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en el fenómeno totalitario limitada a Europa y al episodio soviético. Se aplica igualmente a la China maoísta, a Corea del Norte y a la Camboya de Pol Pot. Cada comunismo nacional ha estado unido por una especie de cordón umbilical a la matriz rusa y soviética contribuyendo a desarrollar ese movimiento mundial. La historia con la que nos enfrentamos es la de un fenómeno que se ha desarrollado en el mundo entero y que afecta a toda la Humanidad.

      El segundo deber al que responde esta obra es un deber relacionado con la memoria. Honrar la memoria de los muertos constituye una obligación moral, sobre todo cuando se trata de las víctimas inocentes y anónimas de un Moloc de poder absoluto que ha buscado borrar hasta su recuerdo. Después de la caída del Muro de Berlín y del colapso del centro del poder comunista en Moscú, Europa, continente matriz de las experiencias trágicas del siglo XX, está en camino de recomponer una memoria común. Podemos contribuir a ella por nuestra parte. Los autores mismos de este libro son portadores de esa memoria. Uno de ellos estuvo relacionado con Europa central por su vida personal, y el otro con la idea y la práctica revolucionarias en virtud de compromisos contemporáneos a 1968 o más recientes.

      Este doble deber, de memoria y de historia, se inscribe en marcos muy diversos. Aquí, afecta a países en que el comunismo no ha tenido prácticamente ningún peso, ni en la sociedad ni en el poder: Gran Bretaña, Australia, Bélgica, etc. Allí se manifiesta en países donde el comunismo ha sido un poder puesto en tela de juicio —los Estados Unidos después de 1946— o ha disfrutado de cierta importancia, incluso aunque no haya alcanzado el poder —Francia, Italia, España, Grecia, Portugal—. Además, todavía continúa imponiéndose con fuerza en los países en que el comunismo ha perdido un poder que había detentado durante varias décadas —Europa del Este, Rusia—. Finalmente, su pequeña llama vacila en medio de peligros allí donde el comunismo se encuentra todavía en el poder —China, Corea del Norte, Cuba, Laos, Vietnam.

      Según las distintas situaciones, difiere la actitud de los contemporáneos frente a la historia y a la memoria. En los dos primeros casos se relacionan con una actitud relativamente simple de conocimiento y de reflexión. En el tercer caso, se enfrentan con la necesidad de reconciliación nacional, con o sin castigo de los verdugos. A este respecto, la Alemania reunificada ofrece, sin duda, el ejemplo más sorprendente y más «milagroso» —basta pensar en el desastre yugoslavo—. Pero la antigua Checoslovaquia —convertida en República Checa y en Eslovaquia—, Polonia y Camboya chocan igualmente con los sufrimientos derivados de la memoria y de la historia del comunismo. Un cierto grado de amnesia espontáneo u oficial, puede parecer indispensable para curar las heridas morales, psíquicas, afectivas, personales y colectivas provocadas por medio siglo o más de comunismo. Allí donde el comunismo aún continúa en el poder, los verdugos o sus herederos llevan a cabo o una negación sistemática, como en Cuba o en China, o incluso continúan reivindicando el terror como forma de gobierno —en Corea del Norte.

      Este deber de la historia y de la memoria posee indudablemente un aspecto moral. Claro que algunos podrían increparnos: «¿Quién les autoriza a ustedes a decir lo que es el Bien y lo que es el Mal?».

      Según criterios que le son propios, eso es lo que pretendía la Iglesia católica cuando, apenas a unos días de distancia, el papa Pío XI condenó mediante dos encíclicas distintas el nazismo —Mit Brennender Sorge el 14 de marzo de 1937— y el comunismo —Divini redemptoris, el 19 de marzo de 1937—. Esta última afirmaba que Dios había dotado al hombre de prerrogativas: «el derecho a la vida, a la integridad corporal, a los medios necesarios para la existencia; el derecho de tender hacia su fin último en el camino trazado por Dios; el derecho de asociación, de propiedad, y el derecho de utilizar esa propiedad». E incluso aunque se pueda denunciar una cierta hipocresía de la Iglesia que garantizaba el enriquecimiento excesivo de unos a costa de la expropiación de otros, no por ello continúa siendo menos esencial su llamada al respeto de la dignidad humana.

      Ya en 1931, en la encíclica Quadragesimo Anno, Pío XI había escrito: «el comunismo tiene en su enseñanza y en su acción un doble objetivo que persigue no en secreto y por caminos desviados, sino abiertamente, a la luz del día y por todos los medios, incluidos los más violentos: una implacable lucha de clases y la completa desaparición de la propiedad privada. Para lograr este objetivo, no hay nada a lo que no se atreva, no hay nada que respete; allí donde ha conquistado el poder, se muestra salvaje e inhumano hasta un grado que apenas se puede creer y que resulta extraordinario, tal y como testifican las terribles matanzas y las ruinas que ha acumulado en inmensos países de Europa Oriental y de Asia». La advertencia adquiría todo su sentido al proceder de una institución que, durante varios siglos, y en nombre de su fe, había justificado la matanza de infieles, creado la Inquisición, y amordazado la libertad de pensamiento y que iba a apoyar a regímenes dictatoriales como el de Franco o el de Salazar.

      Sin embargo, si la Iglesia representaba su papel de censor moral, ¿cuál debe ser, cuál puede ser el discurso del historiador frente al relato «heroico» de los partidarios del comunismo o al relato patético de sus víctimas? En sus Memorias de ultratumba, François-René de Chateaubriand escribió: «Cuando, en el silencio de la abyección, solo se oye sonar la cadena del esclavo y la voz del delator; cuando todo tiembla ante el tirano y es tan peligroso incurrir en su favor como merecer su desdén, aparece el historiador, cargado con la venganza de los pueblos. En vano prospera Nerón porque Tácito ya ha nacido en el Imperio»40.

      Lejos de nosotros la idea de convertirnos en detentadores de la enigmática «venganza de los pueblos» en la que Chateaubriand ya no creía al final de sus días. Sin embargo, a escala modesta, el historiador se convierte, casi a pesar suyo, en el portavoz de aquellos, que en razón del terror, han carecido de la posibilidad de decir la verdad acerca de su condición. Allí se encuentra para llevar a cabo una obra que permita conocer. Su primer deber es establecer hechos y elementos de verdad que se convertirán en conocimiento. Además, su relación con la historia del comunismo es particular: se limita a convertirse en el historiógrafo del engaño. E incluso si la apertura de los archivos le proporciona los materiales indispensables, tiene que guardarse de cualquier ingenuidad, ya que muchas cuestiones complejas están llamadas a convertirse en objeto de controversias a veces no exentas de prejuicios. No obstante, este conocimiento histórico no puede separarse de un juicio que responde a algunos valores fundamentales: el respeto hacia las reglas de la democracia representativa y, sobre todo, el respeto por la vida y la dignidad humanas. Con esta vara de medir «juzga» el historiador a los actores de la historia.

      A estas razones generales para llevar a cabo un trabajo relacionado con la memoria y la historia se añade para algunos una motivación personal. Los autores del libro no han sido siempre extraños a la fascinación del comunismo. A veces, incluso, han sido partícipes, desde su modesta situación, del sistema comunista, ya sea en su refrito ortodoxo leninista-estalinista, ya sea en refritos anexos y disidentes (trotskistas, maoístas). Y aunque permanecen anclados en la izquierda —y precisamente porque permanecen anclados en la izquierda— tienen que reflexionar sobre las razones de su ceguera. Esta reflexión se ha valido también de las vías de conocimiento, jalonadas por la elección de sus temas de estudio, por sus publicaciones científicas y su participación en revistas como La Nouvelle Alternative o Communisme. Este libro aún es solo un momento de esa reflexión. Esta debe ser guiada sin descanso por aquellos que tienen conciencia de que no hay que dejar a una extrema derecha cada vez más presente el privilegio de decir la verdad. En nombre de los valores democráticos, y no en el de los ideales nacionalfascistas, deben condenarse y analizarse los crímenes del comunismo.

      Este acercamiento implica un trabajo comparativo, de China a la URSS, de Cuba a Vietnam. Ahora bien, no disponemos, en estos momentos, de una calidad homogénea de documentación. En algunos casos, los archivos están abiertos —o entreabiertos—, en otros no. Tal circunstancia no nos ha parecido una razón suficiente para retrasar el trabajo. Sabemos bastante de fuentes «seguras», para lanzarnos a una empresa que, aunque no tiene ninguna pretensión de ser exhaustiva, se desea precursora y anhela inaugurar un vasto trabajo de investigación y reflexión. Hemos iniciado una primera recensión con un máximo de hechos. Se trata de una primera aproximación que merecerá, al final, otras muchas obras. Pero hay que comenzar inmediatamente, reteniendo solamente los hechos más claros,

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