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y unas relaciones laborales pacíficas. Todos estos supuestos se fundaban, a su vez, en una filosofía moderna de la historia según la cual ésta seguía un curso ascendente regido por el progreso que culminaría en el establecimiento de una organización social perfecta.

      Durante décadas, éstas habían sido las convicciones profesadas por todos los liberales, ya pertenecieran a la corriente ortodoxa o a la crítica, ya fueran conservadores, progresistas o demócratas. A medida, sin embargo, que el tiempo transcurría y que el régimen liberal no producía los resultados previstos y anunciados –al contrario, la inestabilidad social crecía a ojos vistas–, el optimismo inicial fue dando paso a la frustración, y ésta a la búsqueda de nuevos medios para alcanzar ese objetivo de una sociedad igualitaria, estable y armónica. El hecho, por tanto, de que se partiera de los referidos supuestos hizo que la frustración del proyecto liberal fuera percibida y experimentada como un fracaso. Y ello determinó la naturaleza de la reacción y de la respuesta de los liberales. Si se trataba de un fracaso, entonces lo primero que la situación requería era buscar sus causas y rectificar los errores de cálculo cometidos y, a continuación, diseñar nuevos medios para alcanzar el objetivo perseguido. A partir de cierto momento, algunos liberales comenzaron a preguntarse abiertamente a qué se debía ese fracaso en las previsiones y a tratar de encontrar los medios para rectificar el rumbo del régimen liberal con el fin de recuperar su eficacia como medio para instaurar el orden social ideal. El medio encontrado para llevar a cabo esa rectificación fue el reformismo social. Por eso los reformistas sociales jamás pusieron en duda los supuestos básicos de partida, es decir, que la historia humana es un curso de progreso hacia la perfección social, que ésta es un objetivo realizable y que el régimen liberal, aunque sea con las necesarias rectificaciones, es el medio idóneo para alcanzar ese tipo de sociedad.

      Esta frustración de expectativas tuvo como consecuencia una transformación del liberalismo clásico. Pues éste tuvo que ser modificado para hacer inteligible, poder dar cuenta y afrontar la situación social creada por la puesta en práctica de los propios principios liberales. Para poder explicar los efectos no previstos del régimen liberal y tratar de superar las dificultades para estabilizar la sociedad, fue necesario revisar las premisas de partida y desarrollar una serie de suplementos teóricos. El liberalismo se vio forzado a transformarse con el fin de mantener su eficacia como medio de alcanzar la armonía social. Para que continuara siendo plausible la afirmación de que la búsqueda del interés propio y el régimen económico de libre mercado conducían a un orden social igualitario y armónico fue necesario modificar y actualizar los postulados y nociones del individualismo clásico. Por supuesto, durante esa operación de reelaboración de la teoría liberal, el núcleo conceptual original de ésta se preservó intacto. La nueva realidad social obligó a revisar y reajustar los presupuestos teóricos de partida, pero éstos nunca fueron puestos en cuestión. Nunca se puso en duda que existía una naturaleza humana universal, que el individuo es un agente libre y que la organización social y económica debe ser una proyección de dicha naturaleza. De hecho, la propia interpretación de la nueva realidad social y la explicación de los efectos no previstos del régimen liberal fueron el resultado de la aplicación analítica de estos mismos presupuestos teóricos. Y de ahí que esos efectos aparecieran, a los ojos del reformismo social, no como un fracaso de los presupuestos de partida, sino más bien como un error de cálculo que podía ser subsanado desde dentro del propio liberalismo, mediante el perfeccionamiento de éste.

      Ese sentimiento de frustración es el que mueve y orienta a los reformistas sociales españoles finiseculares y el que los impulsa a indagar las causas del fracaso y a buscar los medios para enmendarlo. Gumersindo de Azcárate constata que la «armonía» y la «igualdad» sociales no existen en la realidad y se pregunta a qué se ha debido, si «a que son imposibles por naturaleza» o «a vicios y defectos de la organización social» y, «si es lo segundo, ¿cuáles son los medios de corregirlos en todo o en parte?». En esto consiste, según él, el «problema social».1 Según expone Azcárate, en contra del absolutismo y el privilegio del antiguo régimen, «la revolución proclamó la li bertad en el orden político y la igualdad en el orden social». La primera, exalta la personalidad de los individuos y se opone a la intervención absorbente del Estado; la segunda, «protesta con tra las desigualdades creadas y mantenidas por la ley». Dado que la existencia de desigualdades sociales se atribuía a la existencia de privilegios, amparados por el Estado, se creyó que la proclamación de la libertad y la igualdad legal daría como resultado la igualdad social. «Se creyó, y se creyó con fe –dice Azcárate–, que uno de los efectos mágicos de proclamar la una [libertad] habría de ser el conseguir la otra [igualdad]». Pronto, sin embargo, «vino el tiempo a mostrar cuán ilusoria era esta espe ranza».2 Y no sólo eso. No sólo la libertad no trajo consigo una mayor igualdad social, sino que la propia libertad se convirtió en un factor agravante de las desigualdades. Según el propio Azcárate, «se creyó que la abolición de los privilegios iba a traer como consecuencia, ipso facto, la igualdad social, y resultó que parecía como si del seno de la libertad proclamada surgiera una desigualdad análoga a la que antes produjera el privilegio».3

      También Segismundo Moret percibió y experimentó esa frustración de expectativas, y realizó una vívida descripción de la misma y de sus efectos. Según él, los revolucionarios liberales actuaron movidos por el «ardiente amor del ideal» de alcanzar un orden social perfecto.4 Sin embargo, el resultado no ha sido el esperado. La existencia de ese ideal no pudo impedir «ciertas inevitables consecuencias», como la aparición del desencanto, provocado por el hecho de que ni la prosperidad económica ni la paz social prometidas han sido alcanzadas, o al menos no lo han sido con la rapidez esperada. Moret utiliza el símil del viajero que, tras una larga noche de viaje, no encuentra la ciudad esperada, sino una desierta llanura. Y describe en qué consiste el desencanto actual y cuál es su origen: «Cuando al individuo como a los pueblos, una vez convencidos de sus males se les promete el remedio, ensalzando las bienandanzas que acompañan a un nuevo estado social; cuando se fantasean y coloran ante sus anhelantes miradas las maravillas de la tierra de promisión, entonces, si al llegar a ella la realidad se queda inferior a las promesas; si después del esfuerzo hecho y del sufrimiento experimentado la paz pública no aparece, ni la riqueza se desarrolla en la proporción y en el plazo deseados; si los beneficios se realizan en esa forma genérica y vaga que la mayoría disfruta sin apercibirse de sus ventajas, mientras que los rozamientos y las dificultades que nacen de las nuevas circunstancias se sienten y tocan por do quiera, entonces llega un momento en que el abatimiento se apodera de los espíritus y el escepticismo de las conciencias».5

      A partir de cierto momento, pues, comenzó a pensarse que el liberalismo y los economistas políticos clásicos habían pecado de un exceso de optimismo. Y los liberales españoles empezaron a hacerse eco entonces de aquellos autores extranjeros que habían comenzado a rechazar ese «optimismo sentimental», como lo denomina Azcárate.6 A este declive del optimismo liberal y al consiguiente sentimiento de desencanto que empezaba a experimentarse en España se referirá Moret, años más tarde, cuando habla de «la tendencia pesimista» que caracteriza a «nuestra generación». Y que él atribuye al hecho de que «la crítica histórica, que ha deshecho tantas afirmaciones tenidas hasta ahora por exactas, ha producido necesariamente la desconsoladora negación de un sin número de creencias, que eran, por decirlo así, el ideal de lo bello en la historia y el consuelo de muchas amarguras en el presente».7 Tras salir de «las tinieblas y de las tristezas de aquel período que empezó en 1808 y que sólo en apariencia terminó con la primera guerra civil –había ya afirmado Moret en otro momento–, el entusiasmo de los reformadores y los anhelos de los pueblos hicieron creer a la generalidad en el próximo y fácil disfrute de bienes y de progresos que otros países gozaban ya en posesión tranquila. Bastaba, al parecer, extender la mano para alcanzarlos, y el voto de una ley se creía suficiente para naturalizarlos en nuestro país. Un esfuerzo no más, y el bien estaba conseguido».8

      Pero transcurría el tiempo y los resultados esperados no se producían. En palabras de Moret, «se hizo el esfuerzo y se repitió varias veces sin temor al sacrificio, y el fin no se conseguía».9 Y, como consecuencia, sobrevinieron la decepción, el conformismo y el desapego con respecto al régimen liberal. «Y cuando aquella risueña esperanza

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