Bermúdez de Castro, ante una auténtica recusación de los «pasivos optimismos», provocada por el «general desengaño ante un presente tan distinto del que ilusionado nos auguraba [el optimismo liberal]». Y, en particular, una recusación del «quebrantado» «optimismo económico a lo Bastiat» y de la «fórmula del laissez-faire».26

      La segunda consecuencia de la frustración de expectativas fue que obligó al liberalismo a indagar las causas de su fracaso práctico y a buscar los medios para corregir el rumbo hacia la instauración de la organización social ideal. Como argumenta Moret, no sólo no hay que ceder al «desaliento» y al «escepticismo» y hay que reaccionar frente a ellos, sino que es preciso además buscar las causas que han llevado a esta situación. Pues «sólo entonces podrá darse cuenta de los errores y de las deficiencias del pasado» y «rectificar el rumbo».27 Y a partir de ese momento, efectivamente, el nuevo liberalismo consagrará sus energías a la elaboración de un diagnóstico sobre las causas del fracaso práctico del régimen liberal –o lo que es lo mismo, a las causas del problema social y de su recrudecimiento– y a la búsqueda de nuevos y más eficaces medios para culminar con éxito el proyecto liberal de sociedad. En esa búsqueda de los factores que habían impedido que los resultados del liberalismo fueran los previstos, los liberales se vieron abocados, como se expondrá más adelante, a revisar y reformular algunos de los principios teóricos del liberalismo clásico y, en particular, su concepción de la naturaleza humana. El resultado de esa pérdida de confianza en el liberalismo clásico, del diagnóstico elaborado sobre las causas de su fracaso, de la revisión teórica del individualismo clásico y del diseño de nuevos medios de acción fue el auge del reformismo social a partir de la década de 1870.

      Una vez que hubieran sido diagnosticadas las causas del fracaso y actualizados los principios teóricos liberales y una vez que esa doble operación hubiera permitido definir nuevos medios de acción, lo que cabía hacer, según los reformistas sociales, era poner en práctica los postulados del reformismo social. O dicho con palabras de Azcárate, lo que cabía era proceder a la reorganización de la sociedad sobre la base de esos principios liberales renovados. A lo que aspiraba Azcárate era «a que la sociedad moderna cristalice de nuevo, aunque sobre distinta base que la antigua, para que pierda la disgregación que hoy la caracteriza, y salga del atomismo reinante por virtud de una reorganización».28 El instrumento para llevar a cabo esa reorganización de la sociedad eran las reformas sociales, una muestra señera de las cuales es la legislación laboral que comenzó a aprobarse

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