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de la indagación y orientan ésta en una dirección determinada (al tiempo que excluyen implícitamente otras, por ser inconcebibles). El más básico de esos supuestos es el de que lo que se ha producido es efectivamente un fracaso del liberalismo, entendido como una discrepancia entre las expectativas implícitas en la concepción liberal del mundo y los resultados obtenidos por el régimen liberal. En razón de ello, la cuestión que había que esclarecer antes que nada era por qué la implantación del liberalismo había tenido esas consecuencias imprevistas y no deseadas. Desde este punto de vista, ese fracaso sólo podía ser achacable o bien a la imperfección de alguno de los principios teóricos liberales o bien a que la puesta en práctica de éstos se había realizado de manera incorrecta. La posibilidad de que la causa se encontrara en otro lugar no podía ser siquiera contemplada, por inconcebible, ya que los liberales reformistas percibían el mundo y analizaban la situación social engendrada por el liberalismo desde dentro y mediante los propios supuestos y categorías liberales. Lo cual suponía dar por sentado que las entidades y fenómenos a que se refería el liberalismo (como la naturaleza humana, el individuo y el progreso histórico) tenían una existencia real y que, por tanto, la organización social era una proyección de las mismas y debía estar en consonancia con ellas.

      Imaginemos, por un momento, que los liberales reformistas hubieran realizado su análisis de la realidad social desde fuera –y no desde dentro– de los supuestos liberales. En ese caso, bien podrían haber llegado a la conclusión, por ejemplo, de que la causa del fracaso se encontraba en que el liberalismo partía de una serie de premisas erróneas, como la de que existe una naturaleza humana. Ahí radicaría entonces la causa de que el régimen liberal no hubiera producido los resultados augurados. En tal caso, la solución del problema social requeriría, necesariamente, abandonar el concepto de naturaleza humana y prescindir de él como principio organizador de la vida social. Pero no fue esto lo que ocurrió. Dado que el liberalismo reformista continuaba sirviéndose de las propias categorías liberales, no podía ponerlas en duda ni trascender sus límites. Lo único que podía poner en duda era que la formulación de esas categorías fuera la correcta. Y así, por ejemplo, los nuevos liberales no dudaban de que existía una naturaleza humana, pero discrepaban de la caracterización que el individualismo clásico había hecho de la misma. Desde este punto de vista, la causa del fracaso no podía encontrarse en los principios liberales, sino únicamente en la manera deficiente o incompleta en que esos principios habían sido formulados. Por continuar con el ejemplo, la causa no podía encontrarse en la inexistencia de la naturaleza humana, sino en la visión incompleta que el liberalismo clásico tenía de ésta.

      Por supuesto, a la reacción de los reformistas sociales frente a la situación social creada por la implantación del liberalismo subyace un supuesto aún más profundo, el de que lo ocurrido constituye efectivamente un fracaso. Como ya he sugerido, lo que hizo que dicha situación fuera percibida, experimentada y conceptualizada como un fracaso fue que se operaba con una cierta noción normativa de éxito. Es decir, que se operaba con el supuesto de que la historia humana tiende hacia una forma perfecta de sociedad y que los principios moderno-liberales son el medio para alcanzar ésta. Si la realidad social aparece como un fracaso es porque se la compara con ese tipo ideal de sociedad y porque, en consecuencia, se utiliza a esta última como patrón normativo y teórico para evaluar y analizar dicha realidad social. El reformismo social surgió porque sus artífices parten de una distinción de lo realmente ocurrido y lo que debería haber ocurrido y, en razón de ello, llegan a la conclusión de que el liberalismo ha fracasado porque ha sido incapaz de instaurar el tipo de sociedad que supuestamente tendría que haber resultado de la puesta en práctica de sus principios. Algo parecido ocurriría, un siglo después, con los resultados obtenidos por el socialismo. También en este caso, esos resultados fueron experimentados y concebidos como un fracaso, pues se partía igualmente del supuesto de que la puesta en práctica de los principios socialistas conduciría a un orden social perfecto y a la culminación de la civilización humana. Y es lógico que así fuera, pues también en esta ocasión los hechos son analizados y evaluados mediante la misma matriz conceptual proporcionada por el imaginario moderno.29

      Imaginemos de nuevo que dicho supuesto no hubiera existido y que los liberales decimonónicos no hubieran partido de él. En ese caso, los resultados hubieran sido completamente distintos y el reformismo social no habría podido surgir. Sin la mediación conceptual de ese supuesto, la referida situación social no habría aparecido como un fracaso, sino simplemente como el producto de la puesta en práctica del ideario liberal, y los liberales se hubieran limitado a constatar su existencia. Con lo que el problema social no se hubiera constituido como tal, porque los fenómenos sociales de referencia de éste ni hubieran sido objeto de preocupación ni habrían adquirido la condición de problemas que se debían y podían resolver. Pues si las desigualdades sociales, la pobreza obrera y la conflictividad laboral fueron consideradas como problemas fue porque constituían fenómenos anómalos en relación con el modelo moderno-liberal de sociedad ideal.

      La frustración de expectativas aquí descrita se acentuó y extendió muy rápidamente con el paso del tiempo, con el consiguiente auge del reformismo social. A medida que crecía el desencanto con respecto al liberalismo clásico, lo hacía también el número de partidarios de las reformas sociales. Este auge del reformismo social se puede observar con claridad, por ejemplo, en la evolución de las discusiones sobre la cuestión celebradas en uno de los principales foros de debate público del momento, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMYP). Dicha evolución constituye un revelador y significativo índice del avance experimentado por el reformismo social. Todavía a comienzos de la década de 1890, como hace notar Buylla, predominan entre los miembros de la Academia la defensa del individualismo y de la Economía Política clásicos y la consiguiente oposición a cualquier tipo de intervención del Estado, como se vio, por ejemplo, en la discusión sobre las reformas sociales decretadas en Alemania que tuvo lugar en 1890. Como relata Buylla, en esa discusión, conservadores y liberales se opusieron por igual al «intervencionismo del poder público para regular las relaciones entre patronos y obreros», con la tímida excepción de conservadores como el marqués de la Vega de Armijo y el conde de Torreánaz. En esos momentos, «domina todavía el santo horror a la legislación que repercutir pueda en merma del sagrado derecho de la propiedad real» y unía a todos «el grande amor del fetichista respecto a las intangibles leyes económicas; leyes necesarias, fatales, universales». La postura predominante dentro de la Academia aparece representada, como señala Buylla, por intervinientes como Laureano Figuerola, quien defiende la libertad de contratación y rechaza cualquier intervención estatal.30

      La postura favorable al intervencionismo, sin embargo, fue ganando terreno muy rápidamente, como se puso de manifiesto en las discusiones de los años siguientes. En ellas los participantes no sólo se hacen eco cada vez más de la crisis de la Economía Política clásica y del consiguiente auge que está experimentando en Europa el intervencionismo estatal, sino que un número creciente de ellos se muestra partidario de la intervención del Estado en la esfera de las relaciones laborales. Este cambio de tendencia se observa ya, por ejemplo, en la discusión de 1893 sobre los gremios. A estas alturas, la necesidad de la reforma social y de la intervención estatal, como medios de hacer frente y encauzar al movimiento obrero, comenzaron a ser defendidas abiertamente en el seno de la Academia. En la sesión del 11 de abril, Mena Zorrilla «encareció la necesidad de mejorar la situación de los obreros», dada la «urgencia que hay de conjurar los peligros que entraña el malestar de las clases trabajadoras, cada día mayor y más general, según las informaciones hechas en todas partes».31 Y en la sesión del 18 de abril, Linares Rivas considera que el anhelo de las «masas» de «mejorar su situación, conquistando los derechos de que carecen» debe ser atendido, no sólo porque se trata de un deseo «hasta cierto punto» justo, sino porque, dado el número de sus miembros, sería vana la pretensión de detener su marcha y, por tanto, lo que hay que hacer es tratar de encauzar esa marcha mediante la introducción de reformas. Lo que «toca y cabe hacer a los poderes públicos es encauzarla, dirigirla e inducirla al bien, como brújula que guía la nave al puerto; no empleando para ello medios violentos, sino el atractivo de las ventajas y concesiones beneficiosas que se otorguen a las grandes agrupaciones de obreros que se asocien para fines legítimos».32

      Un índice

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